¿Qué me sucede?
»Verá
doctor, creo que no hay adjetivos suficientemente minuciosos en los diccionarios humanos que puedan definir de manera verbal una sola minúscula porción de mi
enfermedad. No es tristeza tal cual la distorsiona el diccionario: es una
tormenta distinta, otro nervio, otra grieta, otro latido. No sería capaz de
mostrarle paralelismos ni referentes vulgares como si hablásemos de tal o cual
síntoma. Cuando tu vida tiene el pulso sosegado de un poema y el vértigo
sonoro de una melodía, la televisión, el cine y los periódicos son apéndices
inservibles, estúpidas deformaciones de la realidad. ¿Tal vez pude explorar
hasta la médula las necesidades más remotas? Tal vez. Pero si al final descubres
que ya no necesitas casi nada, ¿de qué te sirve? Comprendí que la ropa es un
molde y la publicidad, un engañabobos; que las encuestas, las entrevistas, las
pirámides laborales o las pegatinas sociales son etiquetas que te meten dentro
o fuera del cajón impuesto por la norma omnipotente y omnipresente del Gran
Hermano; o los himnos, las banderas, los prejuicios y los tópicos y mimetismos son códigos de barras con los que te tatúan la
frente al nacer. Cada
nueva oveja que ganan para el rebaño, cada cliché consumista, cada ilógica imposición
ordenada desde las altas y camufladas esferas de la élite del poder, desde el
corazón y las mismas entrañas de la máquina, es otro bautizo en la pila del
esclavismo inconsciente. Existencias de cartón-piedra, insípidas, desvirtuadas…
centradas siempre de forma exclusiva en el tener, jamás en el ser.
»Porque, querido doctor, soy de la opinión de
que ser más inteligente, ser más guapo, ser más famoso, apuesto o popular no es
ser, desde luego, aunque lleven por delante tal verbo. ¿Está de acuerdo
conmigo? ¿No lo sabe? Yo sí lo sé. No es ser. Es tener, es aparentar, es
parecer, es decorar tu carcasa. Títulos, trofeos, diplomas, menciones,
categorías, un ejército de amigos por Internet, el televisor más caro y moderno
del mercado, operaciones de cirugía estética, un coche con marchas eléctricas y
tropecientos caballos... Lo cierto es que, a veces, todo ese puñado de posesiones
son obstáculos que te impiden ser consciente de que quieres tanto a otros seres
humanos como para que se te salten las lágrimas a borbotones. Podríamos decir
que, en ocasiones, las entrañas se escapan por los huecos del alma. Usted no
parece ser consciente de todo esto, pese a haber estudiado el cerebro humano como si
fuese el engranaje de un reloj, y sometido a cientos de personas a esos test tortuosos que descifran sus personalidades cual suero de la verdad, garabateando con
opiniones personales sus expedientes y con la potestad suficiente como para
drogarlos hasta las cejas. A pesar de que la edad me esté volviendo una persona
moderadamente infeliz, y un quejica impertinente, no estoy loco. Echo de menos
a todo el mundo, tan en carne viva que a menudo soy incapaz de soportar tanto
dolor. Mi indomable espíritu reside desde hace tiempo en otra constelación lejana. Muéstreme algún camino que me salve de esta enferma sociedad, algún
sendero que me lleve hasta al mismísimo fin del mundo. ¿Al patio de la comprensión
infinita? Buena definición, doctor. Sí, tal vez ese sería un buen sitio donde
comenzar de nuevo. O donde terminar para siempre, lo mismo da.
»Juro que ahora mismo veo en su mirada una punzada de superioridad, de desprecio, de “otro
hippie sin ambiciones, con déficit de atención y mono de drogarse hasta las
cejas y mearse en el sistema”. ¿Sabe qué veo yo al asomarme a la ventana de mi
habitación? Veo filas y filas de tejados espectrales adornados como un
cementerio en ruinas suspendido en el éter; losas sepulcrales con las fechas
medio borradas por el paso del tiempo y apiladas sobre sepulturas oscuras y
mohosas, tétricas viviendas en las que se ha horadado un enjambre dantesco, el
hervidero de pasillos, callejones y cuevas de los habitantes de una ciudad
agonizante. Sí, es posible que el patio de la comprensión infinita se encuentre
entre unos edificios abandonados, a apenas unos pocos metros de distancia de
nuestra propia casa. Quizá carezca de electricidad, eso es algo obvio. Así que lámparas de aceite y velas serán nuestra luz. Sus paredes medio desconchadas, estarán
pintadas de un azul luminoso, celeste. Cantaremos y bailaremos. Gemiremos y
aullaremos, como lobos hambrientos de carne enamorada y noches eternas. Las
horas se convertirán en siglos y la frustración no tendrá entrada por los poros
de nuestra piel rejuvenecida. Esto no es una fantasía paranoide, aunque se lo
parezca; no es Alicia a través del espejo, ni Oz, ni la Tierra Media. No me he
bebido unos tragos de absenta. Tampoco tomo ácidos, ni tengo alucinaciones. Ni siquiera
son estos los posos primigenios y sintomáticos de una depresión crónica. Lo único
que sucede es que estoy enfermando de tristeza. Alguien me dijo una vez que el
olvido enferma. Así que caeré presa en sus redes, no toleraré que sus tentadoras cápsulas de colores (no
quiero la pastilla roja ni la azul), sus camas enmohecidas y sus enfermeras,
que parecen todas clones de la misma señora cabreada con el mundo, me arrebaten
a la fuerza mis recuerdos.
»Porque
los recuerdos son lo único que tengo, doctor. Son de dónde vengo y a dónde voy.
Lo que soy y a lo que pertenezco. Son mi pasado, pero también mi futuro. Son mi
camino, mi destino… y mi hogar».
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