La joven princesa estaba triste. Desde que cruzó su mirada
con la del cruel jefe de la caravana que atravesaba la inmensidad de aquel
desierto, su pensamiento no era otro que rogar a los dioses de sus antepasados
que sucediera algo y truncara ese destino que le tenían preparado.
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De entre todos ellos surgió uno cuya cabalgadura destacaba
de entre todas las demás. El caballo blanco perfectamente domado parecía una
extensión de su jinete, tan sincronizados, sutiles y armoniosos eran sus
movimientos.
Se detuvo delante de la princesa, se inclinó hacia ella con
una sonrisa y cogiéndola de la mano con un brazo moreno y musculoso, la subió a
la grupa de su montura. Un ligero movimiento y su caballo inició el galope
hacia el sol poniente. Detrás todos sus hombres se dispersaron perdiéndose
entre las sombras del anochecer.
Nunca mas se supo qué fue de la princesa... pero cuentan los
hijos del desierto que desde hace siglos,
en las noches de luna llena, se ve cabalgar entre las dunas a dos
jinetes abrazados a lomos de un hermoso e
indómito corcel blanco...
Juanma - 30 - Enero - 2013
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