jueves, 16 de abril de 2015

LA MELODÍA DEL BOSQUE

Un círculo de piedras, mágico y perfecto, se erguía solitario en mitad de un claro de aquel bosque primigenio, oscuro y frondoso; tachonado como una alfombra de árboles que nadie conocía y nunca ninguno de nosotros había contemplado; con troncos de un oscuro tan negro como el ojo de una galaxia, dantescas ramas como brazos de huracán y enormes copas de hojas color verde esmeralda.


Era una noche antigua, de color azul profundo, con cientos de miles de millones de estrellas acompañando nuestro curioso ritual. Todos nos habíamos colocado tras las piedras, formando el circulo secreto, esa mística figura tan simple y compleja a la vez, tan misteriosa y llena de arcanos alfabetos. En mitad del círculo levantamos una improvisada pirámide de troncos que dio a luz una enorme hoguera de llamas amarillas, anaranjadas y rojizas, de olvidados destellos azules y plateados. 


Cuando llegó la medianoche, el momento señalado y esperado, el anciano alzó a la inmensidad su instrumento y comenzó a tocar música prohibida desde hacía milenios. El resto escuchábamos en respetuoso silencio; y a medida que la bella melodía tanto tiempo encarcelada recobraba su libertad y tomaba forma, cada uno comenzamos a agregar a su sonido nuevas e improvisadas notas, incorporando a la canción nuestra propia juventud y fortaleza, componiendo así una única e indivisible partitura infinita, vestida de miríadas de sensaciones indescriptibles. 


Permanecimos con los ojos cerrados en todo momento, abriendo la mente y todos nuestros sentidos hacia esos cantos místicos que estaban naciendo aquella noche, cual Ave Fénix de sus cenizas. Podíamos saborear las notas, paladear el ritmo, oler el aroma de cada acorde; podíamos incluso escuchar el latido del silencio del bosque, de la noche llena de magia y espiritualidad, de la naturaleza en el vaivén de las ondas que reverberaba en el aire inmaculado. Todos nuestros sentidos y nuestros sentimientos y emociones ocultas se habían abierto a la pureza y navegaban ahora a lomos de la cresta de las olas de aquel océano de hermosas sinfonías, a la vez abstractas y armoniosas. 


Hicimos música para el universo, para las constelaciones, para las estrellas; para la lluvia renacida, para el manantial eterno, para el amanecer de los tiempos; para el alma de los árboles, para el eco del viento, para las criaturas aún dormidas del bosque. Hicimos música para nosotros mismos, para nuestros anhelantes corazones...

Juanma - 16 - Abril - 2015                                                  
                                                                                                           

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