Un buen día se
levantó con el pie cruzado, se miró en el espejo y dijo aquello de “hasta aquí
hemos llegado” y decidió cambiar el orden y función de sus órganos, darles un
toque de atención, ponerles las maletas en la calle. Le incomodaban aquellas
sucias tretas que ese puñado de solitarios sinvergüenzas tramaban por dentro de
su cuerpo. De entre todas aquellas artimañas, el peor de los incordios era, sin
lugar a dudas, que nunca consiguiesen ponerse de acuerdo.
Había llegado el momento de hacer algo al
respecto, así que, en primer lugar, decidió abandonar los tímpanos a su suerte
en la esquina de enfrente, para que el blues del viento y el rocanrol de las
voces los arropasen de ruido. Con demasiada frecuencia, las canciones que usamos
para sanar el corazón no llevan el suficiente antídoto para tanta cicatriz. Y
también, demasiado a menudo, a uno le apetece ponerse hasta las cejas con un poco
de silencio. Arrivederci oídos. Después, optó por deshacerse de la boca. El uso
diario de aquella deslenguada flanqueada por hoyuelos era, desde tiempos
inmemoriales, reír, protestar y besar como quien remienda el adiós de su última
noche de verano con una aguja en la lengua. Haciendo gala de lo políticamente
incorrecto, dando mordiscos al mundo. Su inquieta boca era un incontrolable
imán para los problemas, un insulto al karma y una batalla de trinchera sin
aviso previo. La dobló con cuidado, la metió en un sobre viejo y arrugado, cerró
este con pegamento, y lo echó al primer buzón que encontró sin remitente alguno
y al destino más lejano que se le ocurrió, una calle perdida y olvidada del más
olvidado y perdido pueblo de Australia. Hay bocas que deberían tomarse unas
largas vacaciones y la mía es una de ellas, se dijo sin titubear. A continuación,
los ojos, a falta de mejores ideas, se los regaló a un anciano vagabundo, flaco
y despeinado, que solía dormir cerca de su portal, masticando mendrugos de pan
duro y mendigando un poquito de cariño o amor de los compadres borrachos que
nunca se iban a dormir tempano. Tal vez lo hizo para que se sintiese menos
afligido, o para que pasease su propia mirada hambrienta por la ciudad, y así
pudiera ganar su partida callejera a las pupilas eléctricas de los coches.
Aquello no le importó demasiado, unos ojos sin boca no sirven de mucho. Las
pestañas ya se las había quemado algún sol travieso y deshonesto, de aquellos
que siempre buscan estar en el hemisferio equivocado del planeta, con la eterna
cantinela, la copa de whiskey y los pantalones rotos y deshilachados.
Después de mucho meditar, tiró los hombros
de canasta a la papelera, con las cáscaras de los plátanos, los medicamentos
caducados, los papeles sucios y las colillas usadas. Hasta nunca. Demasiado
cansados siempre, demasiado pesarosos, demasiado bonitos también para quebrarse
sosteniendo el peso del mundo. Se fabricó un hermoso columpio con los
intestinos y ató sus extremos a dos estrellas de la constelación de Andrómeda. ¡Quién
sabe, igual se rompía al primer uso, porque hay luces de estrellas que son de
mentira y llegan a la puerta de nuestra casa cuando sus portadoras han muerto
ya hace incontables milenios! Igual alguna sirena caprichosa, dueña de una
supernova fugaz, se llevaba sus entrañas para jugar sin permiso en los confines
de la Vía Láctea, como en una lejana discoteca iluminada por cientos de neones
estropeados. Sí, en aquel mismo lugar donde aún hoy viven los corderos sin
bozal y las rosas con sus pobres espinas.
Le costó bastante más desprenderse del
estómago, porque el estómago era astuto como una comadreja, más inteligente que
su propio dueño y menos cobarde que el resto de vísceras. Tenía complejo de
bohemio, espíritu de aventurero, alma de kamikaze y coraza de poeta. Pero a
veces es necesario cortar por lo sano. Como un cirujano compungido, lo envolvió
con mimo en una manta vieja, para que no pasase demasiado frío, y lo dejó a la
orilla de un camino cerca del mar. Allí las madrugadas serían aterciopeladas y
olerían a salitre y a nubes y a recuerdos del océano. Así las oscuras noches rellenarían
los nervios de su tripa de luciérnagas artificiales. Los pulmones, sin embargo,
no le produjeron la menor tristeza… ¡tantas veces lo habían dejado sin aire,
tantas veces indefenso, sin cuchillo entre los dientes, como un Robin Hood
extraviado robándole suspiros al viento! Los pulmones hacían siempre trampas, y
eran unos soldados mercenarios, cobardes de mierda. Le dio más pena por el aire
de otros que guardaban dentro, por las bocanadas del humo de otras bocas, por
las gélidas vaharadas de aquellas mañanas de café y gasolina respirando a
diciembre en cualquier balcón. Por las caladas de los lunes y los martes y los
miércoles al sol y los vicios que descongestionaban el inaguantable bochorno de
agosto. ¡Malditos pulmones que tiraban la piedra y escondían la mano! ¡Que se jodan!, gritó mientras los arrojaba a la sucia oscuridad de cualquier alcantarilla de mala muerte.
Cuando por fin le tocó el turno al hígado no pudo por menos que sonreír al
despedirse tras darle una palmadita cariñosa. Total, él creía en la
reencarnación y así era todo mucho más sencillo. Además, el muy truhan lo había
pasado de maravilla durante los últimos años. Escuchó como la melancólica
melodía de la cisterna lo engullía hacia el metálico laberinto de tuberías. ¡Bon
voyage, mon amour!
En lo que respecta a la nariz, deshacerse
de ella podría suponer mandar al carajo los siderales viajes de miles de
aromas, fragancias y olores que habían compuesto el perfume de su historia. Pan
recién hecho, tierra mojada, incienso, primavera, el jabón aquel de
hierbabuena, café, lavanda, la humedad de los armarios, el suavizante de la
ropa, la brisa del mar, los libros gastados y manoseados, la hierba del parque
por la noche, los callejones de la ciudad y su aroma a versos urbanos llenos de
rimas… Los olores de otros. De otras personas y de otros lugares y
otros tiempos que ya nunca volverían a pasearse por delante de su ventana.
Metió la nariz en uno de los buzones amarillos de aquella urbanización de las
afueras en la que residían tantos ricachones idiotas, tal vez así alguien
aprendiese a filtrar otros aromas mundanos que no fuesen solo piel y
maquillaje. Como un sigiloso y clandestino Papá Noel, dejó la garganta en la
chimenea, para que al menos se quedase tranquila con la anestesia del crepitar
de las ascuas, y las perezosas bocanadas de hollín. ¿Y las piernas? Al
vertedero más cercano, junto a sofás destrozados, maniquíes descatalogados y
muñecas envenenadas de óxido. A bailar y trotar entre toneladas de chatarra, si
aún les quedaban ganas. Porque siendo sinceros ¿para qué demonios sirven unas
piernas si nunca sobra espacio y siempre falta tiempo?
El maltrecho corazón, al Burger King del
centro comercial. Dicen las malas lenguas que allí se come basura y no sería
muy complicado que encontrase gentil acomodo entre sus mesas, con sus torpes latidos encharcados
de ketchup, sus arterias sumergidas entre patatas grasientas, y así por fin se
pudiese librar de su maldita arritmia y su caprichosa taquicardia. Y las venas…
las sinuosas venas servirían para hacer graffitis, pues las calles huelen a sangre de
todos modos y los impolutos muros han nacido para ser pintados.
Pero, ¿y si volvían? Si volvían, ¿qué? ¿Si
regresaban, todos ellos, más rebeldes y enfadados e insurgentes que nunca, y no
atendían a razones como antaño, y conservaban su platónico amor por la guerra y
la lucha constante y la contradicción y no por el pacifismo y la armonía? ¿Dónde
podría esconderse entonces, qué haría llegado el caso? Porque reza un viejo
refrán que, muerto el perro, se acabó la rabia. Pero se le olvidó añadir que los perros rabiosos nunca mueren del todo.
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