17 de noviembre.
Maldito diario:
Tras varios meses de
ausencia
(casi desde el último
abril
del que ya solo queda un
tenue arco iris
en algunos fotogramas
polvorientos),
tengo algo nuevo que
contarte.
Esta mañana de ido con
Silvia
(sí, con Silvia, has leído
bien)
de compras a la Gran Vía,
a una de esas tiendas del
centro
donde los maniquíes besan
sin censura a la
anorexia.
Después de probarse nueve
vestidos
he pensado, con
franqueza, que para qué,
si no hay tejido mas
hermoso que su piel.
(Pero claro, no he podido
decírselo).
Al final se ha decidido
por uno de flores
de mil formas y colores,
como si hasta el
despiadado noviembre
fuese para ella
primavera.
Pero si Silvia se empeña
en que es primavera
florecen los cerezos
hasta en la Antártida.
Después hemos ido de
cañas a La Latina,
a los bares y esquinas de
siempre;
ella ahora bebe sin
alcohol,
y a mí, como siempre,
casi me basta
con mirar sus labios
mientras bebe.
Comenta Silvia:
"Enamorarse de la
persona equivocada
es desenamorarse de uno
mismo."
¡Qué poco se imagina ella cuán cierta
(y puñetera)
es esa afirmación!
Me ha hablado del último
libro que ha leído,
del frío criminal que
hace en Copenhague
del trabajo en el que
acaba de empezar,
de que ya ve la luz al
final del túnel...
La luz al final del túnel
son tus ojos, he pensado,
verdes como las
primaveras de la juventud.
Maldito diario...
¡no imaginas cuánta
nostalgia cabe
en un par de palmos de
distancia,
cuántos recuerdos
revividos
de un lado a otro de una
mesa,
cuántas primaveras
levantando muros
entre su boca y la mía,
cuánta fantasía a mil
años luz
de la puta realidad!
De vuelta a casa de sus
padres
hemos regresado también a
la infancia:
ya no está ese banco
donde nos sentábamos
y tantas veces planeé
besarla
cuando todavía no
teníamos edad
(ni sitio)
para las tristezas,
tampoco el parque donde
su risa
convertía un taciturno
columpio
en una vertiginosa
montaña rusa,
y un centro comercial ha
engullido aquel descampado
donde jugábamos al
escondite
y siempre me dejaba coger
(aunque ella no lo sabía)
por el simple placer de
oírla gritar mi nombre.
"Nos han cambiado la
ciudad,
el presente y hasta el
futuro...
pero los recuerdos siguen
en su sitio",
le he confesado.
Ella me ha mirado con
melancolía
pero ha sonreído.
Hasta ese momento casi he
creído
que podía salir ileso
(o con escasas secuelas)
de aquel encuentro
Pero esa sonrisa me ha
derrotado...
y ya sabemos que no es
posible salir ileso
de un naufragio en alta
mar
o de los restos de un
terremoto.
La misma sonrisa de
entonces,
fascinante como un truco
de magia;
la sonrisa de los
recreos,
la de los cumpleaños en
la calle,
la de las miradas
cómplices,
la de tantas tardes en mi
casa
compartiendo secretos y
música,
un auricular para cada
uno,
cuando las canciones eran
una aventura
y sus letras himnos
insondables.
La misma condenada e
irresistible sonrisa
de te quiero, pero como
amigo,
la de me voy a estudiar a
Dinamarca
la del día de su boda
en esa fotografía con ese
otro chico
que nunca fui yo.
Nos hemos despedido hasta
la próxima
(quizás pronto, tal vez
nunca),
con besos y abrazos
tímidos.
Ya solo, sentado en el
autobús,
con los ojos empañados
e intentando huir del
pasado,
con su perfume y su
sonrisa
aún prendidos en mi
recuerdo,
he pensado en ese
afortunado de la foto que,
en la próxima primavera,
decorará el suelo con los
pétalos
de su vestido.
No he podido evitar
odiarla,
odiarla con todo mi alma;
a la primavera claro,
porque a Silvia la amaré
siempre.
Juanma - 9 - Enero - 2018
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