jueves, 7 de octubre de 2021

LA NIÑA QUE NO HABLA

La niña que no habla tiene apenas siete años. Le gusta jugar al escondite con sus amigas en las soleadas tardes de primavera. Cuenta hasta diez y se da la vuelta recorriendo todo el parque con la mirada, imaginando detrás de qué árbol o seto se pueden haber escondido. Siempre las encuentra a todas, menos a una. A la última la deja salir de su escondrijo y le regala tiempo para que llegue a la pared y salve a todas sus compañeras. Ellas no saben que se deja ganar. Porque le gusta volver a contar hasta diez. Le gusta buscar, más que esconderse.

     Después cae la tarde noche sobre el parque y su madre la llama a casa. Se despide de sus amigas y, una a una, se van marchando de vuelta a sus hogares. Es uno de los momentos tristes del día. Ya en casa, se sienta en la cocina mientras mamá prepara la cena. Mira la televisión. Un señor mayor habla de cosas de mayores que ella no entiende. No entiende ni le interesan. Se levanta y se asoma a la ventana. En el crepúsculo aún queda algo de luz. Hay unas cuantas nubes dispersas. Le gusta mirarlas e imaginar cosas con los extraños dibujos que a veces forman en el cielo: un árbol, su diadema favorita, una mariposa… A veces son solo nubes con forma de otras nubes. Aquella noche no le sugieren nada nuevo. Apenas ve en ellas cosas que ya ha visto. Su madre dice algo. Vuelve la cabeza, pero se da cuenta de que no habla con ella. Se vuelve a sentar a la mesa. El tiempo pasa infinitamente despacio cuando está en casa.

     Se sientan todos a la mesa para cenar. Coge el cuchillo y el tenedor sin demasiadas ganas. Hay pescado para cenar. Y el pescado no le gusta mucho. Ni siquiera un poco. Más bien, el pescado no le gusta nada. Pero siempre se lo come porque mamá pasa mucho tiempo cocinándolo. Mamá siempre está haciendo cosas buenas para ella. Y si no come, se enfada. Y no le gusta verla enfadada. Ni enfadada ni triste. Y últimamente casi siempre está triste. Papá y mamá están hablando de cosas de mayores. Y al final terminan discutiendo. Discuten durante la comida. Discuten durante la cena. Discuten viendo la televisión. Bueno, discuten mucho todo el rato. Siempre de cosas que no entiende. Cosas que no entiende pero sí le interesan. Porque intenta comprender qué sucede. Porque quiere saber por qué se llevan tan mal. Porque no le gusta que mamá llore. Y siempre llora cuando discuten. Y eso le hace llorar a ella también.

     Poco después mamá la llama. Es hora de bañarse. Se mete en la bañera mientras se va llenando. El agua va subiendo de nivel poco a poco. Primero le tapa las rodillas, luego el ombligo, hasta que llega a su pecho. Mamá se acerca para cerrar el grifo. El agua está estupenda. Ni muy fría ni muy caliente. Le gusta mucho bañarse. Camuflarse entre la espuma. Le encantaría tener un hermanito o hermanita para jugar mientras se baña. Para no estar sola pensando en cosas que no quiere pensar. Mamá le lava la cabeza. Después la peina y cepilla el pelo. Sale de la bañera goteando y toda llena de espuma. Se cobija dentro de su toalla y se seca con cuidado.

     La niña que no habla va a su habitación. Allí se pone su pijama rosa de algodón. Se queda un ratito mirando los dibujos de Disney que lleva estampados: Mickey, Donald, Goofy, Minnie... Le gusta ese pijama. Es suave y calentito. No le gusta el otro de color blanco y verde. No tiene dibujos. Tampoco le gusta el amarillo. El amarillo pica. Papá y mamá están discutiendo en el pasillo. Pone mucho interés en lo que dicen, pero no consigue entender nada. Casi siempre se enfadan por tonterías sin sentido. Bueno, más bien es papá el que se enfada con mamá por cualquier cosa. También se enfada mucho con ella. Y no sabe por qué. Intenta portarse todo lo bien que puede. A veces piensa que papá no la quiere nada. Poco después mamá viene para meterla en la cama y darle un beso de buenas noches. Le tapa con la manta y el edredón hasta el cuello. Como si estuvieran en el Polo Norte. Pero ella nunca se queja. Sabe que lo hace porque la quiere mucho, porque no quiere que coja frío. Espera hasta que ella se marcha para sacar los brazos fuera. Si no lo hace siente que se ahoga. Por la pequeña rendija de la puerta que mamá siempre deja abierta, entra un poco de luz desde el salón. El haz de luz ilumina su colección de muñecas que hay en la estantería. Pero no a todas. Algunas de sus favoritas han quedado a oscuras en la sombra y tal vez tengan miedo. Piensa que mañana las cambiara de sitio. Siempre lo piensa. Pero siempre se le olvida. Mañana no. Mañana lo recordará y las colocará en otro sitio en cuanto se levante.

     Al final cierra los ojos. Con los ojos cerrados siempre ve cosas. Si los cierra muy fuerte, el negro se vuelve un poco gris, o rosa. Y ve pequeñas luces y estrellitas de colores. La discusión de fondo de sus padres sube de tono y comienzan los gritos y los insultos. Como todas las noches. Se acurruca todo lo que puede en su cama y se pone la almohada sobre la cabeza intentando acallar las voces, suplicando que cesen, queriendo esconderse de ese mundo cruel que no consigue comprender. Casi sin quererlo, sin saber exactamente cómo ni cuándo, se queda profundamente dormida. Sueña que está montada en un tiovivo. Sueña con que el aula de su colegio tiene árboles y flores entre los pupitres y que su profesora es a veces mamá y a veces no. También sueña con papá pegando a mamá y a mamá gritando y llorando. Despierta asustada. Siempre despierta asustada cuando sueña con las palizas que papá da a mamá. Ha debido de pasar mucho tiempo desde que se durmiera. La casa está a oscuras y en silencio.

     Aparta la manta de encima y se levanta. Sale al pasillo y camina hasta al baño para hacer pis. Al volver a su habitación y meterse de nuevo en la cama, se da cuenta de que se ha dejado la luz del pasillo encendida, pero no tiene ganas de volver a levantarse y la deja así. Muy despacio, sin saber de nuevo cómo ni cuándo, vuelve a viajar al país de los sueños. Esta vez no recuerda si sueña o no. Cuando vuelve a abrir los ojos ya es de día y el sol entra radiante por la ventana iluminando con alegría todas sus muñecas. Ahora ya no tienen miedo, así que de nuevo olvida cambiarlas de sitio. De día todo se ve diferente. Incluso los monstruos parecen amables y simpáticos. Incluso los gritos parecen lejanos y confusos, casi como una pesadilla que se va esfumando como la niebla. Finalmente, ese pequeño recuerdo se desvanece con la brisa de la mañana que entra por la ventana.

     Desayuna su Cola Cao con cereales viendo los dibujos animados de la tele. En los dibujos, el Coyote persigue al Correcaminos. Una vez más, no consigue atraparlo. Al final cae por un precipicio y se estrella contra el suelo levantando una pequeña nubecita de polvo. Consigue sonreír un poco. Apenas lo hace en todo el día, pero el Coyote y Bugs Bunny casi siempre le roban alguna sonrisa. Mamá está tendiendo la ropa en la terraza. Tiene los ojos enrojecidos. Sabe que eso es porque ha llorado. Y tiene un moratón nuevo en un lado de la cara. También sabe por qué ha sido. Y quién se lo ha hecho. Llega la hora de ir al cole. Coge la cartera. Como de costumbre, pesa lo que los mayores llaman una tonelada. Camina por la calle de la mano de mamá. Se va encontrando con algunos de sus compañeros y amigas de clase. Se van saludando entre tímidas sonrisas.

     Como cada mañana, tan sólo tiene ganas de que el día se escabulla rápido, de que vuelva a llegar otra vez la tarde. Quiere volver a jugar al escondite con sus amigas. Es el único momento alegre de toda la jornada. Aunque siempre pierda. Porque le gusta buscar, no esconderse. Ya se esconde demasiado tiempo en casa. En el colegio se aburre. Intuye cosas para las que no tiene nombre. Sabe que cada vez está más lejos de algo. Pero no sabe lo que es y eso le asusta. También sabe que está muy cerca de otro algo. Sin embargo, tampoco consigue saber qué es y se siente infeliz por ello. Sigue sin tener ganas de hablar con nadie. Los niños y niñas de su clase sí hablan, pero no escuchan. Parecen muñecos de trapo en sus pupitres. Como esos maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa. Un recuerdo fugaz empieza a rondar su cabeza, como una peonza dando vueltas a su alrededor. El sonido de un golpe (una bofetada, o tal vez un puñetazo) y alguien que cae al suelo y no puede levantarse. En realidad sí puede, pero no se atreve a hacerlo.  Porque teme que, a continuación, llegué otro golpe que la vuelva a tumbar de nuevo. Pero ese efímero recuerdo viene acompañado de un esperanzador pensamiento que le dice que no hay que tener miedo, que hay que ser valientes y levantarse y luchar. Y no callarse como hace mamá. Y como hace ella.

     La niña que no habla sabe que acaba de aprender algo, aunque todavía no alcanza a comprender qué. Pero intuye que esa lección les ofrecerá enseñanzas nuevas cada día. Y les devolverá las ganas, la esperanza y la ilusión…

 

Juanma  

martes, 25 de junio de 2019

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

—¡Cuánto tiempo sin pasar un rato contigo! —dice Elena con los labios algo morados y entumecidos del frío, aplastando la colilla de un cigarrillo rubio bajo la suela de sus zapatillas blancas. Iker tuerce la boca y guiña un ojo, mientras las sombras del atardecer se alargan y el día se desvanece a cuentagotas.
     —Creía que este año habías dejado de fumar. ¿O es que no te atreviste con ese anuncio de acupuntura oriental del que tanto hablabas? —pregunta Iker, con esa mirada suya tan pícara como condescendiente. El mismo jersey negro que ayudó a destacar sus ojos verdes por encima de las multitudes en los años de la universidad.
     —Lo intente, Iker, en serio. Como cuando me autoconvencía de hacer dieta después de cada Navidad para poder volver a ponerme la camiseta azul de David Bowie de la época del instituto… y al final acababa haciéndome un revuelto de helado de vainilla con Emanem´s.
     —Decíamos que teníamos examen y terminábamos en La Vía Láctea
     —Cantando y bailando siempre…
   —Escuchando a Placebo, hasta las trancas de cerveza y tequila. Y tú tenías la feliz idea de ponerte…
     —Aquella camiseta del mercadillo con la cara de un payaso sonriente que daba miedo a todo el mundo. Llegaste a pedírmela algún domingo. Y como amuleto para los exámenes.
     Iker sorbe un trago corto de un vino peleón con demasiado recelo, aunque siempre fuese el primero en ridiculizar aquellos paladares exquisitos que encontraban en un sorbo de una botella cara cierto regusto a madera, a canela, a pino, a frutas de bosque o a cristo bendito. Cuando recordaba su paso por la vida universitaria, entre cigarros de la risa, whisky barato, perfume a lavanda, a incienso y a café, fiestas llenas a partes iguales de chuloputas engominados con la nariz empolvada e intelectuales enamorados de las entrañas de los ordenadores; revistas de rock´and´roll, el futuro abierto como una herida por donde entra el cielo en el cráneo, la juventud ardiendo como un ascua de plenitud en los pulmones, los bailes en El Penta, las madrugadas deshojando minutos en vinilos que ahora costarían medio riñón en E-bay… La vida se había vuelto un juego de ajedrez bastante más complicado que un simple coqueteo entre reinas y peones.
     —¿Sigues pues con la nicotina a vueltas? Como una tatuadora heavy de California o algo así.
     Iker revuelve cariñosamente el pelo color fuego de Elena, su cara de niña traviesa con insomnio, turbada por la prisa de los años, pero con la inocencia atada a sus hoyuelos.
     —Si, ya sabes. Cuando mi hermana lo dejó intenté motivarme, ponerme esos jodidos parches o apuntarme a ese gimnasio tan noventero que hay en mi barrio peeeeero…Ya sabes, siempre reponen de madrugada alguna película de Tarantino, siempre me apetece un café muy cargado a deshoras… Y después está el trabajo que me pone de los malditos nervios.
     —Siempre has tenido las excusas imperfectas para los momentos perfectos, Elena.
     —Bueno, hay que tener el as para matar el tres, decía mi abuelo. Para sobrevivir en este mundo de pirañas.
     Se pone el sol, de color óxido, y caen el día y el apetito como telones descoloridos por detrás de los tejados de las fábricas. A un centenar de metros, en un tugurio de mala muerte, una prostituta escupe en el lavabo porque el speed hace que le pique horriblemente la garganta, y la noche es un animal de caza ya despierto; a la vuelta de la esquina, un anciano hojea, nostálgico, periódicos amarillos de hace dos vidas; un mimo sonríe tras su pintura blanca, en el mismo silencio callejero perpetuo que llena luego una banda de saxofonistas tiñendo la avenida de jazz; un cuervo se precipita a volar desde un maldito rascacielos; un McDonalds abre sus puertas y un adolescente surcado de acné garabatea en su interior la firma de su primer contrato remunerado, mientras su padre, en el otro extremo de la ciudad, se limpia las lágrimas del rostro y baja a beber un trago al bar, y su madre se lava con vodka las penas por dentro, y sonríen cuatro jóvenes en el flash de una foto, y un florista vende su último ramo de la tarde, pone el cartel de cerrado y se pregunta por qué coño las flores no vivirán para siempre.
     —¿Y has tenido la brillante idea de volver a traerme un tulipán? —pregunta Elena a bocajarro.
     —No seas quisquillosa. Los dos sabemos, sobre todo desde que saliste con el tarado de Ismael, que es tu favorita.
     —Lo es, pero no hace falta que todos los años me traigas uno.
     —Claro que si…Para una vez que nos vemos me apetece traerte algo. Ya sabes lo difícil que es venir hasta aquí y en el almacén me explotan como a una mula de carga. Necesito unas vacaciones. Necesito fiesta. Necesito bailes, mojitos, drogas blandas y estrellas fugaces en el capó del coche más viejo del mundo.
     —¿Eso no me suena idéntico a cierta cantinela del verano del noventa y cinco?
     —Si, pero en aquellos tiempos no teníamos dinero para cócteles. 
     —No, pero nos bastaba con una litrona barata. Sí, los tiempos buenos, los cojonudos de verdad, al final, no requieren de demasiadas cosas.
     —Es cierto. Ahora echo de menos tu salsa barbacoa, las palomitas y las maratones de cine hasta las tantas. Por cierto, Ismael ha cambiado de trabajo, ahora es repartidor de publicidad de una empresa de comida rápida, y al atardecer solemos ir a correr juntos por la ciudad. Es el mejor momento del día.
     —Voy a encender otro cigarro antes de irme —comenta Elena cambiando de tema.
     Iker sonríe, apacible, la piel de un moreno melancólico de sol. El ocaso ya puesto de rodillas y relamiendo los últimos restos diurnos de luz.
     —¿Qué tal te van las cosas con ella?
     —La verdad es que genial —contesta Iker— Pasó una racha espantosa cuando falleció su madre, fueron unos meses de mierda. Pero ahora está muy contenta, escribe para una revista ecologista en su tiempo libre. Sigo enamorada de ella como un niñato de instituto.
     Elena suelta el humo como quien se desprende de lastre.
     —Siempre me cayó genial Marta. Es una chica que gana cuanto más la conoces. Parecía tan tímida, con esos ojos tristes y esa sonrisa lánguida, y sin embargo luego te soltaba esas barbaridades ácidas y desternillantes sobre los reptilianos, la cienciología y la secta de Charles Manson. Tiene grandes virtudes, además de ser la mejor cocinera a lo largo y ancho del universo.
     —Lo sé. Ella también te aprecia mucho, Elena. Miramos muchas veces juntos la cajita de fotos de los noventa.
     Elena sonríe, con abierta ternura, y se quita un mechón pelirrojo de la frente.
     —No seáis tontos y malgastéis vuestro valioso tiempo añorando a esta vieja loca. Una, por desgracia, no puede quedarse a vivir en las viejas fotografías.
     Elena suelta una calada espesa, sujetando el cigarro con temblor en las manos. Iker le da un abrazo cálido, enorme, con ese amor incondicional y sin grietas que suelda con estaño la amistad verdadera.
     —Tienes que dejar de fumar. No seas cabezota. Cuando no me haces caso, pasan cosas como aquello del año noventa y ocho.
     —No hace falta que me lo recuerdes. Hay cosas que es mejor… —Se le quiebra la voz antes de terminar la frase. Unos cuervos graznan y Elena aplasta de nuevo el espejismo ya sin humo del último cigarro. Una lágrima solitaria serpentea su mejilla izquierda.
     —Ya es casi de noche, Iker, deberías irte. Tienes que dormir y curar esas ojeras.
     —Me quedaría aquí contigo mil años. Bailando hasta el amanecer como en aquellos maravillosos años noventa.
     —No puedes, cariño. A mí también me encantaría, pero basta con que vengas a verme. Pese a todo lo que pasó, siempre serás mi…
     —Lo sé, Elena; lo sé. Ambos lo sabemos —Suspira mientras le seca la lágrima de la mejilla con el dedo—. A ver cuánto te dura este tulipán.
     —Un par de semanas, como siempre. Pero forma parte del encanto que tienen las flores, ¿verdad?  ¿Nos vemos el año que viene?
     —Igual vengo antes, en Navidad, si consigo unos días de vacaciones…
     —Te quiero Iker. Sé feliz.
     —Yo también te quiero, Elena. Y hazme caso y deja de fumar como un maldito carretero.
   —¡Oh capitán, mi capitán! —dice subiéndose a un banco y emulando esa maravillosa escena de 'El Club de los Poetas Muertos— Veré lo que puedo hacer. 

Iker deja el hermoso tulipán sobre aquel cuadrilátero de piedra, aquel trocito de tierra y de mundo con su desangelada inscripción: Elena Martín (1973-1998). Y echa a andar, nudo en la garganta, melena al viento, hacia la puesta de sol. Con una tonelada de recuerdos a cuestas. Un año más.


Juanma – 10 – Octubre - 2014    








lunes, 1 de abril de 2019

DESDE IRLANDA


Inés me ha escrito una carta desde Irlanda:
tres folios donde repite lluvia nueve veces
y verde diecisiete. (las he contado).
También dice que me echa de menos
y que quizás regrese para julio,
en vacaciones, a pasar unos días.

Mientras me deleito con su dulce caligrafía
la he recordado recostada sobre mi pecho,
con el tacto de su piel inventándose atajos
para llevarnos a paraísos inimaginables.

Me he detenido en un párrafo a mitad de carta:
“A veces me miro en el espejo
y creo que no me reconozco,
ni encuentro aquello que decías ver;
no imaginas cuánto me añoro
desde que no me miras”

También me ha enviado una foto,
su sonrisa a lo Audrey Hepburn
me ha desarmado, como siempre.
No recuerdo haberla visto nunca tan abrigada,
ni tener jamás tantas ganas de desnudarla.
Ni siquiera aquella vez (la primera),
en que estaba tan feliz y nervioso
que mis torpes manos parecían de lluvia
y su piel un charco sobre la acera.

En el reverso me habla del paisaje del fondo
(Los Acantilados de Moher)
“Cuando hace mucho viento
dan ganas de convertirte en cometa;
es bello y peligroso como amarte
en rincones secretos y escondidos”.

Mientras releía sus palabras
mi dedo recorría su silueta,
como si la nostalgia se pudiera
borrar de un plumazo
a través de los recuerdos.

“Aquí el tiempo pasa demasiado lento,
como en una clase de física y química;
cada vez que veo un barco grito tu nombre,
imagínate con las estrellas fugaces”.

Casi al final del tercer folio
dibuja un corazón coloreado con esmero,
decorado con nuestras iniciales,
como un tatuaje en el tiempo
como un amor para siempre.

"Recordarte no te trae de vuelta
pero me hace olvidar que te has ido",
escribo en la primera frase
de mi carta de respuesta.

Me sorprendo sonriendo mientras lleno
de palabras unas hojas en blanco.
“Ni la felicidad hace preguntas
ni la tristeza conoce las respuestas”,
continúo mientras el jodido silencio
parece un eco devolviéndome su nombre.

“Algunas tardes paso por tu calle;
sin ti parece que haya habido una batalla
o que la haya devorado un desierto”.
Te hablo del amor con pasión,
un poco del olvido con temor
y concluyo con una frase que no es mía;
“El primer amor es para siempre,
porque si no es para siempre
nunca fue el primer amor”.

Juanma - 31 - Marzo - 2019









viernes, 26 de octubre de 2018

VIAJE ENTRE LAS RUINAS Y FANTASMAS DE BELCHITE

Belchite, martes 24 de julio de 2018

     Son las 22:00 horas cuando se abre el portón de madera situado en el Arco de la Villa, actualmente la única entrada al pueblo, y en un silencio casi sepulcral accedemos al interior una decena de personas. Hasta hace pocos años los visitantes podían entrar por cualquier punto y caminar a sus anchas entre las ruinas, pero debido a los saqueos y actos de vandalismo producidos, y también en prevención de posibles accidentes, el ayuntamiento decidió vallar el pueblo en su totalidad y tapiar la entrada. Tras la restauración de algunos edificios, la completa rehabilitación del Arco de la Villa y la instalación en ella de los servicios de recepción e información turística, se decidió poner en marcha un servicio de visitas guiadas para los turistas: una diurna a las 12:00 del mediodía donde se explica la historia del pueblo y, sobre todo, los sucesos de la famosa batalla de Belchite acaecida entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937 en el transcurso de la Guerra Civil, y donde murieron cerca de 6.000 personas entre soldados de ambos bandos y habitantes del pueblo; y otra excursión nocturna a las 22:00 más centrada en los diferentes sucesos paranormales acontecidos entre sus calles y en algunos de sus edificios e iglesias más emblemáticos.
     Habíamos llegado sobre las 19:00 de la tarde y antes de ir a nuestro hotel situado en el nuevo Belchite, a solo unos metros del pueblo viejo, decidimos echar un primer vistazo a las ruinas desde el exterior. Ya al acercarte al lugar se nota en el ambiente una sensación extraña. Hay un silencio inquietante, una calma tensa, donde no se escucha ningún sonido, salvo nuestras pisadas sobre las piedras del camino, ni se ve animal o pájaro alguno en los alrededores o sobrevolando el lugar. Incluso desde fuera el sitio impresiona: la desolación de los edificios derribados, los restos de sus muros, columnas y torres que aún se recortan en el horizonte como viejas osamentas fruto de la barbarie humana de la que antaño fueron testigos, y hoy narradores silenciosos. Pero esa primera impresión fue tan solo un aperitivo de lo que nos íbamos a encontrar cuando 3 horas más tarde cruzábamos el umbral de la puerta del Arco tras Carlota, la que iba a ser nuestra guía en aquella ruta nocturna.
     Justo tras la arcada se extendía ante nosotros la Calle Mayor, una larga travesía que se perdía en la distancia. A izquierda y derecha, casas en ruinas y llenas de escombros pero que, gracias a ser de mejor construcción, junto al hecho de que se apoyen en el sólido Arco de La Villa, son las únicas casas de esa zona que aún conservan la fachada y se mantienen en pie en la actualidad. Según avanza la calle, las casas van estando en peor estado hasta que de las últimas no se conserva prácticamente nada. Está anocheciendo y esa primera imagen casi espectral, junto al silencio y una luna casi llena iluminando las ruinas, queda grabada en mi retina. Todo el mundo que lo ha visitado comenta que siente algo raro al entrar en Belchite, y supongo que esas sensaciones serán más intensas cuanto más sensible sea la persona, habiendo gente que ha tenido incluso que dejar la visita e irse debido a la angustia que el lugar les provocaba. No es que tuviera yo una impresión tan desagradable, pero lo cierto es que parece que allí haya una frontera, un umbral que al ser cruzado te transporta a otro sitio… u otro tiempo. Se nota, casi puede palparse, una energía extraña, diferente a la que puede experimentarse tan solo unos metros más atrás. Cada persona tiene sensaciones diferentes y, en mi caso, no sé si podré ser capaz de expresar con palabras lo que allí sentí porque son emociones propias y, en el ambiente agónico de aquel entorno, no puedo afirmar que sean del todo objetivas. Pero sí es cierto que una energía especial, como una densa niebla, se nota nada más llegar, y yo no la percibí, al menos en aquellos primeros metros, como inquietante o peligrosa, sino más bien como una impregnación de tristeza y desazón, como si entre aquellos muros hubiera quedado atrapado todo el sufrimiento y dolor de sus habitantes y aún reverberaran los ecos de tanta desolación.
     Mientras avanzábamos por la calle y Carlota nos preguntaba por las razones que nos habían llevado a querer conocer Belchite de noche y nos iba empezando a narrar anécdotas de las visitas de Cuarto Milenio y otros programas de investigación, los restos del pueblo se levantaban a nuestro alrededor como esqueletos decrépitos saludando a la noche. La presencia de la luna casi llena nos vino bien, pues hizo que pudiéramos caminar sin llevar todo el rato las linternas encendidas, que eran un excelente reclamo para una legión de mosquitos que, pese a todo, nos dejaron huella para varios días.
     Continuamos nuestra ruta sin parar de hacer fotos a diestro y siniestro, esperando encontrarnos después con alguna “sorpresa” al revisarlas. Nuestra siguiente parada fue en la confluencia de las calles Mayor y Sagasta. En la casa que había situada justo en dicha esquina vivían dos hermanas solteras, Paulina y Antonia. Un cañonazo derribó parte de la casa y murieron en el interior. Hoy tan solo quedan unos cuantos ladrillos como recuerdo de la vivienda. Aquí nos detuvimos, como decía, pues Carlota quería contarnos unas cuantas anécdotas relacionadas con las hermanas. Una noche, tres décadas atrás, durante el rodaje de la película "Las aventuras del barón Munchausen" de Terry Gilliam, uno de los moembros de los Monty Phyton, y que se filmó casi por completo en la localidad aragonesa, un vigilante de seguridad al acercarse a dicha esquina vio a dos señoras que caminaban por allí. Las llamó, aunque no le hicieron ningún caso. Entonces decidió seguirlas calle abajo hasta el Convento de San Agustín, donde al parecer se dirigían. Cuando llegó allí vio a su compañero, que se encontraba en aquella otra zona vigilando, y al preguntarle por las dos señoras que caminaban en su dirección este respondió diciendo que llevaba bastante tiempo sin moverse de allí y no había visto venir ni pasar a nadie. No volvieron a ver a dichas señoras en toda la noche, pese a que buscaron y miraron por todo el pueblo. Tiempo después, un pintor que visitó las ruinas y decidió plasmar algunas imágenes del pueblo en sus lienzos, realizó uno justo sobre las ruinas de la casa de las hermanas. Delante de la fachada dibujó a dos señoras. Cuando más adelante le preguntaron por qué había pintado a esas dos mujeres o si conocía algo de la historia de aquella casa respondió que no, pero que al encontrarse mirando hacia ese lugar tuvo una visión de esas dos señoras delante de la casa y sintió como que algo le empujaba a pintar ese cuadro. Carlota nos enseñó una fotografía del retrato que tenía en su teléfono, pero, aunque he buscado por todo internet, e incluso solicité a la oficina de turismo de Belchite si podían facilitarme una copia o darme información sobre dónde conseguirla, no lo he logrado. Antes de seguir adelante, otro apunte sobre el rodaje de “Las aventuras del barón Munchausen”: durante todo el rodaje no pararon de suceder fenómenos extraños; partes del decorado que desaparecían o aparecían caídas o cambiadas de sitio, extrañas luces que surgían de la nada en la noche, apariciones fantasmales… Varios miembros del equipo, y el propio Terry Gilliam, fueron testigos de ello.
     Tras dejar atrás la casa de Antonia y Paulina, no sin antes volverme para echar unas cuantas fotografías del lugar con la esperanza de que las dos mujeres quisieran dar fe de la veracidad de la historia apareciendo en alguna de ellas, seguimos el camino por la Calle Mayor. Nuestra siguiente parada fue “El Trujal”, antiguamente una especie de molino donde había una prensa para exprimir la cosecha de aceituna y obtener así el aceite. En el pozo donde se guardaba el preciado líquido, durante la batalla de 1937 fueron arrojados al pozo más de cien cuerpos haciendo del lugar una macabra fosa común. Se cuenta que eran soldados nacionales quienes fueron enterrados allí por el bando republicano, pero según recordaban algunos testigos, allí se arrojaron soldados de ambos frentes y también niños y habitantes del pueblo, muchos de ellos aún vivos y malheridos que sufrirían una larga agonía hacinados hasta el momento de su muerte. En el lugar hizo Franco después de la guerra un monumento a los Caídos (de su bando) y un mausoleo donde se grabaron los nombres de algunos de los militares más importantes o de las personas más pudientes del pueblo que allí perecieron. Y, desde entonces, es aquel uno de los lugares más inquietantes y donde han sucedido algunos de los sucesos más extraños. Allí se centró parte de un especial del programa de misterio “Cuarto Milenio” donde el investigador Iker Jiménez y su equipo se dieron de bruces con fenómenos paranormales. Una colaboradora habitual del programa, la médium y parapsicóloga Paloma Navarrete, se resistió a entrar en el recinto, cosa que nunca había hecho antes en ningún otro lugar durante todos sus años de profesional. Explicaba que la energía que había allí dentro era terrible, que olía a sangre y pólvora, que los escalones del suelo estaban llenos de cadáveres y que algunas presencias querían echarla de allí. Mientras nos contaba esto, Carlota nos animaba a dejar nuestros teléfonos y grabadoras en una piedra junto al trujal para ver si captaban algo, puesto que en ese mismo lugar se han grabado psicofonías de un niño gritando. También nos explicaba que aquello sería posible siempre que los aparatos no dejasen de funcionar, ya que hay allí un fuerte campo electromagnético que impide que estos funcionen con normalidad. Ya sea como consecuencia de ese campo electromagnético u otras razones inexplicables o paranormales, lo cierto es que a más de uno de los presentes se les descargó toda la batería de sus cámaras digitales, teniéndola cargada al máximo solo unos minutos antes, y a mí dejó de funcionarme el flash de mi smartphone, volviendo a hacerlo sin problemas nada más salir del inquietante lugar.
     De ahí seguimos nuestro recorrido hasta llegar a la Plaza Vieja, donde volvemos a detenernos. Allí hay otros 3 lugares de interés: la casa de “la Domi”, la Torre del Reloj y una gran Cruz de Hierro. La casa de “la Domi”, que se encuentra en la esquina de la Calle Mayor que acabamos de dejar atrás, era, al inicio de la guerra, la mejor de todo Belchite. En sus pisos se alojaba una familia adinerada y de buena posición social, la familia de Dominica Fanlo, y en sus bajos había un comercio de tejidos. Durante la guerra alojó la Jefatura de la Falange y también hizo las veces de hospital. Era una casa de cinco plantas, enorme para una vivienda de un pueblo de aquella época. Ahora apenas quedan los restos de un par de plantas. Un poco más adelante y a nuestra izquierda encontramos la torre del Reloj, que es lo único que se mantiene en pie de la antigua iglesia de San Juan. Es este también un lugar un tanto extraño, con esa torre levantándose solitaria como un dedo acusador que señalara al cielo. Según nos cuenta nuestra guía, en el interior de esta iglesia se encontraron los esqueletos de lo que se cree fueron algunas monjas, emparedados entre un par de tabiques. Frente a la torre, y en un descampado que fue un día la Plaza Vieja, se levanta una gran cruz de hierro forjado que realizaron dos prisioneros catalanes apellidados Balaguer y que fue inaugurada en 1944. Fue levantada por el régimen de Franco y es gemela a otra ubicada en el santuario de Santa María de la Cabeza, en Andújar, Jaén. En ese punto se quemó durante la famosa batalla una enorme montaña de cadáveres, ya que no había dónde enterrarlos y estos se descomponían en las calles bajo el abrasador sol de aquel agosto aragonés. Cuentan que la grasa de los cadáveres quemados formó un riachuelo que descendió la pequeña pendiente y allí fue a juntarse en la calle con otro torrente de sangre que provenía de otra montaña de muertos apilados en otro lugar.
     Siguiendo nuestra ruta, nos encaminamos a la Iglesia de San Martín de Tours, quizá el más misterioso e inquietante rincón de Belchite. La iglesia, como todo, se encuentra en ruinas y pésimas condiciones, aunque de las iglesias del pueblo es la que en mejor estado se conserva. Aquí encontramos grabada con pintura en una de las antiguas puertas de entrada la famosa jotilla de Natalio Baquero, un octogenario nacido en mitad de la cruenta batalla y uno de sus últimos supervivientes, que dice así:

“Pueblo viejo de Belchite,
ya no te rondan zagales,
ya no se oirán las jotas
que cantaban nuestros padres”

     La iglesia tiene también escrita con sangre su propia historia negra, ya que en su interior murieron decenas de inocentes, sobre todo niños, mujeres y ancianos que se habían refugiado en su interior huyendo de la sangrienta batalla que ya se desarrollaba calle por calle, e incluso casa por casa. Una bomba destruyó el tejado y las piedras cayeron sobre los inocentes allí refugiados, produciéndose otra masacre. También los soldados del bando sublevado la utilizaron como punto estratégico y en la torre se refugiaron de los republicanos sus últimos soldados durante las horas finales del asedio, muriendo también bastantes de ellos. Aquí también se han producido bastantes fenómenos paranormales, como nos relata Carlota. En varias ocasiones, se ha visto a un niño deambular por entre los muros con una especie de luz, un candil según parece, en la mano. Uno de los que han presenciado la figura del niño fue Javier Campos, colaborador de Cuarto Milenio, que pasó una noche a solas y a oscuras dentro de la Iglesia. El interior de la capilla donde pernoctó es un sitio bastante inquietante, como si el ambiente estuviera más cargado o la energía fuese distinta. Imaginar estar allí en completa soledad y totalmente en silencio, envuelto por las tinieblas de la noche, y ver aparecer la figura de un niño entre las ruinas me puso los pelos de punta. También aquí, el periodista e investigador Carlos Bogdanich, junto a su equipo de Cuarta Dimensión, consiguió en el año 1986 algunas de las más espectaculares psicofonías grabadas en Belchite. Aparte de las más típicas de algunas voces humanas, las más impactantes son sin duda las del ruido de los cazas con hélice de la época surcando el cielo o el de los bombardeos y las nítidas explosiones de bombas, sonidos inexplicables recogidos en las grabadoras en el silencio de la noche. También el colaborador de Cuarto Milenio y médium, Aldo Linares, dijo que en aquella iglesia vio una figura encapuchada, como de un monje o monja, con una especie de tijeras en la mano, que le llamaba y decía que fuese con él. Comentaba que la sensación fue tan negativa y la presencia le dio tanto miedo que, por supuesto, no se atrevió a acercarse a la siniestra figura y después sintió nauseas y un fuerte dolor de cabeza que le hizo salir del lugar.
     Volvemos ahora atrás en nuestro recorrido para regresar a la esquina de las calles Mayor y Sagasta, donde se encontraba la casa de las hermanas Antonia y Paulina, y bajar por esta última calle hasta la Plaza del Convento, donde se encuentra la Iglesia de San Agustín, último de los lugares principales de nuestra ruta nocturna. En su interior también se han recogido grabaciones de voces y se han visto luces extrañas. El lugar me parece aún más inquietante y perturbador que los anteriores, incluso que la Iglesia de San Martín, sin saber explicar el porqué de tal sensación. No nos dejan acceder nada más que un par de metros en la entrada porque, según nos cuenta nuestra guía, los arcos están partidos y corren peligro de caerse o desprenderse algunas partes de ellos. El interior impresiona, allí debajo de todos aquellos arcos resquebrajados, parece estar uno en el interior de un enorme esqueleto, y me viene a la mente la imagen de las vértebras de una descomunal ballena. Al lado y a mano derecha hay un pasadizo o túnel oscuro sin puerta que parece descender hacia alguna cripta o sótano y que me produce un escalofrío y temor inexplicables. No me atrevo a acercarme, es como si uno pudiera intuir que hay algo malo, una especie de energía negativa que emana de su interior, algo que no quiere que estés allí. No he sentido nada igual en todo el recorrido, ni siquiera en el trujal o la iglesia de San Martín, y sin duda ha sido el momento más extraño de toda la noche (y mira que los ha habido) por esa inquietante sensación de agobio y mal rollo que os cuento y que no era entonces capaz de explicarme… ni soy ahora capaz de describir en toda su esencia. No sé si alguien más tuvo la misma sensación en aquel sitio o fue solo cosa mía, pues imagino que cada persona sintió cosas distintas en cada lugar. La experiencia es tan personal que estoy convencido de que cada visitante haría un relato parecido al de los demás, pero a la vez muy diferente. Yo recuerdo aún aquel momento mirando hacia esa especie de puerta y lo que hubiese tras su umbral, aquella sensación desagradable y de temor, y cómo se me erizó el vello de la nuca y se me puso la piel de gallina. Aún lo hace cada vez que pienso en ello.  Un apunte más sobre esta iglesia antes de marcharnos: en el exterior y en lo alto de una de las paredes de la torre puede verse aún un misil que quedó incrustado durante la batalla y que no llegó a explotar. Esperemos que nunca lo haga.
     Tras este último punto del recorrido, volvemos junto a Carlota, hacia al Arco de la Villa, para terminar nuestra ruta nocturna. Por el camino le formulamos preguntas y curiosidades, y le instamos a que nos cuente si acaso le han sucedido a ella fenómenos extraños o algún suceso paranormal durante sus innumerables marchas nocturnas. Nos comenta que ella al principio era escéptica a todo este tipo de historias, pero que ahora ya no lo era tanto después de tantos testimonios y ver “algunas cosas”. Tras haber pasado noches enteras allí, acompañando a grupos de investigadores que iban a hacer sus reportajes, ha podido escuchar algunas psicofonías espeluznantes que se han grabado, estando ella presente y siendo testigo del silencio absoluto que había en el lugar. Esto le ha hecho replantearse muchas cosas y no estar ya tan segura de que allí dentro no haya “algo más” que no somos capaces de comprender ni explicar. Y es que uno no sabe con certeza qué es lo que sucede allí dentro, pero sí que es consciente de estar caminando sobre un enorme cementerio. En cualquier lugar del pueblo, en cada calle que pisamos, en cada casa que miramos, hay personas muertas o enterradas. Hay incluso un Belchite subterráneo bajo nuestros pies, ya que durante la guerra los vecinos excavaron túneles que conectaban las diferentes casas como manera de poder comunicarse entre ellos y también como refugio. ¿Cuántos vecinos del pueblo morirían y tendrían su tumba también bajo sus propios hogares? Porque hablando de fallecidos, no solo hay que contar los casi 6.000 muertos de la batalla de la Guerra Civil, sino muchos más anteriormente, pues en el pasado hubo otras dos importantes batallas en el pueblo: una durante la Guerra de Independencia y otra durante las Guerras Carlistas, donde también murieron cientos o miles de soldados. Sin duda, es aquel un lugar que parecía estar predestinado a ser azotado por la tragedia hasta su total destrucción.
     Antes de salir y mientras apaga las luces de la oficina en la entrada y recoge sus cosas, Carlota nos pide por favor si alguno de nosotros sería tan amable de esperarla hasta que salga y cierre las puertas. Le da miedo quedarse sola. Nos quedamos a esperarla y ninguno hace ninguna broma al respecto. A cualquiera de nosotros también le daría miedo quedarse a oscuras y solo allí. Nos da las gracias y nos despide ya en el exterior, esperando que nos haya gustado la visita y deseándonos que disfrutemos al día siguiente de la ruta diurna. Nos vamos hacia el hotel pensando en todo lo que nos ha contado, pero sobre todo interiorizando la experiencia, curiosa e inquietante cuando menos, y las sensaciones, quizá diferentes para cada uno, pero muy íntimas y personales y que seguro no vamos a olvidar nunca. Como una tintura que se quedara adherida a tu piel, al igual que la muerte, el dolor y el sufrimiento parecen haberse quedado pegados al suelo y las paredes de las calles de Belchite.

     Por último, abajo os dejo una selección de algunas de las fotografías que hicimos, tanto en la ruta nocturna como en la diurna del día siguiente.


Juanma Nova García