Había caído la noche como un manto fúnebre sobre el
milenario castillo que coronaba la escarpada montaña. A lo largo de sus
empinadas laderas se asentaba, en dispersos grupos de callejuelas y casas, el
pueblo maldito. Las sombras se arremolinaban unas junto a otras dibujando un
siniestro paraje. Se podía palpar el silencio sepulcral en las inquietas
figuras que escudriñaban las impenetrables tinieblas. Una brisa furiosa
despertó para unirse al espectáculo al mismo tiempo que tañían las campanas de
la iglesia. Las ramas de los árboles gimieron bajo el azote del viento. Era el
momento de encender las antorchas.
El
difunto yacía en su lecho mortuorio, pálido como una pequeña estatua de mármol
blanco desafiando al más allá. Su rostro marchito y demacrado contrastaba con
sus opulentos y oscuros ropajes: una larga túnica de varias capas de terciopelo
rojo y negro. En el dedo corazón de su mano derecha lucía un hermoso anillo,
con un íncubo y un súcubo entrelazados entre sí, en el que había engastado un
brillante rubí. Los barrotes de la alta y enorme cama terminaban en siniestras
gárgolas que escupían miradas de espanto y horror. Cientos de velas ardían
temblorosas, dispuestas de forma irregular por toda la estancia. En calma y
silencio, y de uno en uno, fueron desfilando ante él todos los habitantes del
pueblo. No querían faltar a aquella cita ni perderse el adiós de aquel ser
inmundo que en tiempos pasados había representado el huracanado azote de la
maldad personificada. ¡Qué diferente parecía ahora, carcomido por la edad,
subyugado por la muerte! Pese a todo, le seguían teniendo un pánico
reverencial, un miedo atroz y cerval que no era, ni en su grado máximo,
infundado. ¿Quién podía saber qué tipo de engendro o demonio podría aún insuflar
vida en aquel cuerpo inerte? Todos le temían, todos se santiguaban y temblaban
al darle la espalda. No se atrevían siquiera a mirarlo. ¿Para qué, si ya era
pasto de gusanos y carne de mortaja?
Había
llegado la medianoche. La hora maldita de un día aciago y sombrío. Se percibía
cierto alivio en sus rostros. No obstante, muchos de ellos se preguntaban en el
cruce de sus miradas qué sería ahora de su existencia sin él. Durante todas sus
vidas había sido él, desde los pasadizos, sombras y mazmorras de aquel temible
palacio, quien mandaba, quien ordenaba, quien prohibía, amenazaba y azotaba con
el látigo y su lengua viperina a sus fieles esclavos. No había dejado
descendencia. Pese a que lo había intentado con insistencia durante su larga
vida con todas las mujeres del pueblo, su semilla debía estar maldita, gracias
a Dios. Por ello las despreciaba, torturaba y quemaba. Pero despreciaba también
a los hombres, a los ancianos, a los niños... Despreciaba la vida tanto como su
propia existencia. Ni siquiera para él mismo supo guardar algo de respeto,
cariño o amor. ¿Pero cómo, si no los conocía? Siempre miraba con desdén y
furiosa cólera a cualquiera que tuviera la mala suerte de toparse de frente con
él, de encontrarse siquiera fugazmente con la mirada gris ceniza de aquellos
demenciales ojos. Aquél que lo hacía, caía en desgracia para siempre.
Aunque
ahora, por fin, todo había terminado. Sin embargo, quedaba lo peor: el funeral.
Se tenía por costumbre, en aquel entonces, coger el cuerpo sin vida y, bajo la
luz de las antorchas, acompañarlo al cementerio para enterrarlo. El sitio de
aquel engendro, en cambio, estaba en las criptas del castillo, junto a toda su
execrable ascendencia. Pero nadie se atrevía a bajar hasta aquellas abominables
estancias inmundas. Nadie había tenido tampoco el valor de mencionarlo. Ni
siquiera para alzarlo a hombros y llevarlo al camposanto encontraban el arrojo
y fuerzas necesarias. Todo estaba demasiado reciente aún y el temor seguía
anidando dentro de sus corazones. Se miraron en silencio y, sin decir una sola
palabra, todos decidieron lo mismo. Abandonar al difunto. Salir de aquel
tenebroso lugar. Dejar las antorchas al lado del cuerpo y que fueran ellas las
que se ocuparan de hacer el trabajo. Cabizbajos, desfilaron fuera de la lúgubre
estancia. Sin mirar atrás, condenaron al olvido las siniestras salas y los
escabrosos pasillos. Solemnes, pero asustados. Las llamas inmisericordes
prendieron en las lujosas cortinas, en los antiquísimos muebles, en los exquisitos
tapices. Los hermosos vitrales góticos del interior y los ventanales estallaron
en mil pedazos. Y el maldito castillo ardió como una tea.
Cada
llamarada que se elevaba hacia el cielo, dibujaba sombras grotescas y deformes
que sollozaban, gemían y aullaban. Se miraron aterrorizados. Sabían que alguna
terrible maldición les sobrevendría por no haberle dado sepultura como era
debido, en las criptas bajo la montaña. Y por haber prendido fuego a un
milenario hogar, o tal vez un lugar anclado allí desde el origen de los
tiempos, de seres abominables y sin nombre. Sin embargo, ya nada podía hacerse.
O más bien, ya nada podía deshacerse. Y también, por primera vez en mucho
tiempo, les daba igual. Tantos años de horrores y vejaciones, tantas
generaciones de esclavos y torturados, tanta desgracia y sufrimiento por culpa
de aquel ser vil y despreciable. El último de su estirpe. Reducido a humo y
cenizas junto a los restos de su ancestral y diabólico linaje. Tuvieron que
correr para escapar de las espantosas llamas. Lenguas de fuego que les seguían,
que les llamaban, que les iban nombrando uno a uno. Huyeron a refugiarse al
pueblo, al cobijo y calor de su santa y amada iglesia. Allí congregados, le
rezaron, suplicaron y lloraron a su Dios. Pidieron perdón, hicieron promesas,
se flagelaron y autoimpusieron severas penitencias…
Pero ya
era tarde. La maldición había surtido efecto y, en cuestión de minutos, el
pueblo entero se vio envuelto en llamas. Nada pudo salvarse. Nada quedó en pie.
Casas y cultivos, granjas y bosques… todo reducido a escombros humeantes. Todo,
salvo la hermosa iglesia de piedra. Así que, en cierto modo, su Dios les había
escuchado en el último momento. O tal vez la maldición no consiguió traspasar
los muros de aquel lugar sagrado. En apenas un abrir y cerrar de ojos, lo
perdieron todo. Sí, pero también habían logrado sobrevivir. Por lo tanto debían
sentirse agradecidos. No era tiempo de arrepentirse o lamentarse. Llegaba el
momento de comenzar de nuevo. ¿De la nada? Sí,
de la nada. Pero por fin sin la sombra de aquel tétrico castillo ni de
la gélida y fantasmal presencia de su
último morador.
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