
En los recreos se sentaba
alegre en un banco del patio y dejaba que el aire travieso que movía y cambiaba
a su antojo los perfiles de aquellas nubes, le alborotara el pelo y le hiciera
cosquillas en las pestañas mientras intentaba hacer desaparecer las pecas de su
cara con trucos de prestidigitador. Mientras daba cuenta con parsimonia de su
bocadillo, soñaba despierta con reinos y países inconquistables o planetas y
universos imposibles. Todavía no le había puesto nombre a ese sueño, pero
conocía de memoria sus cientos de apellidos. Mientras fotografiaba siluetas de
caballeros o princesas entre las formas de aquellos cúmulos de algodón, no
dejaba de esbozar una amplia sonrisa de amanecer y primavera.
Ella no sabía, y tampoco
le importaba demasiado, lo que era crecer. Los niños siempre saben soñar
despiertos. Cuando la rutina o la tristeza le asfixiaban cerraba los ojos y,
como Alicia, se dejaba caer en alguna lejana madriguera donde las penas y la
gris monotonía no existían, donde todo estaba pintado de color como el arco
iris o de nieve como el blanco de sus dientes cuando reía, y donde era capaz de
encontrar gatos de Cheshire que sonreían o conejos blancos que hablaban y que
nunca llegaban a tiempo a su destino. Se limitaba tan solo a soñar. A reír. Y a descubrir
mundos secretos escondidos entre aquellas lágrimas prendidas de los párpados del cielo.
Juanma - 9 - Abril - 2017