sábado, 30 de enero de 2016

DOS MINUTOS DE DESIDIA

A veces bastan dos minutos de desidia para inyectar una dosis de "melargodeaquí" en el torrente sanguíneo de las venas y echarte a la carretera como Jack Kerouac. O cuando aparece ese ruido ensordecedor que preludia el inminente desastre y que, inoportunamente, surge cada vez que uno quiere cicatrizarse en otra parte. Como una canción de acordes blasfemos sin estribillo que solo alcanza el estatus de murmullo antes de suicidarse. Largarse a tierra de nadie: como una revelación, como un orgasmo. A veces hasta se podría dejar de estar allí para siempre y abandonar el cuerpo como en un viaje astral en uno de esos sofás desgastados de piel sintética, como una cáscara a punto de quebrarse, con los pantalones remendados y la melodía del tintineo de cuatro monedas sueltas en el bolsillo. Ese tic inesperado que sobreviene de repente, la sonrisa torcida, las pestañas largas como lianas y el porvenir como un cristal hecho añicos. El paisaje quedando atrás como si fuese un espejismo. O un sueño. Porque de las fantasías diurnas en la carretera no hay manera de despertar. Los sueños recurrentes para un chico en peligro son sueños de peligro. Visiones de languidez, de desamparo, de enfermedad. Pesadillas en pantalla grande y a todo color. ¿Cómo si no te reclaman tus fantasmas? No hace falta hacerse demasiado viejo para comprender que casi todo el mundo al final termina disparando contra sus propios miedos y complejos.

Es la cercanía y lejanía de todas partes a la vez. Y, en la mayoría de las ocasiones, no se echa de menos la voz afónica, ni los neones de la ciudad, ni tan siquiera el olor a humo y a aceite y a tristeza que revolotea entre las luces, ni las risitas nerviosas que blasfemamos en el mismo lugar de todas las madrugadas, donde ya, por mucho que se quiera, no se vuelve nunca a ser uno mismo. El vodka a raudales y los bares de mala muerte y su muchedumbre perdida que cada noche huye de algo distinto para encontrase siempre con lo mismo. En esos avatares de la existencia, no se extrañan tampoco las dudas ni las certezas, ni las manos grandes de pulso dudoso sosteniendo las cartas, el mechero, el palo de billar o las lágrimas en un rincón solitario. Las manos de un animal asustado con ganas de salir corriendo, de empuñar una navaja y destripar esos sofás de resaca y borrachera, arañando la realidad que molesta hasta que la sangre se queda atrapada entre los huecos de las uñas. Sondeando la alevosía del pensamiento, renegando de querer volver ya de ningún sitio, y menos de aquellos lugares con espejo que vomitan imágenes de tu pasado como inquietantes reflejos de un pobre diablo enfermo de recuerdos. Volver a acercarte a ellos es como el absurdo caminar de vuelta de un cangrejo borracho en una pecera de arena. Y otras veces, sencillamente, damas y caballeros, ni siquiera  volvemos la esquina mientras algo tuyo se queda atrás, en la tierra de la nieve sin sonido, en el firmamento sin estrellas, en el vacío sideral mecido por las luces del olvido. Será algo parecido a estar haciéndote mayor sin haberte dado apenas cuenta.

Parece tan difícil que resulta endiabladamente sencillo. Bastan tan solo esos dos minutos de desidia para que la realidad se convierta en una enfermedad inaguantable o una letanía afligida. Ciento veinte segundos de reloj y una pequeña cucharada de fuerza de voluntad. Los ojos en blanco, una electricidad poderosa sacudiéndote la espalda y los nudillos, espasmos de vértigo agarrándote por detrás de las empalizadas del alma... y, en un visto y no visto, ya no estás. Te habían dicho que "siempre" era mucho tiempo. Hasta que comprendes que siempre es tan solo un abrir y cerrar de ojos. ¿En qué difiere aquello que nuca fue de aquello que nunca será?


Juanma - 31 - Enero - 2016 

miércoles, 13 de enero de 2016

MADRE

                                                                                                I


—¡Cariño, entra en casa! ¡Se está haciendo de noche!
     El niño al que van dirigidas aquellas palabras está en el jardín que hay en la parte trasera de la casa. Se encuentra agachado y parece jugar a algo. O con algo. Solo tiene cinco años. Es alto, delgado y desgarbado. “Igual que su padre”, piensa su madre desde la ventana de la cocina mientras vigila sus movimientos con gesto de preocupación y, tal vez, tristeza. Una tristeza antigua que apenas se ve, pero se nota. Mientras piensa en su hijo, termina de fregar los platos de la cena. Es consciente de que tendrá que esperar hasta que termine lo que sea que está haciendo. Porque sabe que nunca deja algo a medias. Es tímido, huraño e irascible, y eso le preocupa. Le quiere más que a su propia vida, por más que aquello sea tan tópico que ya suene ridículo. Pero es así. Y sabe que él también la quiere a ella con locura. Pero hay algo que no funciona del todo bien dentro de su cabeza. Y eso la inquieta. El niño mira con atención el interior de una caja de zapatos. Dentro hay un escarabajo y una cucaracha. Los azuza con un palo de madera para que peleen entre ellos. Como si estuvieran en un ring. Le gustan mucho los combates de boxeo. Sobre todo cuando alguno de los púgiles es derribado por el otro y cae al suelo inconsciente. Y si tiene el rostro destrozado y lleno de sangre, mejor. Los adversarios que ha elegido hoy son estúpidos y no pelean. El saltamontes del día anterior era bastante mejor. Se está aburriendo mucho, y no le gusta nada aburrirse. Finalmente, se da por vencido. Con una piedra machaca a los dos contrincantes hasta que en el fondo de la caja sólo queda un amasijo de fluidos, sangre y exoesqueletos donde no puede distinguirse ni una sola parte del cuerpo del escarabajo del cuerpo de la cucaracha. Cierra la caja con su tapa y la guarda con cuidado en el hueco de un árbol del jardín.
     —¡Cariño, por favor, entra ya en casa!
     El niño se da la vuelta y sonríe a su madre saludándola con una mano. Aquello es lo que a ella le hiela la sangre. Es capaz de esbozar la más inocente, maravillosa y tierna de las sonrisas y, un solo instante después, obsequiarte con una mirada cargada de ira, odio y crueldad. Aquellos ojos fríos, sin sentimientos, perdidos en un mundo lejano, o tal vez tan sólo interior, que parecen mirar en una sola dirección y no ver nada más de todo el fascinante mundo que le rodea. Siente miedo. Le da pánico pensar que aquello que no está en paz dentro de su mente, termine haciéndole daño. No a ella, sino a él mismo. Cuando por fin entra en casa, ella suspira y se relaja. Le da un beso en la mejilla. Le revuelve el pelo con ternura.
     —¿Qué hacías? —le pregunta.
     —Jugaba —responde él aburrido, como si acaso aquel punto no estuviera ya lo suficientemente claro y tuviese que perder el tiempo explicándolo.
     —¿No te aburre jugar siempre solo?
     —Pero si no jugaba solo…
     —¡Ah, es verdad! Tu amigo… ¿Cómo se llama? Espera un momento a ver si lo recuerdo…
     —Peter. Se llama Peter, madre.
     —Cierto hijo, siempre lo olvido —Sabe que los niños pequeños a veces juegan y hablan con amigos imaginarios. Pero suelen ser niños de dos o tres años a lo sumo. Con cinco años los niños juegan con chicos de su edad. Y, por regla general, suelen ser de carne y hueso. Su hijo juega solo en el jardín y, aunque él ignora que ella lo sabe, mata pequeños animales con una crueldad que la aterra. Mientras tanto, mantiene largas conversaciones con Peter, el supuesto amigo que no está y nunca ha estado allí. Es alguien que vive solo en su imaginación. Por lo demás, no se relaciona con nadie. No tiene amigos allí y tampoco en el colegio. Su profesora y el director ya la han puesto al corriente de su extraño comportamiento en ocasiones, de su falta de empatía y compañerismo, de su personalidad retraída… y de una gran inteligencia que guarda en estado latente.
     Ella lo sabe, pero no piensa llevarlo a un colegio especial. Ya se encargará, como pueda, de que su hijo crezca como un niño normal. Quizá solo necesite tiempo y todo vuelva a su cauce. Tal vez la culpa sea en parte suya por haberlo sobreprotegido demasiado. Es lo único que tiene en el mundo. Su primogénito murió al nacer por unas complicaciones respiratorias. Su marido la abandonó nada más decirle que se había quedado embarazada del segundo. Aunque mejor eso que las continuas vejaciones y palizas a que la sometía cuando llegaba a casa borracho. Y, en los últimos tiempos de su vida en común, también sin estarlo. Cuando nació aquel segundo bebé, se abrazó a él con tal fuerza que ni un huracán hubiera podido arrebatárselo de los brazos. Desde entonces, no se había separado un solo instante de él. Y ahora pensaba, por primera vez, que era posible que tantos cariños, cuidados y atenciones hubieran podido malcriarlo.
     Más bien había pensado aquello, por primera vez, una noche un par de semanas atrás. Se estaba duchando y, al cerrar el grifo y descorrer las cortinas para coger la toalla y secarse, se encontró a su hijo allí plantado, en medio del cuarto de baño, de pie y con un dedo en la boca, observando su cuerpo desnudo con una mirada mezcla de curiosidad, fascinación y sorpresa. Se quedó mirando con fijeza hacia aquel punto donde una pequeña mata de vello oscuro crecía entre sus piernas, antes de que pudiera taparse. Pocos días después, encontró una muñeca en la habitación de él. Supuso que la habría encontrado por ahí. O incluso quitado a alguna de las niñas de su clase. La había desnudado y, con un rotulador, había pintado de negro sus partes íntimas emulando el vello púbico que había visto en ella. En la frente de la muñeca había escrito la palabra “Madre”. Aquellos dos sucesos le habían hecho ver una realidad que hasta entonces ignoraba. O había querido ignorar. Algo no marchaba demasiado bien dentro de la cabeza de su hijo. Desde entonces, siempre cerraba la puerta del baño cuando estaba dentro. Ni siquiera habían hablado del tema. Aquella noche, cuando ella se cubrió con la toalla, él dio media vuelta y regresó a su habitación sin decir una sola palabra.
  


                                                                                                    II



—Cariño, ¿estás bien?
     Su madre siempre preocupándose por él. Le gusta y le disgusta a un mismo tiempo. Le sucede lo mismo con el verano. Le encanta y le saca de quicio. Está dentro del agua dándose un baño. Han ido a la playa por primera vez desde que era pequeño. El agua está templada tirando a fría, una temperatura ideal. Ella odia el mar. Más bien, odia bañarse en el mar. Dice que no soporta la sal pegándose a su piel. La comprende. Tiene una piel tersa y maravillosa. Así que se queda tumbada sobre una toalla en la arena tomando el sol. Es guapa. Muy guapa. Tan guapa como siempre. O más. Le gusta la suavidad y el color de esa piel que no quiere estropear con la sal, el olor de su pelo, el brillo de sus ojos, la forma de sus curvas…
     Acaba de cumplir trece años. Esta breve escapada a la costa es el regalo de su madre. Por la noche salen a cenar a un restaurante al aire libre. Acepta a regañadientes. No le gusta cenar fuera de casa. No le gusta estar rodeado de gente. No le gustan sus risas, su hipocresía y sus aparentes vidas maravillosas. Una chica de su misma edad le dirige una tímida sonrisa desde una mesa cercana. Es bonita. Pero no le gusta su sonrisa ni aquella manera de coquetear con él. Le hace un gesto obsceno con el dedo corazón. La chica se ruboriza y baja la mirada avergonzada y ofendida. Cuando acaban de cenar le pide a su madre si puede dar a solas un paseo por la playa. Le apetece ver el mar bajo la luz de la luna. A ella no le hace demasiada gracia dejarlo a solas ni un momento. Pero ya es casi un hombre y no puede negarle aquello.
     Mientras pasea por la orilla, hundiendo sus pies descalzos en la suave y fina arena, sus pensamientos giran alrededor de su cabeza y algunas imágenes inconexas, fugaces como flashes, desfilan por su mente: la chica que le ha sonreído durante la cena, una vaca decapitada vagando sin rumbo por un camino de tierra, una araña corriendo voraz hacia una mosca presa en su tela, un corazón latiendo servido en un plato, la chica de la cena de nuevo, esta vez ensangrentada de pies a cabeza, su madre desnuda… En esos momentos, el desfile de imágenes se detiene y su cabeza vuelve a quedar en paz y silencio. Porque esas diapositivas mentales vienen acompañadas de un zumbido insoportable que penetra desde sus sienes hasta el interior de su cerebro. Este trastorno, o lo que sea, le sucede desde niño. Desde que tiene uso de razón. Pero cada vez le ocurre más a menudo. Y nunca le ha contado nada a su madre. Ni siquiera que cuando visualiza la imagen de ella desnuda, sufre una fuerte erección.
     Un maullido a sus pies le devuelve a la realidad. Un gatito de pocos meses se ha acercado hasta él. Sin querer, abstraído en su mundo interior, ha abandonado la playa y se encuentra en la parte de atrás de uno de los restaurantes de la zona. Hay algunos cubos de basura. El pequeño felino debe de estar buscando restos de comida. Pero no llega aún a subirse a los altos cubos. Y además, están cerrados. Se agacha y lo coge entre sus brazos con delicadeza. El minino maúlla reconfortado. Mira con cariño los ojos de aquel humano que lo abraza con ternura. Será lo último que vea. Un instante después su cuello cruje al ser descoyuntado. Su cabeza se separa de su cuerpo y la sangre brota como un geiser. La sonrisa de aquel humano se ha tornado grotesca, desencajada, demencial. En su mirada siniestra brilla la fiebre de la locura.
                                                              

                                  
                                                                                                    III  



“¿Cariño, estás bien?”
     Despierta asustado, jadeando, con el corazón dando brincos dentro de su pecho y aquellas palabras retumbando en su cabeza. ¿Aquello ha sido una pesadilla? ¿O más bien ha sido una premonición? Tal vez una visión, una manera de decirle cómo debe hacer las cosas. ¡Sí, eso ha sido! ¡Ahora lo ve todo con prístina claridad en su mente!
     Ya ha cumplido dieciséis años. Es casi un hombre y, sin embargo, su madre lo sigue llamando “cariño”. “Cariño por aquí, cariño por allá”. De pequeño le gustaba. Incluso en su adolescencia le resultaba divertido. Pero ahora… Se lo ha comentado en repetidas ocasiones. Ella dice que es y será siempre su niño, su querido niño, y que le llama así porque le quiere tanto… Pero él le repite una y otra vez que no le gusta que se lo diga, que tiene un nombre. Nombre y apellidos. Pero no hay manera. Siempre vuelve a llamarle…
     Cariño, cariño, cariño, cariño, cariño, cariño, cariño, cariño, cariño…
     Siempre preocupada por él. Siempre diciéndole cómo y cuándo hacer las cosas. Que si ya no sonríe tanto como antes, que si ya no habla tanto antes, que si ya no come tanto como antes. Cada dos por tres llevándolo al médico. Que si su aspecto es demasiado pálido, que parece excesivamente delgado, que está siempre molesto o preocupado, o distraído. A todas horas haciéndole tomar montones de pastillas inservibles para montones de enfermedades que no tiene. Él es como es. Y va siendo hora de hacerle entender que ya es un hombre, que debe mostrarle también un respeto, que no quiere que le vuelca a llamar…
     “¿Cariño?”
     La maldita y dulce voz de ella resonando en la caverna de su mente. No es sólo fuera, también le roba la intimidad interior.
     Se levanta. Sale de su habitación y baja las escaleras hasta la planta de abajo. Con cuidado de no hacer ningún ruido. Su madre tiene el sueño muy ligero. Demasiado. Es capaz de escuchar el vuelo de una mosca en mitad de la noche. Se dirige a la cocina. Abre un cajón y saca un enorme cuchillo de carnicero. La luz de la luna entra por la ventana y se refleja en la hoja de acero arrancando un fugaz destello que ilumina su rostro. Se mira en el cuchillo. Ve su imagen en él. Sonríe. Al cuchillo, a la noche, a la luna… Y a su madre.



                                                                                                  IV



—¿Qué se siente, cariño?
     El loro al que está abriendo el abdomen con un bisturí para vaciarle las entrañas, no puede responder. Y no porque no supiera hablar. Había aprendido a decir un buen puñado de palabras, entre ellas “cariño”. De tanto oírsela a su dueño, había pasado a repetirla a todas horas. Pero ahora está muerto.
     Procede al vaciado del animal de manera pulcra y meticulosa, con la precisión de un cirujano. Su amor-odio por los animales viene de muy pequeño. De cuando hacia pelear insectos, invertebrados y otros pequeños animales en su vieja caja de zapatos convertida en ring de boxeo. Más tarde fueron ardillas, gatos o perros. Le encantaba el sonido de sus huesos al crujir. Sobre todo, cuando les partía el cuello o la columna vertebral. Su última gran afición es la taxidermia. Y le encanta practicarla sobre todo con aves. Las caza o las compra. Después de tenerlas por compañeras durante un tiempo, las diseca. Tiene una buena colección de ellas; búhos, lechuzas, halcones, cuervos, urracas, palomas… El loro ha sido su última adquisición. Y ahora es también su último trabajo. En el sótano de casa alberga su espléndida colección. Se siente muy orgulloso de ella.
     Unas toses ahogadas al otro lado de la habitación le desconcentran y hace una mala incisión en la carne del animal. Aquello le pone furioso. No soporta que le interrumpan por nada del mundo cuando está trabajando. Se vuelve hacia la cama que hay tras él. Tendida en ella, hay una chica desnuda. Tiene una mano amputada y metida dentro de la boca. El muñón está cauterizado. La otra mano y los pies están atados a los postes de la cama. La extremidad hundida casi en su garganta hace que la muchacha tenga arcadas y apenas pueda respirar. Deja en la mesa al animal y sus útiles de trabajo. Se levanta y acerca hasta la cama con gesto furioso. Y, al mismo tiempo, esbozando una encantadora sonrisa. El rostro de la chica es una máscara de terror. Cuando lo ve acercarse, sus ojos están a punto de salirse de las cuencas. Tiene el cuerpo cubierto de heridas y moratones. Le faltan los dos pezones y la sangre reseca que ha manado de ellos cubre sus grandes pechos como lava derramada por las laderas de un volcán. Le ha quemado el vello púbico con un soplete antes de violarla. No lo soporta desde que se lo viera a su madre desnuda de pequeño.
     —¡Me dijiste que ibas a estar callada! —le recrimina— ¡No puedo concentrarme en el trabajo si haces ruido! ¡Y mi madre está durmiendo arriba… la vas a despertar! —Le introduce la mano cercenada aún más al fondo de la garganta, apretando con todas sus fuerzas. La chica se debate, intenta respirar, patalea. Él sonríe y la besa con suavidad en la frente. Cuando cesan los últimos estertores, le extrae la mano y la lanza hacia un lado. Se vuelve hacia el loro.
     —Me temo que vas a tener que esperar un ratito más —Coge el bisturí de la mesa y  empieza a abrir el abdomen de la muchacha. Últimamente se ha aficionado también a la disección de seres humanos. Especialmente del género femenino. Y le gusta abrir los cuerpos cuando aún están calientes…

                                                              

                                                                                                    V



Hay un enorme y profundo lago a tan sólo un centenar de metros de la parte trasera de la casa. Allí se deshace de la mayoría de las chicas violadas, torturadas, asesinadas y descuartizadas. Lleva los cuerpos, o los restos de ellos, en el maletero de su coche hasta un bote con remos que tiene amarrado en el embarcadero. Siempre lo hace de madrugada, al abrigo de la luz y miradas curiosas. Rema hasta el centro del lago y allí lanza los cadáveres, lastrados con pesadas piedras para que se hundan, por la borda. En aquella zona, el lago tiene más de doscientos metros de profundidad. Los grandes y feroces peces que habitan aquellas aguas seguro que se encargan de eliminar cualquier rastro de carne y vísceras. También de cualquier otro tipo de prueba que haya podido quedar en los cuerpos, aunque suele ser muy meticuloso en ese aspecto. Los huesos descansarán para toda la eternidad en el fondo del lago, lejos de poder ser vistos o hallados por nadie. Ni siquiera los submarinistas que a veces se dejan caer por allí se sumergen tan profundo. Es un método mucho más eficaz que enterrarlos bajo tierra, donde por algún descuido o casualidad puedan ser descubiertos.
     Aunque él no cree ser el responsable de la muerte de ninguna de esas chicas. Siempre las encuentra ya muertas y sin ningún recuerdo de lo sucedido. Hay una especie de vacío y oscuridad en su mente desde el momento en que las conoce hasta que las encuentra sin vida. ¿Amnesia? Es algo tan doloroso para él que piensa que quizá sea una reacción de su cerebro para no causarle más sufrimiento. Como si decidiera borrar de su memoria ciertas escenas terribles que podrían traumatizarle. Porque, en el fondo de su mente, sabe lo que está ocurriendo. Es su madre la que se deshace de todas aquellas muchachas. Siempre lo ha querido solo para ella. Jamás soportó la idea de compartirlo con alguien más. Cada vez que intentaba entablar una relación con alguna chica, los celos de ella no podían aceptar la situación.
     —¡Cariño, esa ramera no te conviene! —Solía decirle cada vez que le presentaba a alguna. Y tenía una ligera idea de lo que sucedía después. Le echaba alguna droga en la comida o bebida y, cuando él estaba sedado e inconsciente, las asesinaba para apartarlas de él. Era tal el odio que le producían, que en algunos casos se ensañaba con ella de manera espantosa y cruel; descuartizándolas, sacándoles las vísceras, violándolas con algún objeto contundente… Después él las encontraba y no le quedaba más remedio que limpiar todo el estropicio y deshacerse de los cuerpos en el lago. Porque aunque repudiara y condenara de manera tajante el comportamiento de su madre, la quería más que a su vida. Pese a sus diferentes puntos de vista y desencuentros, pese a sus continuas peleas y discusiones, pese a que le siguiera llamando “cariño”, era su deber protegerla. No podía consentir que la policía tuviera conocimiento de nada de aquello. Tenía que ocultarlo y cuidar de su madre, era su obligación como hijo único y ejemplar.
     Volvió a la casa. Tenía que revisar toda la escena del crimen para limpiar cualquier rastro de sangre, cabello o ropa. No recibían apenas visita alguna. Pero, de vez en cuando, sí que paraba alguien a alojarse en el pequeño motel que su madre y él regentaban y que estaba al lado de la casa. La carretera interestatal no pasaba por allí, por eso solo algún viajero perdido o despistado daba con sus huesos en aquel lugar. Pero siempre había que tener el máximo cuidado y precaución por si alguno de aquellos visitantes era demasiado curioso. Podía ver cosas que no debía. Aunque a la casa jamás subía nadie, no estaba de más ser precavido. Cuando se cercioró de que no quedaba ninguna huella o resto de lo sucedido, volvió a su trabajo en el sótano de la casa.
     Pese a que su gran pasión seguía siendo la taxidermia, una nueva afición ocupaba últimamente gran parte de su tiempo. Y como era algo relacionado con lo anterior, también se le daba de maravilla. Estaba confeccionando un vestido de piel humana para su madre. Aquellas muchachas ya estaban muertas… y desperdiciar aquel material tan delicado y maravilloso que ya no podrían lucir, hubiera sido una lástima. Así que despellejaba a las muchachas con sumo cuidado para secar y guardar la piel. Muchas de las pieles estaban tan desgarradas e inservibles por la violencia que tenía que desecharlas. De otras sólo podía rescatar algunos pequeños retales. Y muchas partes también se le rompían, así que tenía que coserlas con fragmentos de otras para unirlas entre sí. Era un trabajo delicado y meticuloso, pero le encantaba. Sentía especial predilección por la piel humana desde que se había enamorado de la de su madre. La de ella estaba ahora vieja y marchita, así que había pensado que sería estupendo regalarle un nuevo y precioso vestido de piel humana. Estaba convencido de que le gustaría mucho. Y no podría reprocharle nada. Total, a aquellas chicas las asesinaba ella…



                                                                                                      VI



Es una lluviosa noche de otoño. Su madre y él están en la habitación de arriba. Ella duerme sentada en una silla. Él está a punto de bajar de cenar. En esos momentos, el ruido del motor y las luces de un coche llaman su atención. Se asoma con cuidado a la ventana. Un automóvil acaba de aparcar delante del motel. Se apagan las luces y del interior del vehículo sale una joven rubia. Parece muy guapa. Corre a refugiarse de la lluvia al cuarto de recepción del motel.
     —Madre, tenemos un nuevo huésped. Tengo que bajar a atenderla…
     —¿Atenderla? ¿Acaso es otra de esas sucias rameras que tanto te gustan?
     —Madre, es una clienta. Está abajo esperando…
     —¡Dile que está cerrado! ¡No queremos furcias baratas en nuestra casa!
     —No está en nuestra casa. El motel está abierto a todo el mundo. Tengo que ir…
     —¡Está bien! ¡Pero ten mucho cuidado con ella, cariño!
     —¡¡No me vuelvas a llamar así!! —Estalla por fin en un rugido. Se vuelve y mira con furia a su madre.
   Sale corriendo de la habitación y baja a toda prisa las escaleras. Está harto de su madre. No va a consentir que se entrometa entre esa linda muchacha y él. Es sólo un huésped pero… ¿quién sabe? Quizá pueda entablar conversación con ella. Puede invitarla a cenar con él… ¡Sí, eso hará! Le ofrecerá tomar un aperitivo con él, abajo en el motel. Y le explicará su afición a la taxidermia. Seguro que le entusiasma. Tal vez consigan hacerse amigos. Y después le dará la habitación número 1, justo al lado de la recepción. Para no perderla de vista. Pero tendrá que vigilar de cerca a su madre. Esta vez se andará con cuidado. Con mucho cuidado… Se detiene y se vuelve a mirar atrás. Hacia las escaleras y el piso de arriba. Hacia su madre. 
      —¡Me llamo Norman, madre! ¡Norman Bates! 


(Con todo mi cariño al maestro Alfred Hitchcock.)


Juanma Nova García
                                                               

martes, 12 de enero de 2016

MIRADAS

Se sentaron frente a frente, contemplándose. Alzaron las manos, poco a poco, y las colocaron a ambos lados de sus rostros, como quien sostiene el mundo en el aire, casi sin tocarlo, pero rozando la eternidad.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la vida a la esperanza.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la paciencia a la confianza.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la sabiduría a la enseñanza.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó el amor a la pasión.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la humildad a la admiración.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la magia a la ilusión. 

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó la música a la canción.

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó el beso al beso, la caricia a la caricia, el susurro al susurro, la mirada a la mirada, la letra a la letra, la mano a la mano, la piel a la piel, el corazón al corazón...

No me dejes nunca, le pidió.
Y tú no te vayas jamás, le contestó.

Y se quedaron; rozando con sus dedos el infinito y mirándose hasta que se les gastaron las pupilas.


Juanma - 12 - Enero - 2016