—¡Cuánto tiempo sin pasar un rato contigo! —dice Elena con los labios algo morados y entumecidos del frío,
aplastando la colilla de un cigarrillo rubio bajo la suela de sus zapatillas blancas. Iker tuerce la boca y guiña un ojo, mientras las sombras del atardecer
se alargan y el día se desvanece a cuentagotas.
—Creía que este año habías dejado de fumar. ¿O es que no te atreviste
con ese anuncio de acupuntura oriental del que tanto hablabas? —pregunta Iker,
con esa mirada suya tan pícara como condescendiente. El mismo jersey negro que
ayudó a destacar sus ojos verdes por encima de las multitudes en los años de la universidad.
—Lo intente, Iker, en serio. Como cuando me autoconvencía de hacer dieta después de cada Navidad para poder volver a ponerme la camiseta azul de
David Bowie de la época del instituto… y al final acababa haciéndome un
revuelto de helado de vainilla con Emanem´s.
—Decíamos que teníamos examen y terminábamos en La Vía Láctea…
—Cantando y bailando siempre…
—Escuchando a Placebo, hasta las trancas de cerveza y tequila. Y tú tenías la feliz idea de ponerte…
—Aquella camiseta del mercadillo con la cara de un payaso sonriente que
daba miedo a todo el mundo. Llegaste a pedírmela algún domingo. Y como amuleto
para los exámenes.
Iker sorbe un trago corto de un vino peleón con demasiado recelo,
aunque siempre fuese el primero en ridiculizar aquellos paladares exquisitos
que encontraban en un sorbo de una botella cara cierto regusto a madera, a
canela, a pino, a frutas de bosque o a cristo bendito. Cuando recordaba su paso
por la vida universitaria, entre cigarros de la risa, whisky barato, perfume a
lavanda, a incienso y a café, fiestas llenas a partes iguales de chuloputas
engominados con la nariz empolvada e intelectuales enamorados de las entrañas
de los ordenadores; revistas de rock´and´roll, el futuro abierto como una
herida por donde entra el cielo en el cráneo, la juventud ardiendo como un
ascua de plenitud en los pulmones, los bailes en El Penta, las madrugadas deshojando minutos en vinilos que
ahora costarían medio riñón en E-bay… La vida se había vuelto un juego de
ajedrez bastante más complicado que un simple coqueteo entre reinas y peones.
—¿Sigues pues con la nicotina a vueltas? Como una tatuadora heavy de
California o algo así.
Iker revuelve cariñosamente el pelo color fuego de Elena, su cara de
niña traviesa con insomnio, turbada por la prisa de los años, pero con la
inocencia atada a sus hoyuelos.
—Si, ya sabes. Cuando mi hermana lo dejó intenté motivarme, ponerme esos
jodidos parches o apuntarme a ese gimnasio tan noventero que hay en mi barrio
peeeeero…Ya sabes, siempre reponen de madrugada alguna película de Tarantino,
siempre me apetece un café muy cargado a deshoras… Y después está el trabajo
que me pone de los malditos nervios.
—Siempre has tenido las excusas imperfectas para los momentos perfectos,
Elena.
—Bueno, hay que tener el as para matar el tres, decía mi abuelo. Para
sobrevivir en este mundo de pirañas.
Se pone el sol, de color óxido, y caen el día y el apetito como telones
descoloridos por detrás de los tejados de las fábricas. A un centenar de metros,
en un tugurio de mala muerte, una prostituta escupe en el lavabo porque el
speed hace que le pique horriblemente la garganta, y la noche es un animal de
caza ya despierto; a la vuelta de la esquina, un anciano hojea, nostálgico,
periódicos amarillos de hace dos vidas; un mimo sonríe tras su pintura
blanca, en el mismo silencio callejero perpetuo que llena luego una banda de
saxofonistas tiñendo la avenida de jazz; un cuervo se precipita a volar desde
un maldito rascacielos; un McDonalds
abre sus puertas y un adolescente surcado de acné garabatea en su interior la
firma de su primer contrato remunerado, mientras su padre, en el otro extremo
de la ciudad, se limpia las lágrimas del rostro y baja a beber un trago al
bar, y su madre se lava con vodka las penas por dentro, y sonríen cuatro jóvenes en el flash de una foto, y un florista vende su último ramo de la
tarde, pone el cartel de cerrado y se pregunta por qué coño las flores no
vivirán para siempre.
—¿Y has tenido la brillante idea de volver a traerme un tulipán? —pregunta
Elena a bocajarro.
—No seas quisquillosa. Los dos sabemos, sobre todo desde que saliste con
el tarado de Ismael, que es tu favorita.
—Lo es, pero no hace falta que todos los años me traigas uno.
—Claro que si…Para una vez que nos vemos me apetece traerte algo. Ya
sabes lo difícil que es venir hasta aquí y en el almacén me explotan como a una
mula de carga. Necesito unas vacaciones. Necesito fiesta. Necesito bailes,
mojitos, drogas blandas y estrellas fugaces en el capó del coche más viejo del
mundo.
—¿Eso no me suena idéntico a cierta cantinela del verano del noventa y cinco?
—Si, pero en aquellos tiempos no teníamos dinero para cócteles.
—No, pero nos bastaba con una litrona barata. Sí, los tiempos buenos,
los cojonudos de verdad, al final, no requieren de demasiadas cosas.
—Es cierto. Ahora echo de menos tu salsa barbacoa, las palomitas y las
maratones de cine hasta las tantas. Por cierto, Ismael ha cambiado de trabajo,
ahora es repartidor de publicidad de una empresa de comida rápida, y al
atardecer solemos ir a correr juntos por la ciudad. Es el mejor momento del
día.
—Voy a encender otro cigarro antes de irme —comenta Elena cambiando
de tema.
Iker sonríe, apacible, la piel de un moreno melancólico de sol. El ocaso ya puesto de rodillas y relamiendo los últimos restos diurnos de luz.
—¿Qué tal te van las cosas con ella?
—La verdad es que genial —contesta Iker— Pasó una racha espantosa cuando
falleció su madre, fueron unos meses de mierda. Pero ahora está muy contenta,
escribe para una revista ecologista en su tiempo libre. Sigo
enamorada de ella como un niñato de instituto.
Elena suelta el humo como quien se desprende de lastre.
—Siempre me cayó genial Marta. Es una chica que gana cuanto más la
conoces. Parecía tan tímida, con esos ojos tristes y esa sonrisa lánguida, y
sin embargo luego te soltaba esas barbaridades ácidas y desternillantes sobre
los reptilianos, la cienciología y la secta de Charles Manson. Tiene grandes
virtudes, además de ser la mejor cocinera a lo largo y ancho del universo.
—Lo sé. Ella también te aprecia mucho, Elena. Miramos muchas veces
juntos la cajita de fotos de los noventa.
Elena sonríe, con abierta ternura, y se quita un mechón pelirrojo de la
frente.
—No seáis tontos y malgastéis vuestro valioso tiempo añorando a esta
vieja loca. Una, por desgracia, no puede quedarse a vivir en las viejas fotografías.
Elena suelta una calada espesa, sujetando el cigarro con temblor en las
manos. Iker le da un abrazo cálido, enorme, con ese amor incondicional y sin
grietas que suelda con estaño las mejores amistades.
—Tienes que dejar de fumar. No seas cabezona. Cuando no me haces caso,
pasan cosas como aquello del año noventa y ocho.
—No hace falta que me lo recuerdes. Hay cosas que es mejor… —Se le quiebra
la voz antes de terminar la frase. Unos cuervos graznan y Elena aplasta de
nuevo el espejismo ya sin humo del último cigarro. Una lágrima solitaria
serpentea su mejilla izquierda.
—Ya es casi de noche, Iker, deberías irte. Tienes que dormir y curar
esas ojeras.
—Me quedaría aquí contigo mil años. Bailando hasta el amanecer como en aquellos maravillosos años noventa.
—No puedes, cariño. A mí también me encantaría, pero me basta con que
vengas a verme. Pese a todo lo que pasó, siempre serás mi…
—Lo sé, Elena; lo sé. Ambos lo sabemos —Suspira mientras le seca la
lágrima de la mejilla con el dedo—. A ver cuánto te dura este tulipán.
—Un par de semanas, como siempre. Pero forma parte del encanto que tienen
las flores, ¿verdad? ¿Nos vemos el año
que viene?
—Igual vengo en Navidad, si consigo unos días de vacaciones…
—Te quiero Iker. Sé feliz.
—Yo también te quiero, Elena. Y hazme caso y deja de fumar como un
maldito carretero.
—¡Oh capitán, mi capitán! —dice subiéndose a un banco y emulando esa maravillosa escena de 'El Club de los Poetas Muertos— Veré lo que puedo hacer.
Iker
deja el hermoso tulipán sobre aquel cuadrilátero de piedra, aquel trocito de
tierra y de mundo con su desangelada inscripción: Elena Martín (1973-1998). Y
echa a andar, nudo en la garganta, melena al viento, hacia donde el sol se
pone. Con una tonelada de recuerdos a cuestas. Un año más.
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