Allí donde todo está quemado hasta las
cenizas, es imposible encender hoguera alguna. En tales circunstancias, las
noches se vuelven más largas y amenazantes y oscuras. Y un péndulo, enorme como
el vacío del universo, oscila sobre nuestras cabezas, decapitando
constelaciones enteras con su filo inapelable, desgarrando el vientre de esa
eternidad de la que se puede afirmar que nada sabe y, sin embargo, algo debe de
saber. Porque de las pesadillas diurnas no hay manera de despertar. Visiones de
languidez, de desamparo, de enfermedad. En el camino no suele haber ángeles
autoestopistas ni interlocutores del más allá. Cuando llegas a cada curva ya se
han marchado y llevado consigo el mundo y sus cenizas. ¿En qué se diferencia
todo aquello que nunca fue de aquello que jamás será? Apenas ha terminado de
amanecer cuando ya está de vuelta la luz grisácea y mortecina de la tarde
agonizante. Como un romance ritual e irreversible en el que siempre gana el
insomnio. Es curioso el tiempo: fugaz y eterno; breve y perpetuo; efímero e
imperecedero a un mismo tiempo. Miras a tu alrededor y en un parpadeo todo es
distinto. Te han dicho desde que tienes uso de razón que "siempre" es
mucho tiempo. Pero al final descubres la verdad. La escalofriante verdad. Que "siempre"
es tan solo un abrir y cerrar de ojos. Y a la luz mezquina que precede al
crepúsculo, hay que añadirle también la luz temblorosa y yerma y sombría que
acompaña a menudo a nuestros corazones. Se oscurecen a cada tramo del sendero,
reflejando el sol moribundo desde una nada insondable, como destellos de
cuchillos en una cueva profunda. Y, sin apenas darnos cuenta, rezamos en sueños
como en un antiguo y sagrado ungimiento. Como estrofas de un mantra de signos.
Evocando las formas, los gestos, los movimientos... Quizá sea bueno para
sentirnos vivos y parte de algo, aunque no sepamos de qué algo se trata. Cuando
no tenemos nada mejor que hacer, inventamos ceremonias y les insuflamos vida.
Cada vez tenemos más a menudo esa extraña sensación de perpetuo vacío, más allá
de nuestro lóbrego entumecimiento y su sorda desesperación. Como si el camino y
el mundo se encogieran en un mosaico de piezas inseparables. Vuelta al olvido
de las formas y sus nombres. Y su significado. Todas aquellas cosas que damos
por sentado como verdaderas desvaneciéndose en volutas de humo. Más frágiles de
lo que jamás hubiéramos imaginado. Como un hierático idioma resquebrajándose al
verse desprovisto de sus jodidos referentes. Encogido como un cuerpo a la
intemperie que intentara preservar algo de calor. A punto de esfumarse para
siempre en un pestañeo ¿Cuánto de este mundo que creemos real no ha
desaparecido ya? ¿Acaso esperamos que haya algún Dios bondadoso observando? ¿O,
quizá, uno sin escrúpulos? ¿Redactando en un libro inmenso de tapas doradas
nuestros hechos terrenales? A dos columnas en una página. En una hilera los
buenos, los piadosos, aquellos que te consiguen el ansiado pasaporte al cielo:
y en otra los malos, los pecaminosos, esos que te condenan a las inmisericordes
llamas del averno. Actos buenos y actos malos. ¿Con relación a qué? No, no hay
libro de cuentas alguno y todos los dioses amigos y desconocidos están muertos
y olvidados. Aunque creamos saber cómo es el mundo, en el fondo lo ignoramos.
Tal vez sea imposible conocerlo desde el punto de vista de la creación. Quizá,
tan solo, en su destrucción nos pueda ser revelado el cómo, cuándo y porqué de
su existencia. Y de la nuestra propia dentro de la suya. Su verdadera
estructura, más allá de átomos, células o galaxias. El misterio de su mecanismo
y de quién se empeña en darle cuerda. Es posible que en ese cataclismo se nos
desvele todo. El enigmático espectáculo de las cosas y sus sombras dejando de
existir. El inabarcable universo baldío, erosionado, agonizante. Y su pavoroso
silencio.
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