
El tercer, más grave, crucial y definitivo error fue exhibir, hay que reconocer que el alcohol tuvo gran parte de la culpa, una imprecisa locuacidad peligrosa, lo cual reavivó la llama de aquella confusión esquivada durante tantas semanas. Ella sacó de un cajón un diario que guardaba bajo llave. Se sentó frente a él y leyó un par de páginas con cierto talento e ingenio, pero plagadas de frases de desconsuelo y párrafos de desesperanza. Le arrebató el cuaderno de las manos y comenzó a leer. Y allí estaba él, descrito y retratado; pero al mismo tiempo despedazado, herido, juzgado, manoseado y psicoanalizado. Muerto.
Sintió tristeza. Sintió agonía. Sintió rabia.
Tal vez si hubiese estado lúcido y sobrio, habría tenido también algo de amor propio, pero el vino le enturbió los ojos, le retorció el alma y,
como un perfecto imbécil, se dejó abrazar. Tierno como un estúpido se dejó sondear el corazón, y la besó. Tal vez por melancolía. Quizás por su ebriedad. Pero aquel beso le taladró la razón. Y antes de darse apenas cuenta, se encontró en la cama junto a ese cuerpo hermoso y pecador, naufragando en la nada de su alma, en el vacío de su ansiedad, de la nostalgia y de la
imposibilidad de entregarse de verdad a ella. Se encontró fumando solo frente a la ventana,
extrañando ese cuerpo que desde tiempo atrás se había vuelto indescifrable, extraño, intruso. Se encontró escribiendo terribles cartas humillantes y desgarradoras. Se encontró de todos y cada uno de esos
modos en un parpadeo y la separó de sus labios, la alejó de su brazos, la desterró de su corazón.
En un intento desesperado, trató de explicarle que aquel encuentro nunca debió haber sucedido, y que con aquella niebla de alcohol había olvidado dónde estaba su lugar. ¿Lejos? ¿En ninguna parte? ¡Quién sabe! No encontró otras palabras: “Nunca es tarde para aprender a huir”, sentenció. Salió de la habitación dando un portazo; amándola aún, odiándose siempre. Llamó al ascensor. Cogió un taxi y regresó a casa.
Ya en la cama, arropado por frías sábanas, sigue pensando en esa mujer que le amó, esa mujer que con toda seguridad aún le ama, aunque sea con tristeza y melancolía, tras una membrana implacable que va
seleccionando y separando los sueños del alma de los deseos de su corazón, que va coleccionando mariposas y monstruos, fantasmas y lunas, espinas y flores en el parto
onírico de la madrugada... vaciando vacíos, colmando espacios. Se siente miembro de honor de una especie al borde del abismo y decide extinguirse cuanto
antes... Cierra los ojos y se abandona al recuerdo, y al inevitable adiós...
¡Es tan corto el amor y tan largo el olvido!
¡Es tan corto el amor y tan largo el olvido!
Juanma - 14 - Febrero - 2012