Érase una vez una niña a
la que los días de colegio le resultaban aburridos. Aquel enorme edificio que
albergaba el aula donde recibía sus clases hacía que se sintiera como un pájaro
enjaulado, y sus interminables pasillos e infinitas escaleras le parecían una
cueva llena de trampas, o un laberinto sin salida. En aquellas tediosas horas de álgebra o geografía, ella prefería dedicarse a soñar mundos de magia y
fantasía, a dibujar sus propios mapas inventados en un cuaderno o a imaginar
curiosas y divertidas figuras en las nubes, paisajes de cuento de hadas que se
pincelaban como acuarelas en el cielo solo para ella.
En los recreos se sentaba
alegre en un banco del patio y dejaba que el aire travieso que movía y cambiaba
a su antojo los perfiles de aquellas nubes, le alborotara el pelo y le hiciera
cosquillas en las pestañas mientras intentaba hacer desaparecer las pecas de su
cara con trucos de prestidigitador. Mientras daba cuenta con parsimonia de su
bocadillo, soñaba despierta con reinos y países inconquistables o planetas y
universos imposibles. Todavía no le había puesto nombre a ese sueño, pero
conocía de memoria sus cientos de apellidos. Mientras fotografiaba siluetas de
caballeros o princesas entre las formas de aquellos cúmulos de algodón, no
dejaba de esbozar una amplia sonrisa de amanecer y primavera.
Ella no sabía, y tampoco
le importaba demasiado, lo que era crecer. Los niños siempre saben soñar
despiertos. Cuando la rutina o la tristeza le asfixiaban cerraba los ojos y,
como Alicia, se dejaba caer en alguna lejana madriguera donde las penas y la
gris monotonía no existían, donde todo estaba pintado de color como el arco
iris o de nieve como el blanco de sus dientes cuando reía, y donde era capaz de
encontrar gatos de Cheshire que sonreían o conejos blancos que hablaban y que
nunca llegaban a tiempo a su destino. Se limitaba tan solo a soñar. A reír. Y a descubrir
mundos secretos escondidos entre aquellas lágrimas prendidas de los párpados del cielo.
Juanma - 9 - Abril - 2017
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