Tuvo un sueño extraño, como tantas y tantas noches, en el que se levantaba de la cama y se miraba al espejo.
Notaba como arena en la boca y todos los dientes se le caían. Primero despacio, de uno en
uno, casi como si fuesen de cristal. Y después sentía cómo se le iban desprendiendo los demás. Se le caían demasiados, cerca de cien, más de los que tenía, sin que entendiera cómo eso podía ser posible; a continuación los escupía en el lavabo con asco y asombro, y sin embargo nunca era el
fin del mundo. Sintió una especie de zarandeo y despertó.

Se metió en la bañera para darse una ducha, intentando cantar alguna canción que recordara. Seguía sin poder entender hacia qué extraño mundo se
había fugado su reflejo, preguntándose si podía uno sentirse completo
cuando aquella persona que habitaba dentro de ti mismo había decidido abandonarte.
Apenas una semana después se dio cuenta de que se había
perdido, que en algún lugar y algún momento de sus últimos días se había extraviado. Que tal vez era lo
que no era, o que quizás ya no era lo que era o, en última instancia, que no
sabía qué diablos era ahora, ni dónde ni cuándo estaba. Dudó: ¿estaría ése, su otro
yo, pensando en aquel mismo momento aquellas mismas cosas? Decidió que no, que aquello era imposible, que estaba desvariando, que como mucho aquel otro estaría ya tomando decisiones para cambiar las cosas, que seguro que no miraba hacia atrás como él y que, de
hecho, tal vez fuera esa la razón de que se hubiera marchado. Se sintió solo y cruelmente abandonado. Sintió algo parecido a la envidia. En aquel instante, casi hubiera preferido que de verdad se le cayeran
los dientes.
Intentó simular que no pasaba nada, que aquello no iba con él, que no le importaba. Pero, ¿cómo podía no importarle?
Cuando se cumplieron otras tres noches más de sueños encriptados decidió salir a
buscarse. En los bares. En los restaurantes. En las bibliotecas. En los parques. En las calles. En los diarios que escribieron cuando aún tenía
reflejo. Pero no estaba.
El espejo se volvió mudo, ciego e insensible.
Una noche mientras paseaba, ya de madrugada, creyó ver en las pupilas de alguien una
boca. Una boca que se movía de manera familiar, y que al instante reconoció como propia; y detrás
nada. ¿Podía imaginarse? Sólo una boca flotando en las pupilas de alguien, pero algo era algo; y en aquellas circunstancias algo era mucho, y mucho era demasiado Volvió a casa radiante y feliz. Y al día siguiente, en los
ojos de una muchacha que había amado, descubrió que no había sólo una
boca, sino su propia mirada. Y de aquella manera tan asombrosa fue reapareciendo, poco a poco, entre los
párpados de aquellos que conocía o con los que se encontraba: una amiga de la infancia tenía una oreja, otra los dientes (por suerte no se le habían caído), un vecino los pómulos, su compañera de trabajo las pestañas. Fue coleccionando mentalmente los fragmentos, y
volvió a conseguir algo remotamente parecido a un reflejo. No era mucho,
era tan sólo el esbozo de un recuerdo triste. No obstante, consiguió volver a dormir.
A la mañana siguiente intentó algo nuevo: probó a sonreír.
Su sonrisa, ya casi no la recordaba, apareció como por arte de magia, estaba ahí detrás. Detrás de
todo... aunque delante de nada. Un poco tenue, casi etérea, pero sí, parecía la
suya, a todo color, con sus labios carnosos y todo. Su sonrisa perdida... por fin ahí estaba. Le vino a la memoria un recuerdo de hacía mucho tiempo, cuando una novia que tuvo le dijo que
él era como el gato de Cheshire y su sonrisa, la misma del gato.
Y probó de nuevo a sonreír. Y comprendió que nunca debió de
dejar de hacerlo y que, de ahí en adelante, jamás dejaría pasar ni un
sólo día más de toda su vida sin regalar una sonrisa a alguien...
Juanma - 9 - Noviembre - 2011
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