Un círculo de piedras, mágico y perfecto, se erguía solitario en mitad de un claro de aquel bosque primigenio, oscuro y frondoso; tachonado como una alfombra de árboles que nadie conocía y nunca ninguno de nosotros había contemplado; con troncos de un oscuro tan negro como el ojo de una galaxia, dantescas ramas como brazos de huracán y enormes copas de hojas color verde esmeralda.

Cuando llegó la medianoche, el momento señalado y esperado, el anciano alzó a la inmensidad su instrumento y comenzó a tocar música prohibida desde hacía milenios. El resto escuchábamos en respetuoso silencio; y a medida que la bella melodía tanto tiempo encarcelada recobraba su libertad y tomaba forma, cada uno comenzamos a agregar a su sonido nuevas e improvisadas notas, incorporando a la canción nuestra propia juventud y fortaleza, componiendo así una única e indivisible partitura infinita, vestida de miríadas de sensaciones indescriptibles.
Permanecimos con los ojos cerrados en todo momento, abriendo la mente y todos nuestros sentidos hacia esos cantos místicos que estaban naciendo aquella noche, cual Ave Fénix de sus cenizas. Podíamos saborear las notas, paladear el ritmo, oler el aroma de cada acorde; podíamos incluso escuchar el latido del silencio del bosque, de la noche llena de magia y espiritualidad, de la naturaleza en el vaivén de las ondas que reverberaba en el aire inmaculado. Todos nuestros sentidos y nuestros sentimientos y emociones ocultas se habían abierto a la pureza y navegaban ahora a lomos de la cresta de las olas de aquel océano de hermosas sinfonías, a la vez abstractas y armoniosas.
Juanma - 16 - Abril - 2015
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