¿No os sucede que hay días, a veces semanas enteras, en los que parece que se percibe como una especie de brecha resquebrajando el tiempo? No me refiero al meteorológico, claro está, con sus aburridos anticiclones, sus pesadas borrascas y sus indescifrables isobaras; sino al del tictac, al de los relojes, al intento superfluo y vano de los prepotentes humanos de querer poner muescas en el aire, de intentar contabilizar aquello que, en el fondo, es incontable. De soñar con conquistar aquello que, por suerte o por desgracia, es inconquistable: el tiempo.

Los huidizos y buenos tiempos... aquellos veranos de travesuras, con un pie haciendo huella en el cemento recién echado de las aceras, llamando en la hora de la siesta a los telefonillos de las casas de las vecinas que me caían mal, riendo como si la risa fuese eterna y no tuviera fecha de caducidad. De aquellos lodos también han sobrevivido algunos barros, de aquellos huecos aún queda también alguna cáscara; llena de oxígeno, de intemperie, de lazos de sangre. De cosmética inútil para intentar engañar a las arrugas del tiempo. Y de las cervezas que, pocos años después, me mimaban el paladar en el patio del rock and roll. La gente que más habla de ello, es la que menos sabe. Como suele suceder casi siempre. Ellos no lo pueden entender. No lo presenciaron. No fueron partícipes. Definitivamente, no estuvieron allí. Y, por más que se empeñen ahora, no les quedan primaveras ni cofres del tesoro para el futuro, tan sólo recuerdos ahogados de olvido. Todas las madrugadas, antes de iniciar ese pausado y sutil simulacro de convencer al sueño para que venga y me recoja, tirito de nostalgia al recordar el acordeón de la luna de mi niñez, un acordeón imaginario (esta vez sí) que reencarnaba a un alegre y divertido arlequín coleccionista de los subconscientes amorosos de mi conciencia, Hay noches febriles en las que el colchón parece un océano que me acuna, un déjà-vu inquietante que me encharca los tímpanos de lamentos, de susurros, de aullidos de los lobos de otras lunas. De los extraños ungüentos y pócimas que supuran y burbujean en los calderos de mi aquelarre particular. La luna y sus ojos selenitas, que siempre se ponen de eclipse cuando arrecian las pesadillas. El mañana que llega, cuando no se necesita. El hoy que se escapa, cuando más falta hace. Observando la marea que engulle la arena de mi playa. Y aún hoy, el hada del espejo de mi cuarto me sigue sacando los colores con sus hermosos hoyuelos y su voz de cuentacuentos.
¿Sabéis una cosa? El pasado es un afilado péndulo que oscila sin cesar, incansable como ese reloj de cuco que cada uno de nosotros porta en su corazón. Y ese tic-tac, tic-tac, tic-tac que no da tregua y nos recuerda que viajamos a la deriva, nos desconsuela. Pero el tiempo también se puede disecar. ¿Cómo lo consigo yo? Cojo una piedra redonda y pulida o la corteza de un árbol muerto, también sirve una caracola de mar; y le pongo encima unas gotas de mi sangre. Tampoco es necesario abrirte las venas. Entonces cierro los ojos y tarareo en mi memoria alguna canción que de niño me hizo feliz. Y me llevo su melodía a mis sueños. Entonces soy capaz de escucharme a mi mismo. El reloj se detiene y, por un fugaz instante que brilla tanto que parece eterno, puedo ver por esa grieta el alma del universo.