“Lo noto más relajado y tranquilo, querido amigo.
Sin duda, la noche de descanso le ha aconsejado bien…
¿Cómo?
¿Qué apenas ha dormido?... ¡Vaya! ¡No sabe cuánto lo lamento!... Debí suponer
que tantas informaciones de golpe, tantas revelaciones, tantas respuestas
halladas y tantas preguntas aún por encontrar, quitarían el sueño a cualquier…
humano. Nosotros, en cambio, no tenemos tal problema. Dormimos como troncos, si
me permite utilizar esa expresión tan vulgar. Cuando nos vamos a descansar, lo
hacemos a conciencia. No nos turban esas mundanas preocupaciones y absurdas
obnubilaciones que nublan y atormentan las mentes y sueños de los mortales. Ese
divagar en vacuos recuerdos o pensamientos, ese pueril y estéril intento de
organizar al detalle el día de mañana y lo que vendrá, ese incesante
arrepentimiento por los errores del pasado y el dar vueltas a asuntos que ya no
tienen arreglo y a tiempos que no volverán… ¡Ay, qué desdichados son ustedes a
veces! ¡Qué superficiales y profundos al mismo tiempo!
Ya me
pongo a divagar de nuevo… Como ve, cada uno tenemos nuestros errores y
virtudes. Pero, como le decía, le noto más relajado. Y, si no se debe al
reposo, debo entender que es producto de una mayor confianza hacia mi vampírica
persona. Eso está bien, es señal de que empezamos a conocernos… y debe confiar
en mí. No le queda otra, claro está. Aunque ya le he asegurado que no tengo la
menor intención de hacerle ningún daño. Así que sentémonos, ponga en marcha ese
artilugio del demonio y continuemos con mi relato…
Tras las
pesadillas, desperté tumbado sobre el suelo pedregoso de aquella cueva. No
podría asegurar si habían transcurrido minutos, horas o días de mi estado de
sueño o letargo. El fuego estaba apagado y el viento que se colaba sin
compasión en la galería era glacial. Sin embargo, no tenía frío. Aquella
sensación térmica que afectaba a mi cuerpo mortal, había desaparecido.
Arkanti
también se había esfumado. Pero podía notar su olor a mi alrededor, como ecos
de su presencia reverberando en el aire gélido: una mezcla de sangre, semen,
humedad y almizcle. Caí en la cuenta de que todos mis sentidos humanos se
habían agudizado de manera ostensible: era capaz de diferenciar mil aromas
distintos de mi antiguo mundo y otros tantos aún desconocidos para mí, y saber,
al mismo tiempo, el punto exacto de su origen y procedencia; el oído me avisaba
de multitud de sonidos a mi alrededor que pareciera tener dentro de la mente,
seres reptando o arrastrándose por el suelo, una gota de agua resbalando por la
pared, el susurro de voces en el viento y lamentos entre las sombras; mi vista
también era más aguda y escudriñaba seres ocultos en las tinieblas, formas
invisibles y terroríficas, colores más espantosos que el mismísimo arco iris del
infierno…
¡Oh,
aquello era maravilloso! ¡Sensaciones inauditas para el ser humano! Ahora ya me
he acostumbrado, pero aquel primer momento… Fue un renacimiento, como descubrir
un universo mágico agazapado debajo de aquel otro tan triste y lánguido que yo
había conocido como humano. Tan real y vívido como un súbito despertar. Onírico,
como una pesadilla inquietante y terrorífica, se movía a mi alrededor como las
ondas refulgentes de un estanque que reptan hasta la orilla. Me sentía tan vivo
y despierto e inconmensurablemente feliz… ¡Era como tener un nuevo cuerpo,
Víctor! ¡Un cuerpo cien veces más hermoso, fascinante y poderoso que el
anterior!
¡Y tenía
hambre! ¿O sería más correcto decir sed? Quizá usted no pueda entenderme sin
conocer la sensación… Era hambre; pero no de algo sólido. Y no era sed; aunque,
sin embargo, lo que mi cuerpo necesitaba para saciarse era un líquido elemento.
¡Sangre! ¡Necesitaba sangre! Pero no me urgía como en mi anterior vida mortal.
No era sangre por deleite, por lujuria o por sádica perversión. Era algo más:
una necesidad acuciante, un elixir para aquella nueva existencia. ¡Alimento
para mi supervivencia!
Me
levanté y salí de la cueva a disfrutar de mi espléndido cuerpo y de todos los
placeres y horrores que intuía se me prometían y avecinaban. Y entonces, en la
puerta de aquella gruta que cambió mi destino, apareció ella. Me estaba
esperando.
¡Lilith!
¡La bella y terrorífica Lilith!
No podéis
imaginar una criatura igual, amigo Víctor. Ni siquiera parecida. Era hermosa y
terrible al mismo tiempo. No hay palabras en el lenguaje humano que le puedan
hacer justicia. El orden y el caos del universo refulgían como destellos
atemporales en su iracunda y celestial mirada. Sus cabellos eran rojos y
corrían en cascada, como rugientes ríos de fuego, por toda su nívea espalda. Su
piel era tersa y pálida, y su rostro como una hermosa máscara de porcelana. Sus
ojos eran verdes cuando estaba serena, y rojos como la lava de un volcán cuando
la ira ardía en su interior. En un breve pestañeo escudriñaba todo tu pasado y
todo tu futuro, te desnudaba el alma, te desarmaba hasta las entrañas… Sus
labios eran carnosos, rojos como la sangre y peligrosos como el infierno.
Podría describirla como una guerrera del inframundo, una diosa de hielo y
fuego.
Lilith
era otra de Los Antiguos. Para ser más justos, habría que decir que era la
madre de todos Los Antiguos…
Así es,
Víctor. Lo ha adivinado usted. Hablo de Lilith, esa que dicen fue la primera
mujer de Adán en el Paraíso, la que compartió su lecho mucho antes que Eva. La
misma que no se menciona en la Biblia y que el cristianismo ha borrado de su
pasado y de la historia. Aquella de la que también cuentan que abandonó el Edén
y a su compañero por decisión propia y se unió a Samael, el ángel del Quinto
Cielo que también renegó de Dios y se convirtió en demonio.
Ha
adoptado innumerables formas a lo largo de su existencia. Y por incontables
nombres ha sido llamada también. En tiempos inmemoriales, en forma de súcubo
alado e incandescente de extrema belleza, se apareó con otros ángeles caídos
que también habían abandonado el mundo prisionero de aquel Dios hipócrita y
esclavizador. De aquella sangre y semen malditos, dentro de su mismo vientre,
engendró a Los Antiguos. Ella misma los dio a luz y amamantó con la sangre que
manaba de sus pezones.
Los
Antiguos fueron nueve: Nachzeher, Neuntoter, Caorthannach, Ubour, Uttuku,
Arkanti, Viesczy, Zmeu y Volkodlak. Sus vástagos de primera generación fueron
conocidos como Los Inmortales. Y se dice que hay entre treinta y siete y cuarenta
y tres generaciones hasta los nuevos upyr de hoy en día.
No, yo
pertenezco a una generación de última hornada como dirían ustedes, querido
amigo. Recuerde que nos remontamos a tiempos del mismísimo Adán y el Paraíso.
No lo sé con exactitud, pero mi generación rondará la trigésima más o menos.
Podría decirse que, dentro de la escala vampírica, no soy gran cosa.
Y, antes
de que me lo pregunte, no: tampoco he conocido a todos los Antiguos. Ni
siquiera sé si siguen aún con vida. Conocí a Arkanti, por supuesto, mi creador,
mi padre, mi mentor… También a Zmeu y Neuntoter. Y a los hijos de Caorthannach.
Pero
volvamos a ella, a la madre de todos: la misteriosa, dulce y lujuriosa Lilith…
Continuará...
Juanma - 24 - Junio - 2016
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