domingo, 2 de septiembre de 2018

ELENA

Elena, tenemos que hablar:

     Es posible que no te interese nada de lo que voy a contarte y me leas, exhausta, después de hacer el amor o, no lo descarto, también es posible que estés ahora mismo desolada en el suelo del baño, secándote las lágrimas de dos en dos con una toalla de mano, mientras sujetas con la otra el teléfono y dejas que te arrase el drama del amor. Todo puede ser.
     Teníamos quince años recién cumplidos, eso hay que tenerlo muy presente. No pretendo justificarme diciendo que no sabíamos lo que hacíamos, porque, hoy en día, sigo haciendo todo igual de mal que antes. Pero, Elena, no me falta razón; estábamos en plena adolescencia. No todo era cuestión de espinillas, pero importaban: las tuyas no tanto, porque nunca se portaron mal y siempre le robabas un poco de maquillaje caro a tu madre, pero se notaba que las mías salían a joder, pero a joder mucho. Era nuestro cuerpo adolescente, qué enigma, cambiando de la noche a la mañana.
     Sé que fuimos novios. O eso decían todos, pero no recuerdo que nadie me preguntara, ni siquiera tú. Aquel día que quedamos para hacer los deberes de inglés en tu casa fue todo bastante raro, reconócelo. Nadie espera a un amigo para hacer los deberes de matemáticas y se pone medio litro de perfume de su madre. Tu madre iba a recogerte al instituto muchas veces, por eso reconocí el perfume en cuanto entré por la puerta. Las palomitas para merendar no ayudaron. Yo no meriendo palomitas, Elena, y sospecho que tú tampoco. Por eso estaban un poco quemadas, se notaba que habías quitado las peores, pero se te quemaron y decidiste llevarlas a la habitación igualmente. Aquello no dio un toque muy elegante al ambiente, esa es la verdad. Recuerdo que empezamos a hacer los deberes en la mesa de tu habitación. Y que me pillaste varias veces mirándote el escote de la camisa de reojo. Aunque yo también te pillé de vez en cuando mirándome a hurtadillas. Seguimos trabajando un poco más y, cuando estaba explicándote cómo resolver una ecuación, decidiste complicarlo todo. Me miraste fijamente. Igual tú no lo recuerdas, Elena, pero aún tengo escalofríos recordando cómo eras capaz de no pestañear y de pensar y decir tantas cosas a la vez con la mirada… Se notaba que luchabas por dentro. Fue un silencio hermoso, pero muy largo e incómodo. Y aquella mirada… Aquellos ojos preciosos perdiéndose en los míos…
     Entonces decidí besarte, ¿recuerdas? Pero aquello también fue raro, porque estábamos sentados en dos sillas de escritorio y no llegaba bien… y tampoco se me ocurrió acercarme más. Pero me gustó, me gustó mucho. Aunque fue todo muy rápido, como si lleváramos prisa porque fuéramos de compras y fuesen a cerrar la tienda. Descubrí que en algún momento furtivo habías decidido tomar alguna pastilla de menta y, por la infusión mentolada que recibí, pude calcular que serían entre cinco y diez mentoles, así que todo fue muy bonito, pero a la vez frío. Y olía a perfume de tu madre y a palomitas quemadas. Más que bonito, fue un primer beso maravilloso. Porque todo aquello en conjunto hizo del momento algo mágico. Creo que después de aquel beso decidiste que éramos pareja, mientras yo te hablaba de variables y coeficientes, y para cuando salí de tu casa, estabas tan convencida que, mientras forcejeaba para ponerme la cazadora, me invitaste a comer con tus padres el sábado a mediodía. Dios, ¿el sábado? Si ya estábamos a jueves, no había apenas tiempo de digerirlo. Salí de allí confuso, muy confuso, y con los deberes sin terminar.
     Yo de los misterios insondables del amor no tenía ni idea, pero salí de tu casa contento. No extasiado, ni eufórico. Pero contento. Le conté todo a Sergio, mi mejor amigo, que ya había tenido dos novias, se compraba la Interviú y veía a diario Al salir de clase. Eso, por aquel entonces, te convertía casi en un experto en la materia al instante. Me dijo que parecías de las que ibas a saco buscando un novio formal, que ibas a atarme en corto y que habías acelerado todo porque estabas llena de inseguridades. Yo no estaba convencido de lo que decía, más bien pensaba todo lo contrario. Solo sabía que no quería comer con tus padres. Estar a solas contigo me gustaba. Joder, me encantaba. Pero ocurrió muy pocas veces. Después de la comida con tus padres, vinieron los partidos de voleibol de tu equipo, los entrenamientos de tu equipo, los cumpleaños de las amigas de tu equipo, los cumpleaños de tus otras amigas… y más reuniones familiares.
     Solo habían pasado seis semanas y yo, que quizá fuera el chico más tímido de todo el instituto no había querido hacer nada eso y actué mal. Error mío, lo admito ahora mismo. Tenía que haberte dicho cómo me sentía. Error mío, lo reconozco. Haberte dado plantón aquella noche en el cine fue una putada. Error mío, no lo voy a negar. No devolverte los mensajes ni las llamadas durante todo el verano fue mezquino y cobarde y miserable... y todo lo que se te ocurra decirme. Sí, todos fueron errores míos, a ti no puedo reprocharte nada. Me marché y ni siquiera pudiste ver mi espalda cuando me alejaba. 
     Pero últimamente me ha dado por pensar en nuestra relación... y he llegado a la conclusión de que tú y yo nunca lo hemos dejado porque jamás rompimos, así que podría decirse que seguimos siendo novios. Al menos tan novios como entonces, o tan poco como nunca fuimos. Sé que no siempre te he tratado con el cariño y respeto que mereces; y que, durante los últimos catorce años, he estado algo frío y distante, pero esta vez quiero hacer las cosas bien y sin errores.

     Elena, tenemos que hablar.


     Juanma - 2 - Septiembre - 2018