Nunca le gustó San
Valentín.
Desde que
era una adolescente de apenas quince años y se enamoró por primera vez (para
meses después ser arrancada de los brazos de aquel adictivo estado de
ensoñación y ser arrojada de bruces a la más absoluta miseria e
infelicidad), siempre había odiado aquel día y al puñetero Cupido con sus caprichosas y envenenadas flechas de mierda.
Pero
aquel año su aversión fue sustituida por una profunda sensación de inquietud, que
había ido dando paso al temor, que a su vez consiguió evolucionar hasta un
primer atisbo de miedo, tal vez irracional o exagerado, pero miedo, al fin y al
cabo. Hasta que, al despertarse aquella mañana de San Valentín, estaba
totalmente paralizada y atenazada por un pánico cerval. También por las
pastillas que había ingerido la noche anterior. La fecha señalada había
llegado…
Todo
comenzó el día 1 de aquel gélido febrero. Esa mañana, al recoger el correo del
buzón, encontró una carta sin remitente dirigida a ella. El sobre era blanco e
inmaculado. La caligrafía que indicaba su dirección pulcra y exquisita, con
algunos toques góticos que le llamaron la atención sorprendiéndola gratamente.
El matasellos señalaba que la misiva procedía de Madrid, su misma ciudad. Hacía
muchos años que no recibía una carta particular. Desde la llegada de internet,
el correo electrónico, las redes sociales y los smartphones con todas sus
aplicaciones para enviar mensajes gratuitos, era un hábito que se había ido
perdiendo. Como mucho, seguía recibiendo alguna postal navideña de sus tíos
paternos desde el pueblo o de sus amigas regalando envidia desde sus
paradisíacos destinos vacacionales. Pero una carta… No recordaba la última vez
que había sentido ilusión, curiosidad o nervios al recoger algo del buzón que
no fuera propaganda, notificaciones del banco o facturas. Así que subió a toda
prisa las escaleras para abrir aquella nota misteriosa.
No esperó
siquiera a tomar asiento o quitarse el abrigo. La intriga se había tornado ansiedad.
Rajó el sobre por un extremo y vació el contenido sobre la cama de su
habitación: una nota doblada por la mitad y una rosa roja. La rosa estaba
marchita, seca y prensada. Sin duda, había pasado sus últimos meses, tal vez
años, en el interior de un libro. Dejó la flor a un lado y abrió la nota. La
misma caligrafía cuidada y meticulosa del exterior del sobre y dos escuetas
frases que le encogieron el corazón:
“Este año vas a odiar San Valentín de verdad.
La muerte vendrá a recogerte el día 14 y te dejará tan marchita como esta flor”.
Releyó la
nota una decena de veces intentando cerciorarse de que había entendido bien el
contenido. Tras ese primer escalofrío, se relajó un poco y se tumbó de espaldas
en la cama, mirando la lámpara del techo. Después se echó a reír. Era una risa
nerviosa, casi histérica, pero que consiguió relajarla por completo. Sin duda,
debía tratarse de una broma. Alguna amiga que sabía de su aversión por aquella
fecha y había querido reírse un poco a su costa. O tal vez algún amante
obsesionado. Recordaba a uno que, durante unos meses, estuvo acosándola hasta
el punto de que tuvo que acudir a la policía. Pero eso fue muchos años atrás. Y
tampoco volvió a saber nunca más de aquel energúmeno. Pero quién sabe si había
seguido vigilándola en la distancia, esperando el momento propicio para
vengarse de ella por haberlo rechazado y haberse burlado de él. Pero no… Seguro
que estaba desvariando. Demasiadas películas… Siguió dándole vueltas al asunto.
Podría ser también algún antiguo exnovio. Pero tan solo había tenido dos
parejas estables en toda su vida, y ninguna tenía motivo alguno para guardar
algo contra ella. Con Carlos, su primer novio, tuvo una relación de poco más de
un año. Fue él quien rompió y, desde entonces, nunca volvió a saber de su
existencia. Y con Héctor convivió casi tres años. Rompieron hacía más de dos,
pero desde entonces eran buenos amigos… Suspiró y se levantó de la cama. Cogió
la rosa, el sobre y la nota, y los guardó en el cajón de la mesita.
Durante
los días venideros continuó con su vida anodina y rutinaria. Y aunque no logró
olvidar por completo el incidente de la carta, si consiguió que dejará de
perturbarla y volvió a conciliar el sueño que el puto Cupido le arrebató la
noche siguiente a recibir el misterioso correo. Pero aquello distaba mucho de
haber concluido…
Una
semana más tarde, cuando restaban justo siete jornadas para el día de los
enamorados, recibió un segundo mensaje secreto. Pero esta vez su estupor e
inquietud fueron aún mayores al encontrarlo en el suelo del recibidor de
entrada a su casa. El bromista o acosador se había tomado la molestia de subir
hasta la cuarta planta donde vivía, para depositar la carta por debajo de la
puerta de su piso. Fuera quien fuese, sabía dónde vivía. Lo otro fue depositar
un sobre en cualquier estafeta de correos de la ciudad. En cambio, esto…
Aquella persona había estado en la misma puerta de su apartamento para llevar
su mensaje en persona. Podía estar en cualquier parte; vigilando desde la
esquina, sentado en el bar de enfrente tomando un café… incluso escondido en el
rellano de las escaleras. En esta ocasión se trataba de una simple hoja de
papel doblada. El texto estaba mecanografiado. Se vio tentada a tirar el sobre
a la basura sin leerlo. Pero finalmente cedió a la curiosidad:
“Dentro de una semana… Recuerda que quedan
siete días para que la muerte enamorada venga a por ti”.
Desde
entonces, había recibido un mensaje distinto cada día. El día 8 volvió a
encontrar otro sobre en el buzón. Pero en esta ocasión la letra era distinta y
el tipo de sobre, también diferente al primero. En el interior sí había otra rosa
muerta, esta vez blanca. Y unas amorosas palabras dedicadas expresamente a
ella:
“¿Has pensado ya en cómo será tu muerte? No,
claro que no; te encantan las sorpresas. Y Cupido te tiene preparada una muy
especial…”.
En este
punto ya empezó a mostrarse preocupada en exceso. Y fue cuando decidió
contárselo a su hermano. Pero este la tranquilizó arguyendo que lo más probable
es que se tratara de algún bromista. Tal y como ella quiso creer en un primer
momento. Pero ya no estaba tan convencida. Eran demasiadas molestias las que
aquella persona se estaba tomando. Todo muy bien pensado. Todo demasiado
meticuloso. Nadie se toma tantas atenciones por una simple broma o juego. Pero
se serenó un poco cuando su hermano le ofreció que, llegado San Valentín, fuese
a pasar el día a su casa si seguía estando asustada. No quería llegar al punto
de tener que molestar a su hermano por lo que quizás no fuese más que una
tontería, pero saber que podía contar con su protección llegado el momento,
suponía todo un alivio.
El día 9
el mensaje fue más escueto, pero brutal:
“Tu corazón será mío cuando abra tu caja
torácica y lo saque de sus entrañas”.
El día 10
lo que recibió fue una llamada telefónica en su oficina. Lo que indicaba que
aquel degenerado sabía también dónde trabajaba y el número de extensión de su
línea telefónica en la empresa. La voz que escuchó al otro lado no le resultó
familiar. Además de que seguro estaba distorsionada, o tal vez tapado el
auricular con un pañuelo, pues sonaba extraña, distante y algo metálica.
“Quedan solo cuatro días, amor mío. ¿Quieres
saber quién soy? Supongo que ardes en deseos de conocerme. Siento los latidos
enamorados de tu corazón desde aquí. Cupido lo ha atravesado con una de sus
saetas. No te preocupes, también hizo lo propio con el mío. Estamos hechos el
uno para el otro… ¡¡Qué bonito es morir de amor!!”
Colgó.
Fue
entonces cuando decidió acudir a la policía. Al investigar el número desde el
que se realizó la llamada, descubrieron que fue hecha desde una cabina
telefónica situada en un concurrido centro comercial del centro de la ciudad.
Por allí pasaban miles de personas a diario. Ni siquiera las cámaras de
seguridad de los establecimientos cercanos sirvieron de ayuda. También analizaron
las cartas y las notas. Ninguna huella. Cada envío realizado desde un sitio
distinto. Quien fuera, había tomado todas las precauciones posibles para no
dejar rastro ni ser descubierto. Pero no podían hacer nada más. También
insistieron en la socorrida teoría del bromista. No podían ponerle vigilancia a
cada persona que venía con un caso similar. Eran muchos cada día. Y la policía
tenía cosas más importantes que investigar y no disponía de tantos efectivos
como para poder prescindir de ellos por incidentes como aquellos. Ella lo
comprendía, pero… Le aconsejaron que estuviera atenta, y siempre alerta, por si
veía a alguien sospechoso, que mantuviera la puerta y las ventanas de casa bien
cerradas, que se asegurara de llevar siempre el móvil encendido y con batería y
que, ante cualquier nuevo incidente, les avisara de inmediato. Pero poco más.
Como mucho, que hiciera caso a su hermano y si se encontraba insegura, se fuera
a pasar la noche a su casa.
Para el
día 11 lo que recibió por mensajería fue un ramo con doce rosas rojas. El
remitente no dejó ningún dato y pagó en metálico, según la encargada de la
floristería. Dentro del ramo, un mensaje. Por supuesto.
“Doce
hermosas flores. Tan rojas como los jugosos órganos internos de tu cuerpo que
saborearé, junto al néctar de tu sangre, cuando te abra en canal después de
hacerte el amor en nuestra noche de enamorados…”
Con cada
mensaje que recibía, sus temores se incrementaban. Quizá ya debería haberse
insensibilizado después de varios días. Pero lo cierto era que no, cada vez
estaba más aterrorizada. Los dos días posteriores los pasó en una nube de
inquietud rayana en la paranoia. Veía sombras en cada esquina. Escuchaba risas
por los rincones. Todo el mundo parecía acecharla, seguirla, amenazarla… Las
horas se convirtieron en siglos y el trayecto de casa al supermercado de la
esquina, un laberinto de dudas y eternidades. No quiso volver a molestar a su
hermano o a la policía. No quería dar la sensación de haber perdido los nervios
o su sano juicio. Aunque razones tenía para ello.
El día 12
la carta que recibió no llevaba escrito mensaje alguno. Solo una hoja en blanco
manchada con algunas gotas de sangre y, le dio un vuelco el corazón, también
algunas de su perfume. Aquel acosador conocía más de ella de lo que hubiera
pensado en un principio. Para saber qué perfume usaba, tenía que conocerla. Les
unía algún tipo de relación o vínculo; laboral, de amistad o de lo que fuera.
Pero la conocía bien. Volvió a sopesar la teoría de aquel amante despechado que
la acosó durante una temporada. Pero después de tantos años…
El día
anterior a San Valentín, lo que encontró en el buzón fue un paquete que
contenía un pendrive. Cuando lo conectó a su ordenador portátil, comprobó que
solo había un archivo de video. Esta vez ya no se sorprendió demasiado cuando,
al reproducirlo, se vio a si misma grabada haciendo topless en la playa donde
pasó sus vacaciones el verano pasado. Ya había llegado a la conclusión de que
su “admirador secreto” la llevaba siguiendo desde hacía tiempo y conocía todos
sus movimientos. Quién sabe hasta qué punto había violado su intimidad, lo
cerca que había estado de ella o lo que habían compartido. Y lo peor de todo
era la incertidumbre de desconocer quién estaba detrás de todo aquello. ¿Una broma?
Si se trataba de eso, aquel bromista se iba a enterar de lo que era jugar. No
estábamos en Halloween. Tampoco era el día de los inocentes. Y los mensajes…
No, no podía tratarse de una broma. Eran amenazas. Crueles y sangrientas
amenazas. Aquella noche se fue a la cama con un ataque de ansiedad. Telefoneó a
su hermano para decirle que el día siguiente iría a pasarlo a su casa, tal como
él le había sugerido. Llamaría al trabajo para decir que se encontraba mal.
Algo que no era del todo incierto. En su actual estado de nervios, no sería
aconsejable ir a trabajar. Tuvo que tomar varias pastillas para poder conciliar
el sueño.
***
Amanece. Un lluvioso y gris día de los enamorados.
Se levanta un poco aturdida y con la cabeza embotada por los tranquilizantes.
Pero al mismo tiempo, atenazada por un pánico como no había experimentado antes
en su vida. Cuando puede desperezarse y serenarse al mismo tiempo, una alarma,
como esas bombillitas que surgían en la cabeza de los personajes de dibujos
animados cuando tenían una idea, se enciende en su interior.
Algo no encaja en la habitación. Como si
hubiera una pieza fuera de lugar. No logra encontrar esa pieza, y sin embargo
sabe que algo está mal. La claridad que se cuela por las rendijas de la
persiana no es suficiente. Siempre hay más luz por las mañanas. ¡Al fin lo
comprende! Ella nunca baja las persianas por la noche. No le gusta la completa
oscuridad. Siempre le reconforta la luz que, desde la calle, se cuela para
iluminar las paredes y los rincones. Se pone en pie a duras penas. Si ella no
bajó la persiana, ¿quién lo hizo? Recuerda de golpe los acontecimientos de la
semana anterior y el corazón se le desboca dentro del pecho. Un momento… La puerta
tampoco encaja en el plano habitual que de su mundo cotidiano guarda en su
cabeza. Al contrario que la persiana, siempre la cierra al acostarse. Uno de
sus terrores de la niñez. Jamás consiguió dormir con la puerta de su cuarto y
del armario abiertas. Y ahora lo está. De par en par. Pudiera ser que tal vez
la noche anterior, algo aturdida por los calmantes, la dejara abierta sin
querer y bajara también ella misma la persiana. Se encuentra tan confusa… ¿Está
desvariando? Entonces escucha un crujido en el exterior…
Ese ruido
no lo ha causado su imaginación. Se incorpora lentamente. Recuerda lo que le
dijeron los policías. Mira en la mesita de noche, pero su teléfono móvil no se
encuentra allí. Otra pieza del puzle que no encaja. Jamás lo deja en otro
sitio. Alguien ha entrado en su habitación, ha bajado la persiana y ha cogido
su móvil para que no pueda usarlo. Las pastillas debieron inducirle a un sueño
profundo y no se ha enterado de nada… ¡Maldita sea! Cuando intenta dar dos
pasos nota que le tiemblan las rodillas y está a punto de caer de bruces al
suelo. Se tambalea, pero logra estabilizarse. Mira hacia todas partes, ve
sombras siniestras surgiendo de los rincones. Está sudando y temblando al mismo
tiempo. Su corazón es un taladro a punto de reventar su pecho. Encima de la
silla hay algo. Se acerca con cautela. Sus ojos se han acostumbrado a la
penumbra y puede ver con mayor claridad. Es otra rosa roja. Al lado hay una
tarjeta. Ya sabe lo que pone. Sin embargo, la abre y lee el mensaje:
“Feliz San Valentín, amor mío. Vamos a
pasarlo de muerte.”
Sale de
la habitación y se encamina con pasos vacilantes hacia el pasillo. Sabe que hay
alguien ahí. Ya le da igual lo que suceda a continuación. Necesita saber quién
es. Quién está detrás de todo aquello. Quién quiere matarla. Y quién está
enamorado de ella. Llora de miedo, de rabia, de desesperación. Cuando sale al
pasillo, él está ahí.
No se
trata de aquel amante acosador. Tampoco es ningún bromista desconocido o un
compañero del trabajo desequilibrado y obsesionado con ella. Ni es Carlos, su
primer novio, quien desapareció de su vida sin dar muchas explicaciones. No es
nadie que hubiera podido imaginar. Quien se encuentra ahora frente a ella es
Héctor, su segunda pareja. Aquel que, desde entonces, se había convertido en su
aliado fiel e inseparable, su mayor apoyo, su amigo del alma. Héctor, con quien
compartía todos sus secretos y curiosidades, sus tristezas y alegrías, sus
proyectos e ilusiones, estaba ahora allí, de pie al fondo del pasillo, con un
enorme cuchillo de carnicero en la mano y una macabra sonrisa aún mayor en los
labios.
Se acerca
a ella, paso a paso. El odio que ve reflejado en su mirada, se lo aclara todo.
Jamás le perdonó que lo dejara. El juego del amigo fiel había sido un truco,
una treta para estar siempre a su lado, junto a ella. Un malnacido que supo aprovecharse de su amistad e inocencia para ir trazando su plan y urdir su
venganza. Semana tras semana, mes a mes, se fue ganando su confianza. En
realidad, nunca superó la separación. Siguió enamorado y obsesionado con
ella… Y él, más que nadie, conocía su aversión al día de los enamorados. En los
tres años que habían pasado juntos, se lo dejó muy claro rechazando sus
regalos y no ofreciéndole a él ninguno. Eso tampoco se lo perdonó nunca, pese
a que entonces fingiera que no le importaba. Y había escogido aquel mismo día
para culminar su gran obra…
Sabe que
no tiene escapatoria. Se interpone entre él y la puerta de salida. Y está a
menos de cinco pasos de ella. Por mucho que grite, ya nadie llegará a tiempo.
Ni los vecinos. Ni su hermano. Ni la policía. Puede luchar… pero él tiene el
doble de fuerza que ella y un cuchillo descomunal en su poder. Ella solo miedo,
temblores y las neuronas y músculos a medio gas por culpa de las jodidas
pastillas.
Sigue
avanzando. Ella exhala un suspiro ahogado y cae de rodillas. Cuando le acaricia
el pelo y acerca la hoja afilada a su garganta, lo último que piensa es otra
vez en las jodidas flechas de Cupido y en que quizás la gente no muera de amor,
pero sí que hay muchos locos capaces de matar en su nombre.
Juanma Nova García
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