(27 de Octubre del año 1537. Castillo de Leap,
Condado de Offaly, Irlanda)

Las
enormes puertas de entrada chirriaron y se abrieron. Cuatro soldados
franquearon el umbral. Portaban a hombros un ataúd poco más grande que el de un
niño. Era de madera blanca. Se detuvieron frente a su señor. A un gesto de
éste, depositaron el féretro en el suelo. A otra señal de su lord, uno de ellos
se adelantó y abrió la tapa con una palanca de hierro. Lord O'Carroll se
desmoronó entonces, llorando y balbuceando sobre el cuerpo que allí descansaba.
—¡Cairenn!
¡Mi bella y adorada Cairenn! —exclamó entre sollozos.
Lady
Cairenn había sido su esposa. Acababa de fallecer dos días antes víctima de
unas repentinas y violentas fiebres. Hacía tan solo tres meses que habían
contraído matrimonio y James no era capaz de aceptar que aquello hubiera
sucedido. Estaba perdidamente enamorado de ella. Le había arrebatado el corazón
y la voluntad desde el mismo día en que la conoció, hacía ya dos primaveras.
Además, pocos días antes le había dado la noticia de que llevaba el fruto de su
semilla creciendo dentro de su vientre. Maldecía a Dios por aquello. Y no
estaba dispuesto a acatar sus designios e incomprensibles castigos así como
así. ¿Por qué? ¿Por qué a él que le había servido humildemente durante toda su
vida? El entierro se había celebrado aquella misma tarde. Señores y nobles,
condes y duques de toda Irlanda habían acudido a mostrar sus respetos y
condolencias a Lord O'Carroll. Pero nada más marcharse ordenó a cuatro de sus
soldados que, en cuanto el sol se hubiera puesto tras las colinas de Offaly,
levantaran la tumba y desenterraran el féretro con cuidado de no ser vistos por
nadie, y lo llevaran de vuelta al castillo.
***
Cuando hubo recobrado la compostura, ordenó a los soldados que volvieran a levantar el ataúd y le siguieran. Atravesaron varias salas enormes y otros tantos pasillos cuyas paredes adornaban enormes tapices de imágenes de caza y retratos de todos sus antepasados. A la derecha del último pasillo había una puerta ovalada que abrió con una llave medio oxidada. Tras ella, unas escaleras descendían hacia un piso inferior. Había antorchas colocadas a intervalos regulares a ambos lados, pero aun así la visibilidad era escasa. Las escaleras eran anchas, pero para cuatro hombres con un cargamento a hombros no lo eran tanto, así que descendieron despacio y con extremo cuidado. Tras las escaleras, una sala de la que se bifurcaban varios pasadizos. Siguieron el último de la izquierda. Al final del mismo, otra puerta cerrada con llave y más escaleras hacia las profundidades, esta vez más estrechas. Siguieron el mismo ritual de pasadizos laberínticos y escaleras otros tres niveles más, cada vez más angostos, retorcidos y sinuosos. En total, se habían adentrado cinco pisos en el interior de los subterráneos del castillo. Ninguno de los soldados podía imaginar que bajo sus pies hubiera tantos niveles. Era una construcción de enorme complejidad, pues era casi una misma ciudad de pasadizos y escaleras bajo tierra. Se detuvieron frente a una pequeña poterna. Pensaron que tal vez allí se encontraban las catatumbas o criptas secretas donde el señor quería depositar los restos de su amada esposa, junto a los restos de otros ilustres antepasados. Pero lo que O'Carroll les dijo los dejo confundidos y consternados.
—Otros soldados
han bajado hasta aquí desde siglos pasados. Algunos compañeros vuestros están
ahí dentro y otros incluso en niveles inferiores. Pero para vosotros es la
primera vez. Habéis prestado juramento de servirme hasta el fin de mis días y
de jamás revelar nada de lo que suceda puertas adentro de la fortaleza. Sabéis
lo que les ocurre a los que infringen las normas, así que no creo necesario
recordáoslo. Esa promesa adquiere más relevancia aquí abajo. Os he escogido a
vosotros porque sois cuatro de mis más valientes y leales guerreros. Porque
tengo plena confianza en vosotros. Y porque no podía prescindir de ninguno de
los soldados que permanecen ahí dentro, y que hasta ahora no conocéis. Pero
debía bajar hasta aquí a Lady Cairenn, y yo sólo no podía hacerlo. Así que esta
es la importante y secreta misión de la que os hablaba esta tarde. Y de la que
obtendréis vuestra debida y generosa recompensa, si todo sale bien.
»Vamos a
cruzar ese umbral —prosiguió James O'Carroll tras una breve pausa—. Sé que sois
soldados valientes, curtidos en mil batallas. Sé que habéis visto horrores
inimaginables, que habéis participado en misiones cruentas y sanguinarias, que
habéis contemplado sucesos espantosos en la guerra. Pero lo que hay tras esa
puerta es distinto. Es probable que no estéis preparados. Nadie lo está. Ni
siquiera yo, pese a haberme enfrentado a ello en incontables
ocasiones. Pase lo que pase, sed fuertes. No os voy a decir que no tengáis
miedo, pues yo mismo no puedo evitarlo. Pero no lo mostréis. Si alguien o algo se
dirigiese a vosotros, ignoradlo. Dejadme hablar sólo a mí. Si queréis rezar,
hacedlo. Pero no os servirá de mucho. Os puedo asegurar que Dios nunca ha
cruzado esa puerta.”
***
Lord O'Carroll llamó varias veces, con
breves intervalos y distinto número de golpes en cada ocasión. Sin duda era una
contraseña. Al momento se oyeron varios cerrojos que se descorrían y una llave
que giraba en su cerradura. La poterna se abrió. Tras ella, dos soldados se
recortaron sobre el umbral, saludando a su señor. Iban vestidos con la armadura
correspondiente: yelmo, cota de malla, sobreveste, escudo, gruesos guantes, pesadas botas de
cuero... y estaban armados hasta los
dientes. Su lord les devolvió el saludo y se apartaron cada uno hacia un lado.
Pasó entre ellos y los soldados que portaban el ataúd le siguieron. Entraron en
una especie de enorme celda horadada en la tierra. Era más bien una cueva de
dimensiones dantescas. Otro soldado abrió una reja oxidada que también
atravesaron. Había escasa visibilidad, pero otro oficial estaba encendiendo con
una tea algunas antorchas que había dispuestas en las paredes. La luz se fue
haciendo en el interior, iluminando la estancia.
En el
lateral más cercano de la galería se fueron definiendo los contornos de dos
siluetas. Se encontraban amarradas a la pared con gruesas cadenas y enormes
grilletes. Uno era una especie de hombre, por llamarlo de alguna manera. No
tenía cabello y en su piel macilenta se mezclaban tonos de cerúleo y gris. De
su boca surgían afilados colmillos, como los de una fiera salvaje. Sus ojos
eran redondos, su iris verde y su pupila vertical, como la de un gato. Y el
cuerpo era puro músculo. Mediría más de dos metros y, por su fuerza y tamaño,
podría acabar con todos los soldados que había allí dentro en un santiamén. Por
suerte las cadenas y los grilletes eran fuertes y le anclaban sin compasión a
la roca de la gruta. Bufó cuando O'Carroll entró en la celda. A su lado había
algo parecido a una mujer. Tal vez su compañera. Era algo más pequeña que él,
pero aun así de colosal envergadura. Su piel era algo más sonrosada, pero con
algunos tonos de verde oscuro y escamas como un lagarto. El pelo lacio y oscuro
como el ébano le llegaba hasta las caderas. Y sus ojos… Sus ojos eran la propia
ausencia de ellos. Dos pozos negros sin pupila que se perdían en la larga noche
de los tiempos. Parecía no ver nada, pero vislumbraba cosas que nadie ha visto
ni verá jamás. Rio con ganas cuando todos estuvieron dentro.
Era una risa gutural y terrorífica.
—¡Mors
secuta est vobis! —recitó en latín una voz áspera y profunda desde el otro
extremo de la galería. Todos se volvieron hacia aquella letanía de ultratumba
que dejaba entrever sabiduría, astucia y maldad. La criatura que allí
permanecía prisionera era la más aterradora de las tres. De mayor altura
incluso que la primera. Y sus colmillos, más largos y afilados. Su piel era
oscura, como castigada por eones de tiempo, y agrietada. El cabello le caía en
largos mechones irregulares y dispersos a ambos lados del rostro y su amplia
espalda. De sus ojos emanaban iridiscencias de rojo, amarillo, verde y negro.
Fugaz como un relámpago, una lengua bífida como la de una serpiente se asomó un
momento por entre los colmillos para perderse de nuevo en el interior de
aquella monstruosa boca. Su aparato genital era masculino, un enorme miembro
viril más propio de una bestia que de un hombre, pero como también poseía dos
generosos pechos no podría asegurarse con certeza a qué género pertenecía. Los
cuatro soldados tragaron saliva y depositaron el féretro en el suelo, tal y
como les indicó su señor. Les había dicho que no mostraran temor, pero no
pudieron evitarlo. No era miedo, sino un terror gélido que les iba subiendo por
la espalda, aferrándose a la nuca y atenazando todos sus músculos.
Intercambiaron miradas inquietas entre ellos.
—Conoce
bien la muerte Aquél que se nutre de ella —contestó James O'Carroll a la
abominable criatura.
—¿A
cuántos de tus congéneres, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, inocentes o
culpables, has arrebatado tú la vida? No puedes esconderte de tus crímenes y
horrores. Tampoco salvarte de tus
pecados. No eres mejor que yo. No eres mejor que nosotros. Tan solo somos
distintos —El engendro arrastraba despacio las palabras, con un acento metálico
y perturbador. Volvió sus ojos para mirar a Lady Cairenn—. ¿Me traes un regalo
en ese ataúd? Es hermosa, sin duda. Y muerta, lo es aún más—dijo relamiéndose
los labios con aquella monstruosa lengua bífida. Las dos criaturas del otro
extremo sisearon también como reptiles. Entonces otro coro de aullidos, rugidos
y gritos inhumanos reverberó en toda la estancia. ¿De dónde procedían aquellos
nuevos lamentos? Los soldados se encogieron y miraron hacia la dirección de la
que parecían provenir. No se fijaron al entrar, pues habían quedado
petrificados ante la visión de aquellos seres inmundos. Pero ahora pudieron ver
con claridad que de la parte del fondo de la caverna surgía un tenue
resplandor. Allí había un agujero protegido con fuertes barrotes de hierro. En
su interior se veía el principio de un nuevo tramo de escaleras que descendía
hasta otros niveles inferiores. Los gritos lastimeros y desgarradores les helaron la sangre. ¿Era posible que, aún
más abajo, hubiera criaturas más atroces y deleznables que aquellas que sus
atónitos ojos estaban contemplando?
—Tu voz les sigue poniendo de mal humor. Y les abre el apetito —dijo el lord con una tímida sonrisa.
—Tu voz les sigue poniendo de mal humor. Y les abre el apetito —dijo el lord con una tímida sonrisa.
—Sabía
que ella iba a morir —replicó la bestia ignorando su comentario y los alaridos
de los engendros a los que O'Carroll se refería— ¿Tú no? ¿No escuchaste el
lamento de la Banshee la otra madrugada? —Le mostró una mueca grotesca y
despiadada— ¿A qué has venido?
—Vengo a
hacer un trueque, Caorthannach —Por primera vez O'Carroll se dirigía al
monstruo por lo que parecía ser su nombre. Tras pronunciarlo, las criaturas que
moraban más abajo se agitaron aún más y los lamentos desgarradores se
convirtieron en demoníacos.
—No
pronuncies mi nombre. No eres digno de hacerlo —Lo fulminó durante unos
momentos con una mirada de la que brotaban llamas—. Llevo aquí más de cien
años, desde que tu bisabuelo me puso estos grilletes. Él sí que era un gran
hombre. Quizá el único por el que he sentido cierto respeto en toda mi larga
existencia. Nadie más tuvo el valor de enfrentarse a mí, aunque es cierto que
lo hizo con cierta y notable ayuda. Pero eso no le resta valor —Hizo una pausa
escrutando la mirada gélida de su oponente—. Vuestro linaje ha ido perdiendo sabiduría y
vigor con el paso del tiempo. Ni tu padre fue ni tú serás nunca la mitad de hombre
que él. Sí, más de cien años aquí confinado, comiendo los restos de cabras y
alimañas que nos traéis, soportando sus alaridos ahí abajo… ¿y ahora, de repente,
quieres hacer un trueque? La verdad es que me intriga tu petición. ¿Qué
pretendes ofrecer que pueda interesarme? ¿Y qué pides tú a cambio?
—Su vida
por tu libertad —dijo señalando al cuerpo inerme de Lady Cairenn que descansaba
en el interior del ataúd. Hubo unos momentos de silencio tras lo cual la bestia
estalló en guturales carcajadas. Las otras dos criaturas se unieron a él en un
coro enloquecedor. La figura femenina sacó la lengua a uno de los soldados. No
era reptiliana como la del otro, pero no por ello menos espantosa. Pese a su apariencia
humana, estaba cortada por la mitad, como si la hubieran cercenado en dos
mitades con un cuchillo. Cada una de las dos tenía vida independiente de la
otra. Mientras una se lamía la mejilla derecha, la mitad izquierda giraba en
círculos obscenos. El soldado apartó la mirada a punto de vomitar.
—¡Vaya,
debe de haberte causado una honda impresión! Es cautivadora, lo reconozco.
¿Pero tanto como para llevar a su hombre a cometer una locura semejante? Debe
de haberte proporcionado placeres prohibidos y maravillosos para que me pidas
algo así. ¡Cuéntame! ¡Háblame de esos placeres!
—¡Su vida
por tu libertad! —repitió Lord O'Carroll de nuevo, esta vez con más firmeza,
haciendo caso omiso de las provocaciones.
—¡No
sabes nada de la vida y de la muerte joven O'Carroll! ¡No funciona así! —exclamó
Caorthannach hecho una furia— ¡La vida y la muerte no son juegos ni magia
barata! ¿A qué crees que estás jugando? ¿Juegas a ser tu Dios?
—¡Tu libertad!
—Volvió a exclamar sin inmutarse ante las palabras de la abominación— Llevas
más de un siglo soñando con ella. Puedes obtenerla esta misma noche. ¿No la anhelas?
—Le miró a los ojos desafiante— ¡Sé que puedes hacerlo! ¡Lo sé!
—¡Mi
libertad y la de mis hijos! —Afirmó autoritario tras unos momentos de reflexión
y silencio, sosteniéndole la mirada, obligándole a evitarla— No me iré de aquí
sin ellos. No la tendrás si no me los devuelves…
—El
trueque es tú por ella. Vida por vida, nada más. Es lo que te ofrezco.
—No estás
en situación de imponer condiciones. Cada minuto que pasa será más difícil
traerla de vuelta. El tiempo juega en tu contra.
—Tú
tampoco estás en condiciones de negociar. Sigues siendo mi prisionero. Soy yo
el que negocia. Te ofrezco tu libertad por algo muy concreto. ¡No hay otro
trato! —concluyó.
—¿Y si me
niego? —preguntó Caorthannach sonriendo y volviendo a mostrar su lengua
viperina.
—¡Les
ofreceré a tu querida Deargdue a ellos! —la sonrisa del engendro se congeló en
sus labios. Sus ojos restallaron látigos de ira y fuego.
—¡No puedes hacer eso! —gritó.
—¡Claro
que puedo! Están hambrientos y la recibirán de buen grado. Y más tratándose de
un bocado tan anhelado, especial y suculento para ellos. Y si su hambre no se
sacia del todo con ella, les daré también a tu adorado Faoladh. Y, mientras
tanto, tú seguirás pudriéndote aprisionado tras esas cadenas mientras escuchas
a tus hijos aullar de dolor y sufrimiento —El hijo aludido se removió en sus
grilletes tras ser nombrado. Aulló como una bestia acorralada y las paredes de
la cueva se estremecieron. Los soldados se encogieron y agruparon entre ellos. El pavor se
reflejaba en sus semblantes.
—¿Ves
como no eres muy diferente a nosotros? —Le reprochó Caorthannach— Os
enorgullecéis hablando de la nobleza humana y despreciando a cualquier otra
raza que no sea la vuestra llamándola vil e inmunda. En el fondo sois como cualquier
otra, utilizáis toda arma a vuestra disposición, incluso las más deleznables,
para satisfacer vuestros deseos y anhelos o lograr los propósitos que perseguís.
Dime, ¿quién está siendo ahora cruel y despreciable? Te aprovechas de nuestra
situación, me pides algo horrible y maldito a los ojos de los vuestros y me
amenazas con el sacrificio de mis hijos si no te satisfago. ¿Y después sales a
las puertas de tu castillo y te llamas a ti mismo noble y señor? —Escupió a los
pies de Lord O'Carroll y se irguió
cuanto pudo de espaldas a la pared. Su porte era imponente—. ¿Tendrías el valor
de pedirme lo mismo sin estas cadenas?
—Sabes que no —le contestó sin sombra alguna
de duda—. Tampoco estaríamos en igualdad de condiciones de hacerlo. Puedo ser
cruel. Puedo ser injusto. Puedo ser muchas cosas. Pero no soy estúpido. No te
lo repetiré más: su vida por tu libertad.
—Eres
consciente de que si me das la libertad, volveré a buscarlos. De que no cejaré
en mi vida hasta que los libere, por muchos hechizos, conjuros y encantamientos
que otras criaturas hayan puesto a tus puertas y a estos hierros. No descansaré
hasta que los lleve conmigo, extermine a lo que tienes ahí abajo y no quede una
sola piedra en pie de tu hogar.
—Llegados
a ese punto, si tengo que enfrentarte como mis antepasados, lo haré. Pero ahora
tenemos un trueque que hacer. ¿Qué me dices?—la criatura le sostuvo la mirada
unos interminables momentos, y finalmente asintió.
—¡Lo
haré! —exclamó— Pero ya te he dicho que las cosas no funcionan así. Ella no
volverá a ser la misma mujer que conociste. No se regresa del más allá sin
pagar un precio. Su alma ya ha sido entregada a otros. Volverá sin ella. Lo que
encuentres quizá no te agrade demasiado. Pero sí así lo quieres…
—Con
tenerla de vuelta me es suficiente…
—¡Quítame
entonces estas argollas!
—Si
intentas cualquier treta o artimaña, los soldados que hay abajo tienen la orden
inmediata de dejar en libertad aquello que más temes. Nosotros moriremos. Pero
vosotros también. Y no quieres eso, ¿verdad? A mí, sin ella, la vida me da
igual Y mis soldados han jurado morir protegiéndome. Y sé que así lo harán.
Pero tú no quieres morir. Y tampoco quieres ver morir a tu descendencia. No
llevas milenios caminando sobre la faz de la tierra para desvanecerte de esa
forma. Y mucho menos a manos de tu ancestral enemigo. ¡Así que al menor indicio
o sospecha de un movimiento amenazante o temerario por tu parte, todos
moriremos en este día; aquí y ahora!
—Los
mayores tramposos son los que más temen a las trampas. ¡Bájame de aquí! Te daré
lo que me has pedido, y luego me iré por esa puerta. Lo que suceda después con
lo que despierte de ese cuerpo, es cosa tuya. ¡Y hoy no, pues dejaré que
disfrutes de tu amada… pero volveré!
—¡Qué así
sea! —sentenció. Los dos soldados con armadura que habían permanecido allí
custodiando a los cautivos, se acercaron al monstruo a una señal de su lord.
Asustados ante la cercanía de aquel ser, asqueados ante el olor nauseabundo que
despedía, pero aun así firmes y decididos. Uno a uno, fueron abriendo los
grilletes y liberaron las cadenas de sus argollas hasta que al fin quedó libre.
Retrocedieron asustados cuando la enorme criatura se puso en pie. Todos echaron
mano a la empuñadura de sus espadas, prestos a cualquier movimiento amenazador.
Caorthannach se enderezó. Era una criatura esplendida y majestuosa pese a todo
lo abominable que había en ella. Crujió uno a uno todos los huesos de su
espantoso cuerpo y miró a sus hijos. Les habló en un idioma gutural y
desconocido. Ellos asintieron y respondieron algo en la misma lengua. Y, a
continuación, se volvió hacia Lord O'Carroll.
—Te
arrepentirás de esto más allá de tu vida y de tu muerte —se acercó al ataúd que
descansaba en el suelo. Los soldados se apartaron como si la misma Muerte les
hubiera acariciado el rostro. Se agachó sobre el cuerpo sin vida de Lady Cairenn.
Inhaló el hedor de la putrefacción. Se deleitó con él. Relamió sus labios con
su lengua siseando de placer. Y finalmente, hundió los largos colmillos en su
cuello. Chupó su sangre estanca y corrompida. La tragó. Sus ojos brillaron,
rojos como ascuas encendidas. Dejó que aquella sangre nueva recorriera todas
sus venas y arterias, bombeara desde su corazón y recorriera la enorme
complejidad del sistema circulatorio de su cuerpo. Y después, a través de los
mismos orificios que había abierto en la piel de la dama, insufló parte de la
antigua y legendaria sangre en su interior, como una transfusión, insuflándole
vida. Una vida maldita a los ojos de Dios.
Cuando se
retiró del cuello de Lady Cairenn, su boca chorreaba sangre. Permaneció de
rodillas, contemplando su rostro. James O'Carroll y los soldados se acercaron
también a mirar. Atemorizados, pero al mismo tiempo sedientos de curiosidad. No
parecía haber ningún cambio en la mujer. Salvo, tal vez, un poco más de color
en sus mejillas. Sí, sin duda estaban más sonrosadas. Entonces, la sangre nueva
de aquel ser llegó a su corazón y este volvió a la vida. Primero entre
estertores y latidos débiles y arrítmicos. Pero, poco a poco, fueron ganando en
fuerza y ritmo hasta que se estabilizaron. El aire volvió a sus pulmones y,
milagrosamente, volvió a respirar. En esos momentos abrió los ojos. Los soldados
ahogaron gritos de horror y espanto, de sorpresa y alegría. Su señor se
arrodilló junto a su amada, tomándola de las manos.
—¡Mi señora! ¡Estáis viva! —exclamó entre
sollozos— ¿Podéis escucharme? — Lady Cairenn miraba a su alrededor confundida, como
un bebé recién nacido que no comprendiera nada de aquel mundo nuevo que se
mostraba ante él.
—Acaba de regresar del vacío y la oscuridad —explicó
el ser—. Ha perdido su alma. Y carece por completo de recuerdos. No se acuerda
de vos ni de nada de su vida anterior. Ya os lo advertí. No volveréis a
recuperar a la mujer que se fue. Tendréis que enseñarle todo de nuevo. Y
aprenderá despacio, mucho más lentamente que un niño. Aun así, dudo mucho de
que sea capaz de volver a amar. Ni a vos ni a nadie. No obstante, es lo que
queríais. Y ahí la tenéis. He cumplido mi parte. Os toca hacer lo mismo con la
vuestra.
—Como os prometí, sois libre —le contestó
incorporándose—. Ninguna cadena os retiene. Conocéis el castillo tan bien como
yo. Incluso mejor. Así que creo que seréis capaz de hallar la salida sin que os
acompañe hasta la puerta. Salid ahora que la noche aún os ampara.
—¡Volveré
O'Carroll! ¡Y entonces lamentarás haberme tenido cautivo! ¡Y lamentarás todavía
más haberme liberado!
Dio media
vuelta y pasó entre los soldados. Siseó y estos se encogieron asustados como un
roedor ante una serpiente. La bestia se rio. Carcajadas que parecían lamentos.
Era cualquier cosa menos el sonido de una risa de este mundo. Se agachó para
pasar por la oquedad de la celda. Abrió la puerta de la galería y se perdió
escaleras arriba. Claro que conocía la salida. Se sabía de memoria aquellos
pasadizos y galerías. Llevaban allí desde milenios antes de que unos antiguos
humanos, más sabios que los de ahora, decidieran construir allí un castillo para
aprovechar las energías telúricas que emanaban de aquel enclave. Querían
aprovechar su magia y su poder. Pero no contaban con los numerosos seres que
habitaban en las profundidades y a los que despertaron de un antiguo letargo.

Mientras
tanto, en el subterráneo del castillo, James O'Carroll había recobrado el
aplomo y la compostura. Había ordenado a dos de sus soldados que subieran a
Lady Cairenn a sus aposentos y que, a su vez, diesen órdenes a sus sirvientas
de que la bañaran, alimentasen y metieran en la cama sin hacer preguntas. Él
permaneció un rato allí, dando instrucciones a los guardias que debían quedarse
a custodiar a Deargdue y Faoladh. A continuación, se dispuso a abandonar la
enorme caverna, acompañado de los otros dos soldados que habían bajado con él.
El de mayor graduación se detuvo y le preguntó a su señor.
—Mi Lord,
¿qué otras criaturas son las que se escuchan más abajo? — O'Carroll lo miró con
tristeza. Una nube de aprensión y dolor cruzó su rostro. Le puso una mano en el
hombro a su capitán.
—Mejor no quieras saberlo —Dio media vuelta y se
encaminó escaleras arriba. En su dormitorio le esperaba su amada Lady Cairenn. Añoraba
su feliz reencuentro, ignorante aún de que Caorthannach, finalmente, sí le
había engañado. No le había devuelto a su esposa, la había transformado en una
criatura de su raza. Ella se encargaría de prepararle el majestuoso y triunfal
regreso a su antiguo hogar.
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