viernes, 8 de diciembre de 2017

INYECTARNOS FANTASÍA

Si te acercases
podrías ver cómo me observan
los buitres que siempre revolotean sobre mi cabeza.
Odio esas noches que se clavan como jodidas lanzas,
esas horas que se suicidan antes de tiempo,
las lágrimas amargas de cualquier chica tiste
al fondo de la barra de cualquier triste bar.
El olor de la desidia, su anestesia en las venas.
Sabes que nos quedamos en la entrada buscando una salida.
Que detrás de los surcos de los años perdidos
todavía laten ascuas de sueños inconclusos.
Tantas historias se quemaron en el fuego del olvido...
Poemas con olor a flores marchitas,
noches con anhelos que abrasaban en el pecho,
calles pintadas de nostalgia y sexo.

Si te acercases
podría enseñarte mi deshabitado mundo,
mi derrotado ejército de ilusiones,
mis últimas primaveras caducadas en la nevera.
Me dueles si estoy lejos de tu cuerpo.
Se alborotan hasta mis pestañas si te quitas la camisa.
Aunque, a veces, no recuerde ni quién eres.
Porque el pasado arde y renace como el Ave Fénix de sus cenizas,
como las risas de unos niños extraviadas en el parque,
o la esperanza desgarrada por las púas del alambre de la piel.

Si te acercases
comprenderías que ya no somos,
ni seremos,
los guardianes de las llaves del querer.
La mirada en la luna, los fines de semana en celo,
los lunes de borrasca lamiéndonos las heridas de las caricias mal dadas.
Aullando como lobos, apurando la madrugada,
estrujándonos los sesos, jugando a no me acuerdo, bebiendo dinamita.
Al amanecer los recuerdos son como jodidas resacas que acechan tras cada esquina.
Te golpean y escupen, te empujan y olvidan...

Si te acercases
sabrías que la única manera de tocar el cielo
ha sido siempre lanzarse de cabeza al infierno.
Porque el paraíso es la barra sucia y pegajosa
de una taberna de mala muerte.
Porque las cicatrices del alma abren la puerta
de alguna dimensión desconocida.
Y porque la realidad es a la imaginación
lo que las estacas para los vampiros.

Si te acercases,
tan solo un poco, a este lado de la jaula
podrías ver a los cuervos agrupados en bandada,
a las bestias arremolinándose en jauría...
Puedo esnifar tus palabras hasta colocarme de tu idioma.
Y después, tal vez, cruzar la Vía Láctea en un Cadillac.
Quizá ser otra persona, ser algo, todavía.
Vivir, aunque sea, en una habitación de madrugadas a deshora,
sobrevivir con cerveza y restos de pizza fría,
Recitarnos poemas aprendidos de memoria,
bailar twist en lo alto de las grúas,
hacer el amor en los escaparates de la Gran Vía.
Sodomizar la pausa y la prisa.
Aullar hasta que la luna nos dé una patada,
Beber torrentes de vodka cerca de un precipicio,
coleccionar estrellas, inyectarnos fantasía.
Escondernos de la gente.
Construir una máquina del tiempo
y volver, a la misma noche, cada día.


Juanma

martes, 5 de diciembre de 2017

LOS SECRETOS DEL MUNDO

Ella le cogió de la mano. Subieron por unas empinadas y estrechas escaleras de piedra hasta toparse con una puerta redonda, como esas tan graciosas de los hobbits. Daba a un pequeño desván, oscuro y polvoriento. Al fondo había un ventanuco que apenas dejaba pasar los rayos de luz de la mañana. Las tardes debían ser de penumbra, silencio y seres invisibles moviéndose entre las sombras. Las noches... no quería ni pensarlo. Apenas se distinguía gran cosa, pero Loth pudo apreciar que todas las paredes estaban llenas de estanterías, desde el suelo hasta el techo. En unas había libros; en otras extraños objetos, piedras y amuletos; y en algunas más, pequeños recipientes de cristal de muchos colores.
     —Dijiste que me ibas a enseñar los secretos del mundo...
   —Y aquí los tienes —respondió Alana con una sonrisa—. Todos los secretos y misterios del mundo.
     —Yo solo veo cosas inútiles.
     —¿Cosas inútiles? —La muchacha no pudo evitar reírse ante la ingenuidad del chico. Tenía casi la misma edad que ella, pero era tan inocente...— Los libros guardan todos los saberes del mundo. Los conocidos y los prohibidos. Todo lo que fue, es... y quizá también lo que será. Ellos custodian toda la ciencia y fantasía del mundo. También la astronomía, los senderos ocultos del bosque, la poesía...
     —No sé leer —contestó Loth con tristeza.
     —Eso tiene arreglo —respondió Alana—. Yo te enseñaré.
     —¿De veras lo harás? —Y por primera vez asomó a los ojos del chico una chispa de alegría. La muchacha se limitó a sonreír y asentir, cual una madre ante la pregunta divertida de su hijo.
     —En las piedras y amuletos —continuó—, se conserva la magia del universo. Cada uno posee un poder distinto, atesorado desde el amanecer de los tiempos. Todo cuanto nos rodea está impregnado de saber y poder. Los misterios de la naturaleza, los abismos de los océanos, las maravillas de las constelaciones. Todo aquello que muchas veces no comprendemos... ¿Sientes vértigo? Tranquilo. Cuando aprendas a leer y escribir, también te los descubriré.
     —¿Y en los frascos de colores? —preguntó— ¿Qué guardas ahí?
     —¿Ahí? —Alana se giró para mirar los estantes que tenía detrás— Eso es lo menos misterioso de todo. Tan solo es mi pasatiempo. Es con lo que me entretengo en los ratos libres. Ahí voy guardando todos los olores del mundo.
     —¿Todos? —Los ojos de Loth se habían abierto como platos.
     —Bueno, casi todos —Volvió a reír ella.
     —¿Qué hay en ese de allí? —dijo señalando un frasquito con un líquido gris azulado que había en lo más alto de la última estantería.
     —Ése contiene el olor de los ríos y sus peces. El verde que hay a su lado, el aroma de los árboles y las flores en primavera. El rojo de la estantería de debajo, la fragancia de la pasión y los latidos del corazón...
     —¿Y este? —El muchacho se acercó hasta uno más grande que había frente a ellos y que brillaba con un hermoso azul celeste.
     —¡Ten cuidado; este es el más delicado de todos! Guarda uno de los olores que más me costó atrapar. Dentro huele a polvo de estrellas. ¡Pero ven aquí! —Volvió a cogerlo de la mano y le llevó hasta un rincón— Mira estos dos. Este de color ámbar guarda mi perfume. Y ese otro carmesí, tu olor.
     —¿Mi olor? —Cada vez estaba más asombrado— ¿Cómo has atrapado mi olor?
     —Shhhhh... —Alana se llevó un dedo a los labios y, encogiéndose de hombros, dejó escapar otra tímida risita— Eso es un secreto que no está escrito en ninguno de todos estos libros.
     —¿Y aquel otro? El pequeñito que hay al lado de los nuestros. 
     —¿El que está vacío? Ese aún tenemos que rellenarlo...
     —¿Tenemos? —La miró más extrañado todavía— ¿Con qué?
     —¿Aún no lo sabes? —Se acercó y lo abrazó con ternura para susurrarle al oído— Ese lo llenaremos tú y yo, poco a poco, día a día, con la esencia del amor. 

Juanma

domingo, 26 de noviembre de 2017

EL CUENTO DE LA VIDA

Apenas tienen cinco años cuando se conocen. Es el primer día de colegio y sus madres los dejan en una clase llena de otros niños llamativos, pero menos. Menos niños no, menos llamativos los unos para los otros que como se atraían ellos entre sí.
    Su historia empieza en una mesa verde llena de bolas de arcilla que, a diferencia de la plastilina, al quedarse seca se endurece, como la vida. Él fabrica un unicornio, ella no sabe qué es. Él le explica que es un caballo mágico, ella se ríe y él también. Después moldea un barco y le asegura que, cuando esté acabado, navegarán a bordo de él por el patio de recreo en los días de lluvia, y vivirán aventuras increíbles surcando lagos malditos, mares lejanos, el mundo entero. Ella sonríe con los ojos brillantes de ilusión.
    Pasan los recreos siempre juntos, contándose historias imaginadas, cuentos recién inventados, fábulas en primera persona. Los demás niños los miran con recelo, observándolos a una distancia prudente, como si fuesen bichos raros que no conocieran. Aprenden a escribir juntos, a leer de la mano, a sumar y restar cantando... y cogen la costumbre de contarse el argumento de los libros en primera persona. Se disfrazan de los héroes de sus sueños, crecen dentro de sus mentiras, se abrazan de mentira, y se besan de mentira, como los novios de mentira.
    Llega el último verano de colegio y ya no les quedan más septiembres. Se mienten, esta vez sin saberlo. Poco a poco, como planetas en distintas órbitas, se van distanciando irremediablemente. Siguen viéndose de manera casual por el barrio, pero cada vez conversan menos, se miran menos, se sonríen menos... hasta que el saludo se convierte casi en obligación.
    Pasan los años de mentira y van conociendo a otros ellos. Llenan sus nuevas vidas de otras mentiras, aunque mucho menos cómplices, más mundanas, menos divertidas. Un día ella entra en una discoteca, ya decepcionada de esa nueva vida, y se lo encuentra. Entre tragos de alcohol recapacita: “de todos los que me han mentido, nadie me ha mentido como él”. Se acerca y le saluda. Al oído le confiesa que está en la discoteca porque el descapotable se le ha averiado, iba de camino a una cena con músicos, actores y gente del mundo de la moda. Él se ríe, se separa con los ojos brillantes, hace una pausa para mirarla. Se acerca a su oído y le miente. Así que ambos, mentidos de arriba abajo, salen a buscar al unicornio de arcilla, que con el tiempo ya está amaestrado, para que los lleve a la fiesta. Se besan y hacen el amor en un portal.
    Siguen viéndose de vez en cuando para mentirse. Se mienten incluso sobre sus actuales parejas. Se van contando sus bodas programadas, los hijos que tendrán, sus viajes, sus mascotas... Poco a poco van dejándolo todo para mentirse más frecuentemente, hasta que ya casi se mienten en exclusiva. Hasta que un día deciden irse a vivir juntos, para mentirse ya del todo. Y es entonces cuando cada uno descubre todas las verdades del otro.
    Salen por la mañana a trabajar a la ciudad, y vuelven corriendo por la tarde a mentirse en su reino recién conquistado, a lomos de su caballo mágico. Pero una noche ella se pone enferma, y acuden a un hospital muy falto de fantasía. Un doctor le diagnostica una enfermedad incurable, y le cuenta que apenas le quedan unas semanas de vida. Ella llora y maldice todas las verdades del mundo.
     Él se quita los zapatos y se acurruca en la cama junto a ella, abrazándola con fuerza. Le aparta el pelo de la oreja para alimentarla de una última mentira. Le explica que ellos no existen, que son parte de un cuento, un relato nacido de la fantasía de un pensamiento. Le cuenta que son tan reales como los unicornios, y que al final del cuento no se muere, porque los cuentos no tienen final. Y le promete, sin más mentiras, esta vez ya de verdad, que vivirá para siempre en su recuerdo y su corazón.

Juanma - 26 - Noviembre - 2017

martes, 10 de octubre de 2017

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

—¡Cuánto tiempo sin pasar un rato contigo! —dice Elena con los labios algo morados y entumecidos del frío, aplastando la colilla de un cigarrillo rubio bajo la suela de sus zapatillas blancas. Iker tuerce la boca y guiña un ojo, mientras las sombras del atardecer se alargan y el día se desvanece a cuentagotas.
     —Creía que este año habías dejado de fumar. ¿O es que no te atreviste con ese anuncio de acupuntura oriental del que tanto hablabas? —pregunta Iker, con esa mirada suya tan pícara como condescendiente. El mismo jersey negro que ayudó a destacar sus ojos verdes por encima de las multitudes en los años de la universidad.
     —Lo intente, Iker, en serio. Como cuando me autoconvencía de hacer dieta después de cada Navidad para poder volver a ponerme la camiseta azul de David Bowie de la época del instituto… y al final acababa haciéndome un revuelto de helado de vainilla con Emanem´s.
     —Decíamos que teníamos examen y terminábamos en La Vía Láctea
     —Cantando y bailando siempre…
   —Escuchando a Placebo, hasta las trancas de cerveza y tequila. Y tú tenías la feliz idea de ponerte…
     —Aquella camiseta del mercadillo con la cara de un payaso sonriente que daba miedo a todo el mundo. Llegaste a pedírmela algún domingo. Y como amuleto para los exámenes.
     Iker sorbe un trago corto de un vino peleón con demasiado recelo, aunque siempre fuese el primero en ridiculizar aquellos paladares exquisitos que encontraban en un sorbo de una botella cara cierto regusto a madera, a canela, a pino, a frutas de bosque o a cristo bendito. Cuando recordaba su paso por la vida universitaria, entre cigarros de la risa, whisky barato, perfume a lavanda, a incienso y a café, fiestas llenas a partes iguales de chuloputas engominados con la nariz empolvada e intelectuales enamorados de las entrañas de los ordenadores; revistas de rock´and´roll, el futuro abierto como una herida por donde entra el cielo en el cráneo, la juventud ardiendo como un ascua de plenitud en los pulmones, los bailes en El Penta, las madrugadas deshojando minutos en vinilos que ahora costarían medio riñón en E-bay… La vida se había vuelto un juego de ajedrez bastante más complicado que un simple coqueteo entre reinas y peones.
     —¿Sigues pues con la nicotina a vueltas? Como una tatuadora heavy de California o algo así.
     Iker revuelve cariñosamente el pelo color fuego de Elena, su cara de niña traviesa con insomnio, turbada por la prisa de los años, pero con la inocencia atada a sus hoyuelos.
     —Si, ya sabes. Cuando mi hermana lo dejó intenté motivarme, ponerme esos jodidos parches o apuntarme a ese gimnasio tan noventero que hay en mi barrio peeeeero…Ya sabes, siempre reponen de madrugada alguna película de Tarantino, siempre me apetece un café muy cargado a deshoras… Y después está el trabajo que me pone de los malditos nervios.
     —Siempre has tenido las excusas imperfectas para los momentos perfectos, Elena.
     —Bueno, hay que tener el as para matar el tres, decía mi abuelo. Para sobrevivir en este mundo de pirañas.
     Se pone el sol, de color óxido, y caen el día y el apetito como telones descoloridos por detrás de los tejados de las fábricas. A un centenar de metros, en un tugurio de mala muerte, una prostituta escupe en el lavabo porque el speed hace que le pique horriblemente la garganta, y la noche es un animal de caza ya despierto; a la vuelta de la esquina, un anciano hojea, nostálgico, periódicos amarillos de hace dos vidas; un mimo sonríe tras su pintura blanca, en el mismo silencio callejero perpetuo que llena luego una banda de saxofonistas tiñendo la avenida de jazz; un cuervo se precipita a volar desde un maldito rascacielos; un McDonalds abre sus puertas y un adolescente surcado de acné garabatea en su interior la firma de su primer contrato remunerado, mientras su padre, en el otro extremo de la ciudad, se limpia las lágrimas del rostro y baja a beber un trago al bar, y su madre se lava con vodka las penas por dentro, y sonríen cuatro jóvenes en el flash de una foto, y un florista vende su último ramo de la tarde, pone el cartel de cerrado y se pregunta por qué coño las flores no vivirán para siempre.
     —¿Y has tenido la brillante idea de volver a traerme un tulipán? —pregunta Elena a bocajarro.
     —No seas quisquillosa. Los dos sabemos, sobre todo desde que saliste con el tarado de Ismael, que es tu favorita.
     —Lo es, pero no hace falta que todos los años me traigas uno.
     —Claro que si…Para una vez que nos vemos me apetece traerte algo. Ya sabes lo difícil que es venir hasta aquí y en el almacén me explotan como a una mula de carga. Necesito unas vacaciones. Necesito fiesta. Necesito bailes, mojitos, drogas blandas y estrellas fugaces en el capó del coche más viejo del mundo.
     —¿Eso no me suena idéntico a cierta cantinela del verano del noventa y cinco?
     —Si, pero en aquellos tiempos no teníamos dinero para cócteles. 
     —No, pero nos bastaba con una litrona barata. Sí, los tiempos buenos, los cojonudos de verdad, al final, no requieren de demasiadas cosas.
     —Es cierto. Ahora echo de menos tu salsa barbacoa, las palomitas y las maratones de cine hasta las tantas. Por cierto, Ismael ha cambiado de trabajo, ahora es repartidor de publicidad de una empresa de comida rápida, y al atardecer solemos ir a correr juntos por la ciudad. Es el mejor momento del día.
     —Voy a encender otro cigarro antes de irme —comenta Elena cambiando de tema.
     Iker sonríe, apacible, la piel de un moreno melancólico de sol. El ocaso ya puesto de rodillas y relamiendo los últimos restos diurnos de luz.
     —¿Qué tal te van las cosas con ella?
     —La verdad es que genial —contesta Iker— Pasó una racha espantosa cuando falleció su madre, fueron unos meses de mierda. Pero ahora está muy contenta, escribe para una revista ecologista en su tiempo libre. Sigo enamorada de ella como un niñato de instituto.
     Elena suelta el humo como quien se desprende de lastre.
     —Siempre me cayó genial Marta. Es una chica que gana cuanto más la conoces. Parecía tan tímida, con esos ojos tristes y esa sonrisa lánguida, y sin embargo luego te soltaba esas barbaridades ácidas y desternillantes sobre los reptilianos, la cienciología y la secta de Charles Manson. Tiene grandes virtudes, además de ser la mejor cocinera a lo largo y ancho del universo.
     —Lo sé. Ella también te aprecia mucho, Elena. Miramos muchas veces juntos la cajita de fotos de los noventa.
     Elena sonríe, con abierta ternura, y se quita un mechón pelirrojo de la frente.
     —No seáis tontos y malgastéis vuestro valioso tiempo añorando a esta vieja loca. Una, por desgracia, no puede quedarse a vivir en las viejas fotografías.
     Elena suelta una calada espesa, sujetando el cigarro con temblor en las manos. Iker le da un abrazo cálido, enorme, con ese amor incondicional y sin grietas que suelda con estaño las mejores amistades.
     —Tienes que dejar de fumar. No seas cabezona. Cuando no me haces caso, pasan cosas como aquello del año noventa y ocho.
     —No hace falta que me lo recuerdes. Hay cosas que es mejor… —Se le quiebra la voz antes de terminar la frase. Unos cuervos graznan y Elena aplasta de nuevo el espejismo ya sin humo del último cigarro. Una lágrima solitaria serpentea su mejilla izquierda.
     —Ya es casi de noche, Iker, deberías irte. Tienes que dormir y curar esas ojeras.
     —Me quedaría aquí contigo mil años. Bailando hasta el amanecer como en aquellos maravillosos años noventa.
     —No puedes, cariño. A mí también me encantaría, pero me basta con que vengas a verme. Pese a todo lo que pasó, siempre serás mi…
     —Lo sé, Elena; lo sé. Ambos lo sabemos —Suspira mientras le seca la lágrima de la mejilla con el dedo—. A ver cuánto te dura este tulipán.
     —Un par de semanas, como siempre. Pero forma parte del encanto que tienen las flores, ¿verdad?  ¿Nos vemos el año que viene?
     —Igual vengo en Navidad, si consigo unos días de vacaciones…
     —Te quiero Iker. Sé feliz.
     —Yo también te quiero, Elena. Y hazme caso y deja de fumar como un maldito carretero.
   —¡Oh capitán, mi capitán! —dice subiéndose a un banco y emulando esa maravillosa escena de 'El Club de los Poetas Muertos— Veré lo que puedo hacer. 

Iker deja el hermoso tulipán sobre aquel cuadrilátero de piedra, aquel trocito de tierra y de mundo con su desangelada inscripción: Elena Martín (1973-1998). Y echa a andar, nudo en la garganta, melena al viento, hacia donde el sol se pone. Con una tonelada de recuerdos a cuestas. Un año más.


Juanma – 10 – Octubre - 2017    









                                 

miércoles, 5 de julio de 2017

FONDO DE ESCRITORIO

Terminó de fumar su cigarrillo y lo apagó, aplastándolo en el cenicero. Pequeñas volutas de humo se elevaron en espiral hacia el techo. Llevaba meses diciendo que tenía que dejar el tabaco; pero aquel propósito había terminado convirtiéndose en un mantra, un consejo que nunca terminaba de tomarse demasiado en serio. Cada vez fumaba menos, se justificaba a sí mismo. Bastante menos que hacía unos años. Y era verdad. Pero ese último cigarro después de cenar era un pequeño placer al que no estaba dispuesto a renunciar. Apartó el cenicero de la mesa y en su lugar colocó su ordenador portátil. Otro ritual. Después de su habitual dosis de nicotina, le gustaba revisar su correo electrónico y echar un vistazo a las redes sociales antes de irse a la cama. Lo abrió y pulsó la tecla de encendido. Mientras se ponía en marcha echó un vistazo a la televisión. Las noticias informaban de un atentado terrorista en un país de Oriente Medio. Otro más. Últimamente ver los informativos sin perder el ánimo suponía un auténtico ejercicio de fuerza de voluntad: asesinatos, violencia, terrorismo, violaciones, ataques xenófobos o machistas, pederastia… Cambió de canal casi como un autómata. A veces pasaba minutos así, haciendo zapping casi por costumbre y sin detenerse en ninguna cadena en particular. Apenas había nada que mereciera la pena. Finalmente apagó el televisor y dejó el mando a distancia a un lado de la mesa. Fijó su atención en la pantalla del ordenador. Ya debería haberse encendido. Pero su página de inicio que mostraba una imagen de la “Estrella de la Muerte” de la película “Star Wars”, junto a los iconos de su escritorio, no estaba allí. En su lugar se mostraba una especie de fotografía borrosa, en la que apenas se distinguía nada. El fondo era negro y parecía difuminado. Parecía intuirse una figura o silueta borrosa frente a un objeto de forma cuadrada o rectangular. Pero la imagen era tan confusa, casi etérea, que era imposible discernir de qué se trataba.
     ¿Qué era aquello? ¿Podía tratarse de alguna fotografía que tuviera guardada en una de sus carpetas y que hubiera utilizado sin querer como fondo de escritorio? No, esa imagen no le sonaba de nada. Y la noche anterior cuando apagó el portátil todo estaba en orden. ¿Tal vez algún virus se había instalado en su equipo? Tenía un potente antivirus, pero eso tampoco era nunca suficiente y él no era un experto en la materia; su nivel informático era solo de usuario. Se acercó para mirar la imagen con más detenimiento; pero cuánto más cerca, más borrosa y extraña parecía. Se levantó del sofá para alejarse un poco. Algo más nítida, sin duda; pero igual de confusa y sin sentido. Una silueta frente a un objeto grande y cuadrado. No le recordaba a nada que conociera. Volvió a sentarse y pulsó la tecla de Escape. Nada que hacer, la fotografía seguía ahí. Probó una, dos tres, cuatro veces más con el mismo resultado. Exasperado se disponía a apagar el equipo cuando la imagen se desvaneció y su familiar “Estrella de la Muerte” volvía a estar allí, ocupando el fondo de escritorio.
     Se quedó unos momentos mirando perplejo la pantalla. Y por primera vez en mucho tiempo, encendió un segundo cigarrillo después de cenar y antes de irse a la cama. Había sido algo extraño. O cuanto menos inusual. Y aquella misteriosa imagen era… ¿Cómo podía definirla? ¿Perturbadora? Eso le había parecido. ¿Qué significaba? ¿Qué demonios hacía en su ordenador? Presionó el icono de la pantalla que abría el antivirus. Inició un análisis completo de su equipo en busca de algún nuevo patógeno informático que hubiera infectado su portátil. Tras unos minutos, este le indicó que no había ningún archivo infectado y que su equipo estaba protegido. Bien, parecía no haber sufrido ningún ataque externo. Se tranquilizó y se recostó en el sofá. Tal vez su pequeño compañero estaba empezando su inevitable declive. Hacía casi ocho años que lo tenía y era probable que su funcionamiento fuera no ya óptimo, si no siquiera aceptable. En los últimos meses había sufrido numerosos problemas de rendimiento y cada vez tardaba más tiempo en encenderse y apagarse. También se calentaba demasiado y se había apagado solo y sin razón aparente en varias ocasiones. Seguro que aquella imagen que se había colado en su pantalla de inicio no era más que otro fallo del sistema. Sí, tenía que ser eso, no había otra explicación. Se le habían pasado las ganas de revisar su correo y redes sociales, así que apagó el ordenador y se fue a la cama.

                                                              ***

En las horas previas al alba despertó varias veces, acechado por sueños extraños e inquietantes. Pero por la mañana apenas recordaba nada de ellos, salvo la sensación de angustia y desazón propia de las pesadillas. Se levantó antes que de costumbre y, tras la ducha y el desayuno, aún le sobraban unos quince minutos antes de salir camino del trabajo. Como la noche anterior no revisó el correo, decidió dedicar esos minutos extras que había conseguido a echarle un vistazo, no fuera a ser que hubiera recibido alguno importante. Se sentó frente a su portátil, que anoche dejó abierto encima de la mesa, y presionó la tecla de encendido. Esperó apenas unos segundos (últimamente tardaba más de un minuto en arrancar) hasta que la pantalla se encendió. Pero, de nuevo, no fue su habitual fondo de escritorio lo que iluminó la pantalla, sino la misma insólita imagen de la pasada noche.
     El maldito equipo estaba empezando a fallar demasiado. Quizá fuera hora de ir pensando en cambiarlo por uno nuevo. Sí, aquella misma tarde se pasaría a… ¡Un momento! Algo en la imagen llamó su atención. Se acercó a la pantalla. Era la misma fotografía y, sin embargo, no lo era. Podía notar algunos cambios. Imperceptibles, pero ahí estaban. Para empezar, la imagen parecía más nítida. Sí, sin duda no estaba tan borrosa como por la noche. La figura que estaba de pie se veía con mayor claridad. Era alta y delgada, pero aún no se apreciaban más detalles a simple vista. Y lo que unas horas antes le pareció un objeto grande de forma cuadrada o rectangular, también había definido bastantes sus contornos, aunque no lo suficiente como para saber de qué se trataba. Pero mirando con detenimiento… Sí, parecía que algo sobresalía de su superficie. Algo abultado. Al mismo tiempo, en el fondo que la noche anterior era del todo oscuro, se apreciaban una especie de manchas de distintos colores, pero era imposible discernir qué eran.
     ¡Santo cielo! La imagen era la misma que la de noche pasada, pero parecía que se estaba definiendo. Como si por alguna extraña razón con el paso del tiempo su contenido fuera aclarándose, iluminándose, mostrándose… ¿Mostrándose? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿De qué manera había llegado allí esa fotografía? ¿O quién la había puesto?
     Miró su reloj. ¡Maldita sea! Había consumido más de los quince minutos que le había ganado a la mañana al levantarse. Iba a llegar tarde al trabajo. Cerró el portátil de un golpe y salió de casa a la carrera. Por la noche volvería al tema de aquella maldita imagen… si conseguía quitársela de la cabeza durante el día.

                                                              ***

Como era de esperar, pasó toda la mañana dándole vueltas a la condenada foto. Cada vez que cerraba los ojos, la visión estaba allí, como enmarcada en sus pensamientos. Durante la hora del desayuno no se movió de su mesa y, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, se encontró dibujando la fotografía en una libreta con uno de sus bolígrafos. Se detuvo al ser consciente de lo que estaba haciendo. Miró hacia ambos lados para cerciorarse de que nadie le miraba, arrancó la hoja, hizo con ella una bola y la lanzó a la papelera. Era una tontería, pero no quería que alguien le preguntara. Más que nada, no le apetecía hablar con nadie. A mediodía empezó a tranquilizarse. La imagen fue difuminándose con el paso de las horas y empezó a recobrar su buen humor habitual. Se estaba preocupando por una idiotez. Sí, de acuerdo que la fotografía había cambiado en unas horas, pero eso no quería decir nada. Tal vez, en el fondo, su equipo sí se había infectado por algún tipo de virus o malware. Quizá algún hacker estaba jugando con él. O simplemente era algún mal funcionamiento del sistema, una imagen alojada en las entrañas de la máquina, un archivo erróneo o una foto distorsionada… Podía tener mil explicaciones distintas y racionales, ¿y qué hacía él? Devanarse los sesos pensando en fenómenos extraños, espías informáticos y cosas raras. Sin embargo, tenía unas ganas enormes, casi como si un imán lo atrajera sin remisión, de volver a casa y abrir el ordenador. Quería comprobar si todo había desaparecido, si no había sido más que un fallo o si, por el contrario, la fotografía seguía allí. Y lo que era peor, si seguía transformándose.

                                                              ***

Por regla general, jamás tocaba el ordenador al llegar a casa. No sentía la necesidad, o adicción, de pasarse todo el día conectado a internet como esa gente que veía a diario con sus teléfonos móviles en la mano, casi como si fuesen una extensión más de su brazo. Le gustaba tomar algo por la tarde con los amigos tras salir del trabajo, o llegar a casa y beberse una cerveza relajado mientras echaba un vistazo a la televisión u hojeaba el periódico del día o alguna revista. Después se duchaba, cenaba, fumaba un pitillo y ya después, poco antes de acostarse, revisaba su correo y redes sociales. Pero esa tarde salió como alma que lleva el diablo camino de su casa. Pese a todos sus intentos de quitarle importancia al asunto, no podía evitarlo. Sentía una ligera opresión en el pecho y tenía una especie de… ¿premonición? No estaba seguro de si esa era la palabra correcta, pero intuía algo, aunque no sabía qué.
     Fue directo al sofá tras cerrar la puerta de entrada de un portazo. El portátil se encontraba cerrado sobre la mesita de estar, tal y como lo dejara aquella misma mañana. Se sentó de forma solemne en el sofá, como si se dispusiera a oficiar un ritual importante. Encendió un cigarrillo, lo cual era una mala noticia. Si empezaba a fumar en horarios distintos de los que tenía establecidos, sabía que sin darse apenas cuenta volvería a hacerlo de manera habitual. Pero en aquellos momentos lo necesitaba para calmar su ansiedad. Exhaló el humo que había tragado de la primera calada y abrió el portátil con determinación…
     ¡No podía ser! El ordenador debía permanecer en estado de hibernación tras haberlo cerrado sin apagarlo, no podía haber nada en la pantalla hasta que lo encendiera, pero… ¡la maldita imagen volvía a estar allí! ¡Aquello ya sí que era inconcebible! Se levantó y caminó en círculos alrededor de la mesa, lanzando miradas fugaces hacia la pantalla cuando pasaba por delante, tal vez esperando que la fotografía desapareciera por sí misma. Pero seguía en primer plano, reclamando su atención. Se asomó a la ventana y observó la calle. Una densa niebla había caído sobre la ciudad al caer la tarde y la luz de las farolas iluminaba las aceras y a los escasos transeúntes como en una postal londinense. Recordó lo de los cambios que experimentó la imagen por la mañana. Corrió las cortinas y volvió a sentarse para fijarse con detenimiento en ella. ¡Efectivamente, había cambiado otra vez! No era la misma de esta mañana. Sí tal vez el fondo, el encuadre, los objetos… Pero de nuevo la imagen se veía más nítida, los detalles más cristalinos…. La figura que permanecía de pie parecía envuelta en una túnica o capa negra con capucha que cubría todo su cuerpo y la cabeza. Con una mano parecía señalar hacia aquello que tenía frente a él. Estudió el objeto y, por primera vez, supo de qué se trataba. Era una cama. Una cama grande. Y lo que parecía que abultaba encima era otra figura, una persona acostada en ella que descansaba bajo las mantas…
     ¡Era una habitación! La fotografía mostraba una habitación en la que una persona dormía en su cama y, frente a ella, otra persona encapuchada la señalaba con el dedo. Y las manchas del fondo podían ser objetos o cuadros que adornaban las paredes. ¿Qué diablos significaba aquello? ¿Qué era esa habitación y quiénes aquellas personas? Un pensamiento fugaz, casi invisible, consiguió abrirse paso por algún resquicio de su mente, como un desgarrón en el tejido de la memoria, una intersección en el borde del abismo de sus recuerdos, pero no pudo asirlo. Se escabulló por entre las grietas del tiempo dejándolo más confundido aún que antes.
     Presionó la tecla de encendido varias veces sin éxito. Cuando estaba a punto de desistir y cerrar el portátil, este se encendió de repente y la extraña fotografía desapareció dando paso a su familiar “Estrella de la Muerte”. Nada de aquello tenía el menor sentido. ¿Acaso alguien había hackeado su ordenador y estaba jugando con él, gastándole una broma pesada? ¿Algún amigo, tal vez?
     Volvió a cerrarlo sin hacer uso de él. Era viernes por la noche y el fin de semana no podría, pero el lunes sin falta llevaría su ordenador a un técnico para que lo mirara y le dijese qué diablos era aquella condenada fotografía y de dónde había salido. Se fue a la cama inquieto, lanzando miradas furtivas al portátil mientras abandonaba el salón. Se prometió no abrirlo, es más, ni tocarlo, durante todo el fin de semana. Lo ignoraría. Se olvidaría de él. Y borraría aquella jodida imagen de su mente.

                                                              ***

La noche interior y la noche exterior. Una encrucijada de sombras, un cruce de caminos en el que los sueños y la realidad se encontraban, mezclaban y confundían, dos dimensiones paralelas, dos mundos superpuestos donde la oscuridad era el elemento dominante del paisaje. Tuvo pesadillas con la fotografía durante toda aquella madrugada. En una de ellas atravesaba un largo y oscuro pasillo.  A cada lado, una interminable hilera de puertas. Iba abriendo cada una de ellas y todas daban a la misma habitación borrosa y distorsionada. La figura encapuchada era siempre la misma, pero la persona que yacía en la cama cambiaba en cada ocasión. Reconoció a su padre, fallecido hacía ya tres años, a su hermana, a su jefe, a su exnovia, a un amigo… Y también a otra gente que no reconocía, o no recordaba. En la última puerta, la figura de la capa no miraba en dirección a la cama, se volvía hacia él y levantaba su mano derecha para señalarlo con el dedo índice…
     Despertó sobresaltado y jadeando. Tenía la boca seca y un nudo en el estómago. Tuvo que correr hasta el baño para vomitar, aunque no tenía nada sólido dentro de su cuerpo que echar. Le dolía horrores la cabeza, así que se tomó un par de aspirinas y, tras darse una ducha y tomar un café bastante cargado, salió de casa. No quería pasar el sábado encerrado en casa y cerca de aquel maldito cacharro.
     Fue a visitar a su hermana y esta le invitó a comer, a lo que accedió encantado. Habló con ella y su cuñado de mil asuntos triviales, jugó un rato con su sobrino, vieron una película. Por unas horas, consiguió despejar su mente y olvidar los acontecimientos de los últimos días. Por supuesto, no les contó nada acerca de ellos. Por la tarde fue a dar un paseo por el centro de la ciudad y llamó a un par de amigos para tomar unas cervezas y cenar esa noche.
     Regresó a casa pasada la medianoche. Se sentó en el sofá y encendió la televisión. En un canal estaban emitiendo la película “Al final de la escalera”. Pese a que la había visto varias veces, se enganchó de nuevo a ella de inmediato. Era uno de los films de terror que más le impresionó cuando lo vio por primera vez siendo un adolescente. La agobiante atmósfera de aquella mansión, aquellos golpes resonando por toda la casa, la inquietante pelota rodando escaleras abajo… La película le tenía atrapado; sin embargo, no podía evitar echar un vistazo cada dos por tres al portátil que, como un objeto chamánico de poder, parecía reclamar su atención una y otra vez.
     De no haber llevado unas cuantas cervezas encima, podría haber seguido viendo la película y evitar la tentación. Pero la euforia propia del alcohol hizo que se envalentonara y cambiase el guion que había escrito por la mañana. Una parte de él quería olvidar todo aquel tema, pero en el fondo la curiosidad era más fuerte. Necesitaba saber más, desentrañar el misterio, comprobar si la maldita imagen seguía transformándose como por arte de magia delante de sus ojos.
     Abrió el maldito artilugio del demonio. Esperaba volver a encontrarse con la pesadilla de primeras, pero esta vez la pantalla estaba apagada y sin imagen, como debía ser. Pulsó la tecla de encendido y aguardó…. La espera se le hizo eterna. Ahora que quería enfrentarse a aquello, fuera lo que fuese, ahora que decidía plantarle cara, parecía no querer hacer acto de presencia. Treinta segundos. Cuarenta y cinco. Un minuto. Dos… Jamás tardaba tanto en arrancar. ¿Querían jugar con él, sacarlo de quicio? Si así era…
     Y de repente, ahí estaba de nuevo la fotografía ocupando toda su atención e interrumpiendo sus pensamientos. Ahogó un grito de sorpresa y se tapó la boca con una mano, sus ojos abiertos de par en par, sin dar crédito a lo que veían. Esta vez la imagen era totalmente cristalina y bien definida, como un cuadro recién pintado. Y sabía con absoluta certeza lo que estaba viendo. Quizá por eso, sin saber por qué, en las ocasiones anteriores había creído ver o intuir algo familiar en ella. ¿Y cómo podía no serlo? ¡Lo que tenía ante sus ojos era una fotografía de su propia habitación! ¿Cómo era aquello posible?
     Y, sin embargo, ahí estaba. Su habitación. Lo que anteriormente confundiera con manchas eran los cuadros y estanterías que había en la pared del fondo. Y en el centro, una figura con algo parecido a una sotana de monje con capucha señalando en dirección a la cama con el dedo índice de su mano derecha. Y tumbado en ella, arrebujado baso sus mantas, se encontraba él durmiendo y ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor.
     Se levantó aturdido y aterrado. Aquello estaba llegando demasiado lejos. Alguien tenía que haber entrado en su casa, no encontraba otra explicación. Quién fuera, se había colado a hurtadillas en su domicilio, entrado en su habitación disfrazado de Ghostface o lo que fuese aquello… No, como mínimo tenían que haber sido dos personas. La que posaba en el centro del dormitorio y la que, entretanto, sacaba la instantánea. ¿Y cómo no se había despertado? Por regla general, tenía el sueño ligero. El suave aleteo de una mariposa bastaba para despertarlo. ¿Quién podía haber entrado? No encontró la cerradura forzada ningún día y solo su hermana disponía de una copia de la llave para cualquier emergencia. Pero su hermana y su cuñado no podían haber sido. Ellos jamás le gastarían una broma de ese tipo… ¡Pero no, no podía ser!… Además de cerrar la puerta de entrada con llave, por dentro tenía una cadena que también echaba de noche y que tenía que quitar por la mañana para salir. Nadie podía haber salido y echar la cadena desde fuera, eso era imposible. Y no recordaba haberla encontrado desechada ninguna mañana. Tampoco podían haber entrado por alguna ventana o la terraza. Vivía en un sexto piso. Aquello no tenía lógica ninguna. Pero de alguna manera, alguien se había colado en su casa, sacado aquella fotografía, entrado en su ordenador, y ahora le gastaba una broma cruel y macabra.
     Sin darse cuenta se vio con otro cigarrillo en una mano y un vaso de whisky con hielo en la otra. Pero gracias a ello consiguió serenarse un poco. No debía perder los nervios. Tenía que pensar con claridad y no dejarse llevar por la confusión o la ira. Aquella noche ya no podía solucionar nada, lo mejor era intentar descansar y dormir un poco. Por la mañana, en cuanto despertase, acudiría a la comisaría más cercana con su portátil y denunciaría los hechos a la policía. Les explicaría todo lo sucedido, les enseñaría la puñetera imagen, vendrían a su casa a echar un vistazo… Sí, ellos aclararían todo aquel embrollo y le dirían qué hacer. Hasta entonces, lo mejor que podía hacer era irse a la cama y confiar en no volver a sufrir las horribles pesadillas de la noche anterior.

                                                              ***

Le costó más de una hora conciliar el sueño. Y eso que siempre que bebía un poco caía como un tronco en la cama. Pero no era sencillo dejar de darle vueltas al asunto. Por más que intentaba pensar en cualquier otra cosa, las imágenes volvían a su mente una y otra vez, como olas rompiendo sin cesar contra un acantilado siniestro. Pero en algún momento de la noche, consiguió quedarse dormido.
     Despertó de nuevo sobre las tres de la madrugada. Le había parecido escuchar un ruido en la habitación, una especie de susurro o siseo. Abrió los ojos. La oscuridad era total, salvo por los números rojos del reloj digital que tenía en la mesilla junto a la cama. Lo miró. Las tres y seis minutos. Aguzó el oído. No se oía nada, pero notaba algo extraño en el ambiente, como si pudiera intuir una presencia entre las sombras. También podía distinguir un olor dulzón y empalagoso flotando en el aire. Alargó la mano hacia la lámpara de mesa y accionó el interruptor. Se hizo la luz y…
     …Se incorporó a medias de un salto al tiempo que un grito se ahogaba en sus pulmones sin conseguir abrirse paso hasta el exterior. El corazón le dio un vuelco y los ojos casi se le salen de sus órbitas. Allí, frente a él, en el centro de la habitación, una figura con una túnica o sotana negra que le cubría de la cabeza a los pies, le miraba. Estaba totalmente quieta, como una estatua anclada al suelo. Quiso hablar, pero las palabras se desvanecían antes de lograr formar una sola sílaba. En ese momento, la presencia levantó la mano derecha y le señaló con el dedo índice. La oscura capucha envolvía su rostro en impenetrables tinieblas, pero entre las sombras podía distinguir sus ojos, dos puntos rojos, brillantes como ascuas. Estos iluminaban con su luz fulgente y carmesí una tez pálida y surcada de arrugas, como un erial desierto y agrietado. De su boca, en la que sus labios parecían esbozar una macabra sonrisa, se asomó una lengua bífida de serpiente produciendo aquel espantoso siseo que lo había despertado.
     Su corazón daba golpes con la fuerza y velocidad de un martillo hidráulico y comenzó a sentir una fuerte opresión en el pecho. Le costaba hacer llegar el aire a sus pulmones y empezó a marearse. Vio como la figura se movía y sacaba un objeto de mango largo de entre los pliegues de su capa. ¡Una enorme y afilada guadaña que reflejaba en su superficie el brillo maligno de aquellos ojos infernales! Un sudor frío se apoderó de él al tiempo que la opresión en el pecho se agudizaba. Casi no podía respirar. Sintió cómo una docena de grietas desgajaban su corazón; pequeñas fisuras que llevaban tiempo al acecho, se abrieron paso. Las grietas se astillaron, crecieron, se convirtieron en simas insondables. Supo lo que le estaba pasando. La caja torácica se le deshacía en pedazos. ¡Un infarto! ¡Estaba sufriendo un jodido infarto!
     Su conciencia se disolvía, se resquebrajaba, estrechándose como las hojas del diafragma en la apertura de una antigua cámara fotográfica. La figura se acercó hacia él, envuelta en un aura de negrura impenetrable, como en una sofocante pesadilla. Antes de hundirse para siempre en las tinieblas de la eternidad, tuvo tiempo para volver a escudriñar aquel rostro pétreo envuelto en sombras, al mismo tiempo que la verdad se le revelaba en un último instante de lucidez: “La Muerte. La fotografía era la misma Muerte avisándome de que venía a buscarme”.
                                                                                      

Juanma - 5 - Julio - 2017
                                                                                                                               

lunes, 3 de julio de 2017

PÁGINA EN BLANCO

Tienes que tratar de conmoverlos en una sola página y en quince minutos ¿Solo una? Sí. ¿Pero a quién? ¿Quiénes son aquellos a los que tengo que emocionar? A todos y a nadie al mismo tiempo. A los únicos. ¿Los únicos? Sí, los únicos que existen en el mundo: los que te miran por la rendija de la puerta, esos que susurran a tus espaldas cuando creen que no los oyes, los que te ponen la bala en la sien y hacen desaparecer la pistola, los que se ríen demasiado alto de sus propios chistes porque no soportan su propia voz. Los que miran de reojo tus cuadernos y se ríen de tus últimos poemas. Igual que se rieron antes de los primeros. No hace falta que los señale con el dedo, sabes perfectamente quiénes son. Ellos dictan las leyes, teclean los titulares, adelantan o retrasan los relojes, distorsionan la realidad y conducen el autobús del mundo. Te observan a todas horas, en las plazas y en los bares, en las bibliotecas y en los parques, en la intimidad de tu habitación y en el vasto océano de Internet; pero no les importas lo suficiente como para ayudarte si algún día te ven caer. No tienen nombre. No les hace falta tener nombre. ¿Y a ellos tengo que conseguir sacarles un puñado de lágrimas en unas cuantas frases? Sí, a ellos. Tú te lo has buscado, desde hace mucho tiempo. No puedes negarte. Ni debes. De todos modos, no es necesario que lloren. Pero busca sus fluidos. Haz que suden con cada palabra, que escupan su odio, que babeen con sus sonrisas torcidas y arcaicas, que se corran bajo sus trajes y vestidos, que aúllen a sus lunas de mentira. ¿Y si la historia no les gusta? Eso es lo de menos, tan solo es una página. Estoy convencido de que no saben que el otoño huele totalmente distinto a la primavera, o que hay caminos de baldosas amarillas que jamás recorrerán. ¿Y cómo puedo escribir así, si ni siquiera sé lo que quieren? Muy sencillo; escribiendo primero una palabra, luego otra y después, una más. Y así sucesivamente hasta que acabes tu puto folio. Solo tienes una página en blanco, un puñado de pensamientos y doce minutos. Tú sabrás lo que deseas contar. Y aunque no lo creas, sabes de sobra lo que quieren. No hay más explicaciones. ¿Me puedes dar algún consejo? No he hecho otra cosa desde que estamos hablando. Y no es necesario, a ellos les da igual el color de la tinta o el formato de las palabras. Tan solo quieren carnaza. Prefieren un charco de mierda envuelto en un lacito que una bella flor en medio del desierto. Solo carnaza, solo verborrea… Escuchándote parece fácil, pero creo que no valgo para esa página. Noto cómo las ideas se me van enredando como patas de araña, como una sopa de letras con demasiadas consonantes. Tú sabrás, pero ya han pasado cinco minutos, es un tercio del tiempo, y no tienes nada. En cambio, ellos tienen cada vez más sed, más hambre y tú ni una mísera línea. ¿Acaso no has escrito desde siempre para su sed, para su hambre? No quieren caviar, les basta con una jodida hamburguesa chorreando ketchup. Una función apta para todos los públicos, barata y que salga decente en las fotos. Dime, ¿cuánto tiempo estarías dispuesto a hacer cola por unas deliciosas patatas fritas rezumantes de aceite industrial? ¿Más de quince minutos? Te apuesto lo que quieras a que no. Hay algo que nunca falla: un poco de épica heroica aderezada de unas gotas de desencanto posmoderno, historias de autoayuda y fitness, orgasmos con eyaculación fuera de plano en postales multiculturales, aventuras y desventuras en tres dimensiones con moralejas pacifistas. Dices que se te enredan las ideas… Menos mal que es una maldita página y no una puta novela. Deja de lloriquear y escribe una condenada historia de cinco o seis párrafos. Si cualquier presentador de telediario del tres al cuarto puede y se le caen los billetes del bolsillo, seguro que tú también. Complácelos, mira cómo se les inyectan los ojos en sangre, cómo arquean su espalda, cómo se les humedecen los labios…No puedo, de verdad que no puedo. Sé que se van a reír. ¿Y cómo no se van a reír? Son hienas, no lo olvides. Que se rían, que se carcajeen. ¿Y qué si lo hacen? Pero sigamos con lo nuestro, que el tiempo vuela y tú… Tachón, tic-tac, tachón. Eres consciente de que ni siquiera te están mirando fracasar, ¿verdad? Tu caída les da igual. Solamente quieren amputarte las manos y arrancarte la lengua. Como vampiros sedientos, lamerán tu charco de sangre y se quedarán con algún bonito recuerdo; tal vez el reloj o un jirón de tu camiseta. Cinco minutos, solo te quedan cinco jodidos minutos. ¿Sabes una cosa? Quizá sea mejor que cojas esa página en blanco, te la metas en la boca, la mastiques hasta que el papel se mezcle con tu saliva y se convierta en una bola que, con un poco de suerte, te ahogue. Pero como eso no va a pasar, haz el favor de empezar de una puta vez a escribir como si no hubiera mañana y nadie te estuviese mirando...


Juanma - 3 - Julio - 2017

domingo, 9 de abril de 2017

ALICIA

Érase una vez una niña a la que los días de colegio le resultaban aburridos. Aquel enorme edificio que albergaba el aula donde recibía sus clases hacía que se sintiera como un pájaro enjaulado, y sus interminables pasillos e infinitas escaleras le parecían una cueva llena de trampas, o un laberinto sin salida. En aquellas tediosas horas de álgebra o geografía, ella prefería dedicarse a soñar mundos de magia y fantasía, a dibujar sus propios mapas inventados en un cuaderno o a imaginar curiosas y divertidas figuras en las nubes, paisajes de cuento de hadas que se pincelaban como acuarelas en el cielo solo para ella.

En los recreos se sentaba alegre en un banco del patio y dejaba que el aire travieso que movía y cambiaba a su antojo los perfiles de aquellas nubes, le alborotara el pelo y le hiciera cosquillas en las pestañas mientras intentaba hacer desaparecer las pecas de su cara con trucos de prestidigitador. Mientras daba cuenta con parsimonia de su bocadillo, soñaba despierta con reinos y países inconquistables o planetas y universos imposibles. Todavía no le había puesto nombre a ese sueño, pero conocía de memoria sus cientos de apellidos. Mientras fotografiaba siluetas de caballeros o princesas entre las formas de aquellos cúmulos de algodón, no dejaba de esbozar una amplia sonrisa de amanecer y primavera.


Ella no sabía, y tampoco le importaba demasiado, lo que era crecer. Los niños siempre saben soñar despiertos. Cuando la rutina o la tristeza le asfixiaban cerraba los ojos y, como Alicia, se dejaba caer en alguna lejana madriguera donde las penas y la gris monotonía no existían, donde todo estaba pintado de color como el arco iris o de nieve como el blanco de sus dientes cuando reía, y donde era capaz de encontrar gatos de Cheshire que sonreían o conejos blancos que hablaban y que nunca llegaban a tiempo a su destino. Se limitaba tan solo a soñar. A reír. Y a descubrir mundos secretos escondidos entre aquellas lágrimas prendidas de los párpados del cielo.


Juanma - 9 - Abril - 2017



                                          

martes, 14 de febrero de 2017

LAS FLECHAS DE CUPIDO

 Nunca le gustó San Valentín.
     Desde que era una adolescente de apenas quince años y se enamoró por primera vez (para meses después ser arrancada de los brazos de aquel adictivo estado de ensoñación y ser arrojada de bruces a la más absoluta miseria e infelicidad), siempre había odiado aquel día y al puñetero Cupido con sus caprichosas y envenenadas flechas de mierda.
     Pero aquel año su aversión fue sustituida por una profunda sensación de inquietud, que había ido dando paso al temor, que a su vez consiguió evolucionar hasta un primer atisbo de miedo, tal vez irracional o exagerado, pero miedo, al fin y al cabo. Hasta que, al despertarse aquella mañana de San Valentín, estaba totalmente paralizada y atenazada por un pánico cerval. También por las pastillas que había ingerido la noche anterior. La fecha señalada había llegado…
     Todo comenzó el día 1 de aquel gélido febrero. Esa mañana, al recoger el correo del buzón, encontró una carta sin remitente dirigida a ella. El sobre era blanco e inmaculado. La caligrafía que indicaba su dirección pulcra y exquisita, con algunos toques góticos que le llamaron la atención sorprendiéndola gratamente. El matasellos señalaba que la misiva procedía de Madrid, su misma ciudad. Hacía muchos años que no recibía una carta particular. Desde la llegada de internet, el correo electrónico, las redes sociales y los smartphones con todas sus aplicaciones para enviar mensajes gratuitos, era un hábito que se había ido perdiendo. Como mucho, seguía recibiendo alguna postal navideña de sus tíos paternos desde el pueblo o de sus amigas regalando envidia desde sus paradisíacos destinos vacacionales. Pero una carta… No recordaba la última vez que había sentido ilusión, curiosidad o nervios al recoger algo del buzón que no fuera propaganda, notificaciones del banco o facturas. Así que subió a toda prisa las escaleras para abrir aquella nota misteriosa.
     No esperó siquiera a tomar asiento o quitarse el abrigo. La intriga se había tornado ansiedad. Rajó el sobre por un extremo y vació el contenido sobre la cama de su habitación: una nota doblada por la mitad y una rosa roja. La rosa estaba marchita, seca y prensada. Sin duda, había pasado sus últimos meses, tal vez años, en el interior de un libro. Dejó la flor a un lado y abrió la nota. La misma caligrafía cuidada y meticulosa del exterior del sobre y dos escuetas frases que le encogieron el corazón:
   “Este año vas a odiar San Valentín de verdad. La muerte vendrá a recogerte el día 14 y te dejará tan marchita como esta flor”.
     Releyó la nota una decena de veces intentando cerciorarse de que había entendido bien el contenido. Tras ese primer escalofrío, se relajó un poco y se tumbó de espaldas en la cama, mirando la lámpara del techo. Después se echó a reír. Era una risa nerviosa, casi histérica, pero que consiguió relajarla por completo. Sin duda, debía tratarse de una broma. Alguna amiga que sabía de su aversión por aquella fecha y había querido reírse un poco a su costa. O tal vez algún amante obsesionado. Recordaba a uno que, durante unos meses, estuvo acosándola hasta el punto de que tuvo que acudir a la policía. Pero eso fue muchos años atrás. Y tampoco volvió a saber nunca más de aquel energúmeno. Pero quién sabe si había seguido vigilándola en la distancia, esperando el momento propicio para vengarse de ella por haberlo rechazado y haberse burlado de él. Pero no… Seguro que estaba desvariando. Demasiadas películas… Siguió dándole vueltas al asunto. Podría ser también algún antiguo exnovio. Pero tan solo había tenido dos parejas estables en toda su vida, y ninguna tenía motivo alguno para guardar algo contra ella. Con Carlos, su primer novio, tuvo una relación de poco más de un año. Fue él quien rompió y, desde entonces, nunca volvió a saber de su existencia. Y con Héctor convivió casi tres años. Rompieron hacía más de dos, pero desde entonces eran buenos amigos… Suspiró y se levantó de la cama. Cogió la rosa, el sobre y la nota, y los guardó en el cajón de la mesita.
     Durante los días venideros continuó con su vida anodina y rutinaria. Y aunque no logró olvidar por completo el incidente de la carta, si consiguió que dejará de perturbarla y volvió a conciliar el sueño que el puto Cupido le arrebató la noche siguiente a recibir el misterioso correo. Pero aquello distaba mucho de haber concluido…
     Una semana más tarde, cuando restaban justo siete jornadas para el día de los enamorados, recibió un segundo mensaje secreto. Pero esta vez su estupor e inquietud fueron aún mayores al encontrarlo en el suelo del recibidor de entrada a su casa. El bromista o acosador se había tomado la molestia de subir hasta la cuarta planta donde vivía, para depositar la carta por debajo de la puerta de su piso. Fuera quien fuese, sabía dónde vivía. Lo otro fue depositar un sobre en cualquier estafeta de correos de la ciudad. En cambio, esto… Aquella persona había estado en la misma puerta de su apartamento para llevar su mensaje en persona. Podía estar en cualquier parte; vigilando desde la esquina, sentado en el bar de enfrente tomando un café… incluso escondido en el rellano de las escaleras. En esta ocasión se trataba de una simple hoja de papel doblada. El texto estaba mecanografiado. Se vio tentada a tirar el sobre a la basura sin leerlo. Pero finalmente cedió a la curiosidad:
     “Dentro de una semana… Recuerda que quedan siete días para que la muerte enamorada venga a por ti”.
     Desde entonces, había recibido un mensaje distinto cada día. El día 8 volvió a encontrar otro sobre en el buzón. Pero en esta ocasión la letra era distinta y el tipo de sobre, también diferente al primero. En el interior sí había otra rosa muerta, esta vez blanca. Y unas amorosas palabras dedicadas expresamente a ella:
     “¿Has pensado ya en cómo será tu muerte? No, claro que no; te encantan las sorpresas. Y Cupido te tiene preparada una muy especial…”.
     En este punto ya empezó a mostrarse preocupada en exceso. Y fue cuando decidió contárselo a su hermano. Pero este la tranquilizó arguyendo que lo más probable es que se tratara de algún bromista. Tal y como ella quiso creer en un primer momento. Pero ya no estaba tan convencida. Eran demasiadas molestias las que aquella persona se estaba tomando. Todo muy bien pensado. Todo demasiado meticuloso. Nadie se toma tantas atenciones por una simple broma o juego. Pero se serenó un poco cuando su hermano le ofreció que, llegado San Valentín, fuese a pasar el día a su casa si seguía estando asustada. No quería llegar al punto de tener que molestar a su hermano por lo que quizás no fuese más que una tontería, pero saber que podía contar con su protección llegado el momento, suponía todo un alivio.
     El día 9 el mensaje fue más escueto, pero brutal:
     “Tu corazón será mío cuando abra tu caja torácica y lo saque de sus entrañas”.
     El día 10 lo que recibió fue una llamada telefónica en su oficina. Lo que indicaba que aquel degenerado sabía también dónde trabajaba y el número de extensión de su línea telefónica en la empresa. La voz que escuchó al otro lado no le resultó familiar. Además de que seguro estaba distorsionada, o tal vez tapado el auricular con un pañuelo, pues sonaba extraña, distante y algo metálica.
     “Quedan solo cuatro días, amor mío. ¿Quieres saber quién soy? Supongo que ardes en deseos de conocerme. Siento los latidos enamorados de tu corazón desde aquí. Cupido lo ha atravesado con una de sus saetas. No te preocupes, también hizo lo propio con el mío. Estamos hechos el uno para el otro… ¡¡Qué bonito es morir de amor!!”
     Colgó.
     Fue entonces cuando decidió acudir a la policía. Al investigar el número desde el que se realizó la llamada, descubrieron que fue hecha desde una cabina telefónica situada en un concurrido centro comercial del centro de la ciudad. Por allí pasaban miles de personas a diario. Ni siquiera las cámaras de seguridad de los establecimientos cercanos sirvieron de ayuda. También analizaron las cartas y las notas. Ninguna huella. Cada envío realizado desde un sitio distinto. Quien fuera, había tomado todas las precauciones posibles para no dejar rastro ni ser descubierto. Pero no podían hacer nada más. También insistieron en la socorrida teoría del bromista. No podían ponerle vigilancia a cada persona que venía con un caso similar. Eran muchos cada día. Y la policía tenía cosas más importantes que investigar y no disponía de tantos efectivos como para poder prescindir de ellos por incidentes como aquellos. Ella lo comprendía, pero… Le aconsejaron que estuviera atenta, y siempre alerta, por si veía a alguien sospechoso, que mantuviera la puerta y las ventanas de casa bien cerradas, que se asegurara de llevar siempre el móvil encendido y con batería y que, ante cualquier nuevo incidente, les avisara de inmediato. Pero poco más. Como mucho, que hiciera caso a su hermano y si se encontraba insegura, se fuera a pasar la noche a su casa.
     Para el día 11 lo que recibió por mensajería fue un ramo con doce rosas rojas. El remitente no dejó ningún dato y pagó en metálico, según la encargada de la floristería. Dentro del ramo, un mensaje. Por supuesto.
     “Doce hermosas flores. Tan rojas como los jugosos órganos internos de tu cuerpo que saborearé, junto al néctar de tu sangre, cuando te abra en canal después de hacerte el amor en nuestra noche de enamorados…”
     Con cada mensaje que recibía, sus temores se incrementaban. Quizá ya debería haberse insensibilizado después de varios días. Pero lo cierto era que no, cada vez estaba más aterrorizada. Los dos días posteriores los pasó en una nube de inquietud rayana en la paranoia. Veía sombras en cada esquina. Escuchaba risas por los rincones. Todo el mundo parecía acecharla, seguirla, amenazarla… Las horas se convirtieron en siglos y el trayecto de casa al supermercado de la esquina, un laberinto de dudas y eternidades. No quiso volver a molestar a su hermano o a la policía. No quería dar la sensación de haber perdido los nervios o su sano juicio. Aunque razones tenía para ello.
     El día 12 la carta que recibió no llevaba escrito mensaje alguno. Solo una hoja en blanco manchada con algunas gotas de sangre y, le dio un vuelco el corazón, también algunas de su perfume. Aquel acosador conocía más de ella de lo que hubiera pensado en un principio. Para saber qué perfume usaba, tenía que conocerla. Les unía algún tipo de relación o vínculo; laboral, de amistad o de lo que fuera. Pero la conocía bien. Volvió a sopesar la teoría de aquel amante despechado que la acosó durante una temporada. Pero después de tantos años…
     El día anterior a San Valentín, lo que encontró en el buzón fue un paquete que contenía un pendrive. Cuando lo conectó a su ordenador portátil, comprobó que solo había un archivo de video. Esta vez ya no se sorprendió demasiado cuando, al reproducirlo, se vio a si misma grabada haciendo topless en la playa donde pasó sus vacaciones el verano pasado. Ya había llegado a la conclusión de que su “admirador secreto” la llevaba siguiendo desde hacía tiempo y conocía todos sus movimientos. Quién sabe hasta qué punto había violado su intimidad, lo cerca que había estado de ella o lo que habían compartido. Y lo peor de todo era la incertidumbre de desconocer quién estaba detrás de todo aquello. ¿Una broma? Si se trataba de eso, aquel bromista se iba a enterar de lo que era jugar. No estábamos en Halloween. Tampoco era el día de los inocentes. Y los mensajes… No, no podía tratarse de una broma. Eran amenazas. Crueles y sangrientas amenazas. Aquella noche se fue a la cama con un ataque de ansiedad. Telefoneó a su hermano para decirle que el día siguiente iría a pasarlo a su casa, tal como él le había sugerido. Llamaría al trabajo para decir que se encontraba mal. Algo que no era del todo incierto. En su actual estado de nervios, no sería aconsejable ir a trabajar. Tuvo que tomar varias pastillas para poder conciliar el sueño.
                                                                 
                                                                                                    ***                                                                     

Amanece. Un lluvioso y gris día de los enamorados. Se levanta un poco aturdida y con la cabeza embotada por los tranquilizantes. Pero al mismo tiempo, atenazada por un pánico como no había experimentado antes en su vida. Cuando puede desperezarse y serenarse al mismo tiempo, una alarma, como esas bombillitas que surgían en la cabeza de los personajes de dibujos animados cuando tenían una idea, se enciende en su interior.
      Algo no encaja en la habitación. Como si hubiera una pieza fuera de lugar. No logra encontrar esa pieza, y sin embargo sabe que algo está mal. La claridad que se cuela por las rendijas de la persiana no es suficiente. Siempre hay más luz por las mañanas. ¡Al fin lo comprende! Ella nunca baja las persianas por la noche. No le gusta la completa oscuridad. Siempre le reconforta la luz que, desde la calle, se cuela para iluminar las paredes y los rincones. Se pone en pie a duras penas. Si ella no bajó la persiana, ¿quién lo hizo? Recuerda de golpe los acontecimientos de la semana anterior y el corazón se le desboca dentro del pecho. Un momento… La puerta tampoco encaja en el plano habitual que de su mundo cotidiano guarda en su cabeza. Al contrario que la persiana, siempre la cierra al acostarse. Uno de sus terrores de la niñez. Jamás consiguió dormir con la puerta de su cuarto y del armario abiertas. Y ahora lo está. De par en par. Pudiera ser que tal vez la noche anterior, algo aturdida por los calmantes, la dejara abierta sin querer y bajara también ella misma la persiana. Se encuentra tan confusa… ¿Está desvariando? Entonces escucha un crujido en el exterior…
     Ese ruido no lo ha causado su imaginación. Se incorpora lentamente. Recuerda lo que le dijeron los policías. Mira en la mesita de noche, pero su teléfono móvil no se encuentra allí. Otra pieza del puzle que no encaja. Jamás lo deja en otro sitio. Alguien ha entrado en su habitación, ha bajado la persiana y ha cogido su móvil para que no pueda usarlo. Las pastillas debieron inducirle a un sueño profundo y no se ha enterado de nada… ¡Maldita sea! Cuando intenta dar dos pasos nota que le tiemblan las rodillas y está a punto de caer de bruces al suelo. Se tambalea, pero logra estabilizarse. Mira hacia todas partes, ve sombras siniestras surgiendo de los rincones. Está sudando y temblando al mismo tiempo. Su corazón es un taladro a punto de reventar su pecho. Encima de la silla hay algo. Se acerca con cautela. Sus ojos se han acostumbrado a la penumbra y puede ver con mayor claridad. Es otra rosa roja. Al lado hay una tarjeta. Ya sabe lo que pone. Sin embargo, la abre y lee el mensaje:
     “Feliz San Valentín, amor mío. Vamos a pasarlo de muerte.”
     Sale de la habitación y se encamina con pasos vacilantes hacia el pasillo. Sabe que hay alguien ahí. Ya le da igual lo que suceda a continuación. Necesita saber quién es. Quién está detrás de todo aquello. Quién quiere matarla. Y quién está enamorado de ella. Llora de miedo, de rabia, de desesperación. Cuando sale al pasillo, él está ahí.
     No se trata de aquel amante acosador. Tampoco es ningún bromista desconocido o un compañero del trabajo desequilibrado y obsesionado con ella. Ni es Carlos, su primer novio, quien desapareció de su vida sin dar muchas explicaciones. No es nadie que hubiera podido imaginar. Quien se encuentra ahora frente a ella es Héctor, su segunda pareja. Aquel que, desde entonces, se había convertido en su aliado fiel e inseparable, su mayor apoyo, su amigo del alma. Héctor, con quien compartía todos sus secretos y curiosidades, sus tristezas y alegrías, sus proyectos e ilusiones, estaba ahora allí, de pie al fondo del pasillo, con un enorme cuchillo de carnicero en la mano y una macabra sonrisa aún mayor en los labios.
     Se acerca a ella, paso a paso. El odio que ve reflejado en su mirada, se lo aclara todo. Jamás le perdonó que lo dejara. El juego del amigo fiel había sido un truco, una treta para estar siempre a su lado, junto a ella. Un malnacido que supo aprovecharse de su amistad e inocencia para ir trazando su plan y urdir su venganza. Semana tras semana, mes a mes, se fue ganando su confianza. En realidad, nunca superó la separación. Siguió enamorado y obsesionado con ella… Y él, más que nadie, conocía su aversión al día de los enamorados. En los tres años que habían pasado juntos, se lo dejó muy claro rechazando sus regalos y no ofreciéndole a él ninguno. Eso tampoco se lo perdonó nunca, pese a que entonces fingiera que no le importaba. Y había escogido aquel mismo día para culminar su gran obra…
     Sabe que no tiene escapatoria. Se interpone entre él y la puerta de salida. Y está a menos de cinco pasos de ella. Por mucho que grite, ya nadie llegará a tiempo. Ni los vecinos. Ni su hermano. Ni la policía. Puede luchar… pero él tiene el doble de fuerza que ella y un cuchillo descomunal en su poder. Ella solo miedo, temblores y las neuronas y músculos a medio gas por culpa de las jodidas pastillas.
     Sigue avanzando. Ella exhala un suspiro ahogado y cae de rodillas. Cuando le acaricia el pelo y acerca la hoja afilada a su garganta, lo último que piensa es otra vez en las jodidas flechas de Cupido y en que quizás la gente no muera de amor, pero sí que hay muchos locos capaces de matar en su nombre.


Juanma Nova García