sábado, 31 de diciembre de 2016

EL LIBRO EN BLANCO

Abrí el libro...

Abrí el libro que acababa de escribir. Y volvía a estar en blanco. Tan pulcro e inmaculado como antes de sembrar en él la semilla de la primera letra. Todo lo que mi imaginación había depositado allí con esmero y cuidado, había desaparecido; se había esfumado como tragado por la nada. Pero aquello no me produjo asombro. Ni siquiera tristeza o preocupación. Porque me dio la sensación de que aquellas páginas necesitaban y pedían a gritos una gran historia. Podría ser la mía o la de cualquier otro; pero una gran historia. Y si aquellos márgenes y esquinas se habían tragado la anterior, es sin duda porque no lo era. Así que no había más remedio que empezar de nuevo. Con paciencia. Con cariño, cuidado y esmero. Y con algo más. Quizá con alma...

No quedé muy satisfecho con el comienzo, pero después me di cuenta de que el libro escondía algo único, maravilloso y especial entre sus hojas. Necesitaba sacarlo de allí, pero ¿cómo? Entonces rebusqué entre aquella maraña de palabras y frases sin sentido que no me acababa de convencer. Seguí y seguí escarbando hasta que cavé un profundo agujero. Las letras, poco a poco, se desvanecieron, vaciándose hacia el interior de aquel pozo como si un manantial de tinta mágica se hubiese vertido hacia el corazón del libro. Tal vez en el fondo se trataba de eso, de magia.

El libro, totalmente pálido y ausente de tinta y color, me desafiaba a que yo escribiera nuevamente en él, me pedía que le insuflara vida. Que rescatara su historia de la muerte. Y del olvido. Pensé que lo mejor era ponerse a escribir y dejar de buscar musas. Al fin y al cabo, la imaginación no siempre viene de la mano de esas impostoras. Así que seguí intentando descifrar lo que escondía aquel misterio en blanco, ese abismo de vacío que tanto me pesaba. No sé si fue la eternidad del momento, o si en cambio fue recuperar de nuevo mi alma, pero parte de mis recuerdos se posaron en ese agujero para siempre, llenándolo al fin.

En fin, la magia y el duende de escribir o crear una historia, y de que alguien la lea. Siempre es importante para cualquiera depositar nuestra confianza en algún otro. Y que ese alguien, tal vez, la deposite también en nosotros. Arriesgarse. Luchar. Coger los pensamientos y sentimientos de uno mismo, empaquetarlos, ponerles un hermoso lazo, y confiárselos a otra persona para que pueda atesorarlos, cuidarlos...y guardarlos al fin. Y después de ello reflexionar. Liberarse. Y volver a soñar.


Juanma - 31 - Diciembre - 2016


                                                                                              

jueves, 10 de noviembre de 2016

SOLO PARA LOCOS

Un buen día se levantó con el pie cruzado, se miró en el espejo y dijo aquello de “hasta aquí hemos llegado” y decidió cambiar el orden y función de sus órganos, darles un toque de atención, ponerles las maletas en la calle. Le incomodaban aquellas sucias tretas que ese puñado de solitarios sinvergüenzas tramaban por dentro de su cuerpo. De entre todas aquellas artimañas, el peor de los incordios era, sin lugar a dudas, que nunca consiguiesen ponerse de acuerdo.

     Había llegado el momento de hacer algo al respecto, así que, en primer lugar, decidió abandonar los tímpanos a su suerte en la esquina de enfrente, para que el blues del viento y el rocanrol de las voces los arropasen de ruido. Con demasiada frecuencia, las canciones que usamos para sanar el corazón no llevan el suficiente antídoto para tanta cicatriz. Y también, demasiado a menudo, a uno le apetece ponerse hasta las cejas con un poco de silencio. Arrivederci oídos. Después, optó por deshacerse de la boca. El uso diario de aquella deslenguada flanqueada por hoyuelos era, desde tiempos inmemoriales, reír, protestar y besar como quien remienda el adiós de su última noche de verano con una aguja en la lengua. Haciendo gala de lo políticamente incorrecto, dando mordiscos al mundo. Su inquieta boca era un incontrolable imán para los problemas, un insulto al karma y una batalla de trinchera sin aviso previo. La dobló con cuidado, la metió en un sobre viejo y arrugado, cerró este con pegamento, y lo echó al primer buzón que encontró sin remitente alguno y al destino más lejano que se le ocurrió, una calle perdida y olvidada del más olvidado y perdido pueblo de Australia. Hay bocas que deberían tomarse unas largas vacaciones y la mía es una de ellas, se dijo sin titubear. A continuación, los ojos, a falta de mejores ideas, se los regaló a un anciano vagabundo, flaco y despeinado, que solía dormir cerca de su portal, masticando mendrugos de pan duro y mendigando un poquito de cariño o amor de los compadres borrachos que nunca se iban a dormir tempano. Tal vez lo hizo para que se sintiese menos afligido, o para que pasease su propia mirada hambrienta por la ciudad, y así pudiera ganar su partida callejera a las pupilas eléctricas de los coches. Aquello no le importó demasiado, unos ojos sin boca no sirven de mucho. Las pestañas ya se las había quemado algún sol travieso y deshonesto, de aquellos que siempre buscan estar en el hemisferio equivocado del planeta, con la eterna cantinela, la copa de whiskey y los pantalones rotos y deshilachados.

     Después de mucho meditar, tiró los hombros de canasta a la papelera, con las cáscaras de los plátanos, los medicamentos caducados, los papeles sucios y las colillas usadas. Hasta nunca. Demasiado cansados siempre, demasiado pesarosos, demasiado bonitos también para quebrarse sosteniendo el peso del mundo. Se fabricó un hermoso columpio con los intestinos y ató sus extremos a dos estrellas de la constelación de Andrómeda. ¡Quién sabe, igual se rompía al primer uso, porque hay luces de estrellas que son de mentira y llegan a la puerta de nuestra casa cuando sus portadoras han muerto ya hace incontables milenios! Igual alguna sirena caprichosa, dueña de una supernova fugaz, se llevaba sus entrañas para jugar sin permiso en los confines de la Vía Láctea, como en una lejana discoteca iluminada por cientos de neones estropeados. Sí, en aquel mismo lugar donde aún hoy viven los corderos sin bozal y las rosas con sus pobres espinas.

    Le costó bastante más desprenderse del estómago, porque el estómago era astuto como una comadreja, más inteligente que su propio dueño y menos cobarde que el resto de vísceras. Tenía complejo de bohemio, espíritu de aventurero, alma de kamikaze y coraza de poeta. Pero a veces es necesario cortar por lo sano. Como un cirujano compungido, lo envolvió con mimo en una manta vieja, para que no pasase demasiado frío, y lo dejó a la orilla de un camino cerca del mar. Allí las madrugadas serían aterciopeladas y olerían a salitre y a nubes y a recuerdos del océano. Así las oscuras noches rellenarían los nervios de su tripa de luciérnagas artificiales. Los pulmones, sin embargo, no le produjeron la menor tristeza… ¡tantas veces lo habían dejado sin aire, tantas veces indefenso, sin cuchillo entre los dientes, como un Robin Hood extraviado robándole suspiros al viento! Los pulmones hacían siempre trampas, y eran unos soldados mercenarios, cobardes de mierda. Le dio más pena por el aire de otros que guardaban dentro, por las bocanadas del humo de otras bocas, por las gélidas vaharadas de aquellas mañanas de café y gasolina respirando a diciembre en cualquier balcón. Por las caladas de los lunes y los martes y los miércoles al sol y los vicios que descongestionaban el inaguantable bochorno de agosto. ¡Malditos pulmones que tiraban la piedra y escondían la mano! ¡Que se jodan!, gritó mientras los arrojaba a la sucia oscuridad de cualquier alcantarilla de mala muerte. Cuando por fin le tocó el turno al hígado no pudo por menos que sonreír al despedirse tras darle una palmadita cariñosa. Total, él creía en la reencarnación y así era todo mucho más sencillo. Además, el muy truhan lo había pasado de maravilla durante los últimos años. Escuchó como la melancólica melodía de la cisterna lo engullía hacia el metálico laberinto de tuberías. ¡Bon voyage, mon amour!

     En lo que respecta a la nariz, deshacerse de ella podría suponer mandar al carajo los siderales viajes de miles de aromas, fragancias y olores que habían compuesto el perfume de su historia. Pan recién hecho, tierra mojada, incienso, primavera, el jabón aquel de hierbabuena, café, lavanda, la humedad de los armarios, el suavizante de la ropa, la brisa del mar, los libros gastados y manoseados, la hierba del parque por la noche, los callejones de la ciudad y su aroma a versos urbanos llenos de rimas… Los olores de otros. De otras personas y de otros lugares y otros tiempos que ya nunca volverían a pasearse por delante de su ventana. Metió la nariz en uno de los buzones amarillos de aquella urbanización de las afueras en la que residían tantos ricachones idiotas, tal vez así alguien aprendiese a filtrar otros aromas mundanos que no fuesen solo piel y maquillaje. Como un sigiloso y clandestino Papá Noel, dejó la garganta en la chimenea, para que al menos se quedase tranquila con la anestesia del crepitar de las ascuas, y las perezosas bocanadas de hollín. ¿Y las piernas? Al vertedero más cercano, junto a sofás destrozados, maniquíes descatalogados y muñecas envenenadas de óxido. A bailar y trotar entre toneladas de chatarra, si aún les quedaban ganas. Porque siendo sinceros ¿para qué demonios sirven unas piernas si nunca sobra espacio y siempre falta tiempo?

     El maltrecho corazón, al Burger King del centro comercial. Dicen las malas lenguas que allí se come basura y no sería muy complicado que encontrase gentil acomodo entre sus mesas, con sus torpes latidos encharcados de ketchup, sus arterias sumergidas entre patatas grasientas, y así por fin se pudiese librar de su maldita arritmia y su caprichosa taquicardia. Y las venas… las sinuosas venas servirían para hacer graffitis, pues las calles huelen a sangre de todos modos y los impolutos muros han nacido para ser pintados.

     Pero, ¿y si volvían? Si volvían, ¿qué? ¿Si regresaban, todos ellos, más rebeldes y enfadados e insurgentes que nunca, y no atendían a razones como antaño, y conservaban su platónico amor por la guerra y la lucha constante y la contradicción y no por el pacifismo y la armonía? ¿Dónde podría esconderse entonces, qué haría llegado el caso? Porque reza un viejo refrán que, muerto el perro, se acabó la rabia. Pero se le olvidó añadir que los perros rabiosos nunca mueren del todo.



Juanma - 9 y 10 de Noviembre - 2016                                        

viernes, 4 de noviembre de 2016

TIC TAC

Tic tac. Tic tac. El tiempo se fuga en el devenir y rodar y deslizarse de las horas. Tú permaneces ahí, intentando guarecerte de los años en una cueva sin tiempo. Quieres detenerlo. Pero no puedes, algo te lo impide. Intentas conservar esos instantes eternos en tu memoria como el aleteo de una efímera juventud. La vejez te asusta, viene con su pesado saco de arrugas y huesos a la espalda y te hace mirar cara a cara al abismo.

Tic tac. Tic tac. No se detiene. Y esto desata el emerger de las prisas y olvidos que zarandean sin piedad tus angustiosos días. Pretendes conservar cada vivencia, atrapar su esencia, que tus recuerdos no se deshagan en mil pedazos como un puzle irrealizable. Se alejan. Y tú corres tras ellos. Pero es imposible alcanzarlos. Tiemblas hasta la extenuación, llevas al límite tu resistencia y dices no poder más. Te miras en el espejo de tus sueños buscando el reflejo de la eternidad.

Tic tac. Tic tac. Te enamoras de la aurora, de la luz del alba, pero ella te rechaza, huye de tus pasos cansados, desesperados, tristes. No queda otra salida. Cara a cara con la vida. Dejarse acariciar por los dedos del mañana. Aunque su caricia sea como el filo de mil navajas que dejan surcos a ras de tu esencia. Te desmoronas. Te pierdes. Caes a un pozo infinito cuyo fondo de lodo y púas te ahoga primero y despedaza después.

Tic-tac. Tic-tac. En ese momento despiertas. Confuso. Sin aire. Asustado. Miras el reloj y ves sus agujas marchando con cadencia militar hacia quién sabe qué guerra o batalla. Pero fuera de la prisión de los sueños no tienes miedo, ya no te dejas intimidar. Sabes que aún te queda toda una vida por delante. ¿Tic tac. Tic tac? Coges esa esfera atrapa tiempo y la arrojas por la ventana con la alegría de todas tus fuerzas. Hacia el ayer, el mañana o el nunca jamás... ¿Qué más da? Regresas a la cama y esta vez recibes a Morfeo con la eterna sonrisa de aquel al que ya no le importa el tiempo...



Juanma - 4 - Noviembre - 2016                                                    

viernes, 28 de octubre de 2016

EL FUNERAL

Había caído la noche como un manto fúnebre sobre el milenario castillo que coronaba la escarpada montaña. A lo largo de sus empinadas laderas se asentaba, en dispersos grupos de callejuelas y casas, el pueblo maldito. Las sombras se arremolinaban unas junto a otras dibujando un siniestro paraje. Se podía palpar el silencio sepulcral en las inquietas figuras que escudriñaban las impenetrables tinieblas. Una brisa furiosa despertó para unirse al espectáculo al mismo tiempo que tañían las campanas de la iglesia. Las ramas de los árboles gimieron bajo el azote del viento. Era el momento de encender las antorchas.

     El difunto yacía en su lecho mortuorio, pálido como una pequeña estatua de mármol blanco desafiando al más allá. Su rostro marchito y demacrado contrastaba con sus opulentos y oscuros ropajes: una larga túnica de varias capas de terciopelo rojo y negro. En el dedo corazón de su mano derecha lucía un hermoso anillo, con un íncubo y un súcubo entrelazados entre sí, en el que había engastado un brillante rubí. Los barrotes de la alta y enorme cama terminaban en siniestras gárgolas que escupían miradas de espanto y horror. Cientos de velas ardían temblorosas, dispuestas de forma irregular por toda la estancia. En calma y silencio, y de uno en uno, fueron desfilando ante él todos los habitantes del pueblo. No querían faltar a aquella cita ni perderse el adiós de aquel ser inmundo que en tiempos pasados había representado el huracanado azote de la maldad personificada. ¡Qué diferente parecía ahora, carcomido por la edad, subyugado por la muerte! Pese a todo, le seguían teniendo un pánico reverencial, un miedo atroz y cerval que no era, ni en su grado máximo, infundado. ¿Quién podía saber qué tipo de engendro o demonio podría aún insuflar vida en aquel cuerpo inerte? Todos le temían, todos se santiguaban y temblaban al darle la espalda. No se atrevían siquiera a mirarlo. ¿Para qué, si ya era pasto de gusanos y carne de mortaja?

     Había llegado la medianoche. La hora maldita de un día aciago y sombrío. Se percibía cierto alivio en sus rostros. No obstante, muchos de ellos se preguntaban en el cruce de sus miradas qué sería ahora de su existencia sin él. Durante todas sus vidas había sido él, desde los pasadizos, sombras y mazmorras de aquel temible palacio, quien mandaba, quien ordenaba, quien prohibía, amenazaba y azotaba con el látigo y su lengua viperina a sus fieles esclavos. No había dejado descendencia. Pese a que lo había intentado con insistencia durante su larga vida con todas las mujeres del pueblo, su semilla debía estar maldita, gracias a Dios. Por ello las despreciaba, torturaba y quemaba. Pero despreciaba también a los hombres, a los ancianos, a los niños... Despreciaba la vida tanto como su propia existencia. Ni siquiera para él mismo supo guardar algo de respeto, cariño o amor. ¿Pero cómo, si no los conocía? Siempre miraba con desdén y furiosa cólera a cualquiera que tuviera la mala suerte de toparse de frente con él, de encontrarse siquiera fugazmente con la mirada gris ceniza de aquellos demenciales ojos. Aquél que lo hacía, caía en desgracia para siempre.

     Aunque ahora, por fin, todo había terminado. Sin embargo, quedaba lo peor: el funeral. Se tenía por costumbre, en aquel entonces, coger el cuerpo sin vida y, bajo la luz de las antorchas, acompañarlo al cementerio para enterrarlo. El sitio de aquel engendro, en cambio, estaba en las criptas del castillo, junto a toda su execrable ascendencia. Pero nadie se atrevía a bajar hasta aquellas abominables estancias inmundas. Nadie había tenido tampoco el valor de mencionarlo. Ni siquiera para alzarlo a hombros y llevarlo al camposanto encontraban el arrojo y fuerzas necesarias. Todo estaba demasiado reciente aún y el temor seguía anidando dentro de sus corazones. Se miraron en silencio y, sin decir una sola palabra, todos decidieron lo mismo. Abandonar al difunto. Salir de aquel tenebroso lugar. Dejar las antorchas al lado del cuerpo y que fueran ellas las que se ocuparan de hacer el trabajo. Cabizbajos, desfilaron fuera de la lúgubre estancia. Sin mirar atrás, condenaron al olvido las siniestras salas y los escabrosos pasillos. Solemnes, pero asustados. Las llamas inmisericordes prendieron en las lujosas cortinas, en los antiquísimos muebles, en los exquisitos tapices. Los hermosos vitrales góticos del interior y los ventanales estallaron en mil pedazos. Y el maldito castillo ardió como una tea.

     Cada llamarada que se elevaba hacia el cielo, dibujaba sombras grotescas y deformes que sollozaban, gemían y aullaban. Se miraron aterrorizados. Sabían que alguna terrible maldición les sobrevendría por no haberle dado sepultura como era debido, en las criptas bajo la montaña. Y por haber prendido fuego a un milenario hogar, o tal vez un lugar anclado allí desde el origen de los tiempos, de seres abominables y sin nombre. Sin embargo, ya nada podía hacerse. O más bien, ya nada podía deshacerse. Y también, por primera vez en mucho tiempo, les daba igual. Tantos años de horrores y vejaciones, tantas generaciones de esclavos y torturados, tanta desgracia y sufrimiento por culpa de aquel ser vil y despreciable. El último de su estirpe. Reducido a humo y cenizas junto a los restos de su ancestral y diabólico linaje. Tuvieron que correr para escapar de las espantosas llamas. Lenguas de fuego que les seguían, que les llamaban, que les iban nombrando uno a uno. Huyeron a refugiarse al pueblo, al cobijo y calor de su santa y amada iglesia. Allí congregados, le rezaron, suplicaron y lloraron a su Dios. Pidieron perdón, hicieron promesas, se flagelaron y autoimpusieron severas penitencias…

     Pero ya era tarde. La maldición había surtido efecto y, en cuestión de minutos, el pueblo entero se vio envuelto en llamas. Nada pudo salvarse. Nada quedó en pie. Casas y cultivos, granjas y bosques… todo reducido a escombros humeantes. Todo, salvo la hermosa iglesia de piedra. Así que, en cierto modo, su Dios les había escuchado en el último momento. O tal vez la maldición no consiguió traspasar los muros de aquel lugar sagrado. En apenas un abrir y cerrar de ojos, lo perdieron todo. Sí, pero también habían logrado sobrevivir. Por lo tanto debían sentirse agradecidos. No era tiempo de arrepentirse o lamentarse. Llegaba el momento de comenzar de nuevo. ¿De la nada? Sí,  de la nada. Pero por fin sin la sombra de aquel tétrico castillo ni de la gélida y fantasmal  presencia de su último morador.


Juanma - 28 - Octubre - 2016                                                      

sábado, 22 de octubre de 2016

DESEOS

No perder el camino, ni el fuego, ni sus sombras ondulantes. 
No olvidar el mar, el río, las montañas y la tierra.
Enamorarnos.
Que siempre haya mapas y tinta y libros de papel.
Detener las máquinas para contemplar el firmamento.
Seguir aprendiendo. Aprehendiendo.
Barrer la monotonía de las calles.
Que, si me olvido, me enseñes de nuevo a soñar.
 Vaciar de enfermos los hospitales.
Y de crímenes las calles.
Escuchar la quietud del día mientras nace.
 Abrazarnos en esa hora en que la luz y el tiempo son etéreos.
Construir una góndola y navegar por los canales de los versos en las noches de poesía.
La ternura en los labios, en los besos.
Dibujar sonrisas en los paisajes tristes.
Curar de dolor el amor.
Una canción desconcertante de sensaciones.
Seguir sorprendiendo.
La música.
Tu risa.
Pasatiempos en la nubes.
Cruzar de tu mano el umbral de Fantasía.
Pintar miles de soles para borrar todas las sombras.
Que siempre haya magia en las dibujos de los niños.
Aullar a la luna llena.
Recorrernos la piel y las venas.
El primer llanto al nacer de los días tímidos.
Que siempre quede un remanso que alivie los desencantos.
Empaparnos del estremecimiento de unos ojos bohemios.
Que te quedes para siempre.
Atesorar el tiempo intangible entre las manos
Un pincel rebosante de colores y los bolsillos... de ilusiones.
La inocencia.
Ninguna lágrima en los ojos de los niños.
Atardeceres tranquilos.
Salas de espera vacías y corazones llenos.
Que me perdones los errores y los horrores.
El génesis naciendo de cada orgasmo.
Las aulas siempre abiertas y llenas de alegría, vino y filosofía.
Dejarnos llevar.
Cerrar los ojos y señalar un punto en un mapa al azar.
Baudelaire en todos los discursos e investigaciones.
Maestros y alumnos jugando juntos en los recreos.
El arte.
Esas noches soleadas y esos días bajo la luna.
Y las estrellas.


 Que siempre lluevan tardes de verano en la tenue luz de las alcobas.
Arroparnos las entrañas.
Ser tan solo culpables de no tener ninguna culpa.
Que los miedos sean fugaces.
Poder volar en pajaritas de papel.
Envolverme en papel de regalo para ti.
La extinción de las guerras y las cárceles y los zoológicos.
Miguel Ángel esculpiendo las formas de las ilusiones.
El interior de Lothlórien en tu mirada.
 Hacer de la razón nuestra locura.
La crucifixión de todos los sistemas, de todas las leyes, de todos los gobiernos.
Dormir siempre con un libro bajo la almohada.
Y con tu cuerpo entre mis brazos.
Tener siempre un alma que acariciar.
Un corazón que cuidar.
Un amor que alimentar.
La paz en todo y en todos.
Que las canciones y la poesía suenen en cada rincón del Universo.
No enfermar nunca, salvo de pasión.
Escribir relatos a la luz de las velas, velando, desvelando y revelando nuevas letras.
Finales felices en todos los diagnósticos.
Un viaje. Todos los viajes posibles.
Que la suerte sea buena para los pobres y afligidos.
Miríadas de rayos de luz en los tejados del mundo.
Oler la dulzura de las plantaciones de vainilla.
Abrigar el ánimo y el desamparo.
Un alma. Todas las personas.
Mecernos en los columpios cuando nadie nos vea.
Una pandemia universal de libertad.
Dormir bajo el cielo raso
Contar sus estrellas.
 Hacer manitas en cualquier sala de cine.
Un escondite mágico en cada lienzo y cada cuadro.
Una mirada extasiada plena de felices sentimientos.
Tejernos un jersey para el invierno con los hilos del arco iris.
Tumbarnos boca arriba mientras el día pinta amaneceres en el techo.
Un sinfín de mundos sin fronteras.
Y que siempre, en cualquier lugar, en todos los lugares, haya alguien que sueñe, que cuide, que cure, que proteja, que escuche, que cante, que baile, que enseñe, que construya, que invente, que entusiasme, 
que acaricie, que acompañe, que ría... y que ame.


Juanma - 22 - Octubre - 2016



                                                                                                 

domingo, 25 de septiembre de 2016

DEBAJO DE MI NOMBRE

"Yo lloro debajo de mi nombre.
Yo agito pañuelos en la noche
y barcos sedientos de realidad
bailan conmigo."
("La Jaula" - Alejandra Pizarnik)


A veces sucede que no sé quién soy ni de dónde vengo y termino haciéndome preguntas sin respuesta; como, por ejemplo, por qué se quedó vacío el aire después de respirarlo. En otras ocasiones me busco sin encontrarme, sueño sin dormir, lloro dentro del agua o debajo de mi nombre. 

Cuando decido responder algunas de esas preguntas sin sentido me doy cuenta de que no puedo, de que la noche se encasquilla en mi lengua, o se desangra a punto de ebullición el líquido que se pasea entre la piel de las palabras y el nombre que les doy a mi ángel y demonio en esta especie de monólogo intrauterino. Necesito hablar con ellos, llorarles y llorarme, diluirnos los tres en un verso inmaculado e intacto; pero no están, o no estoy, y siempre despierto en un extraño jardín lleno de cruces y piedras donde se alzan al cielo desconsolados cipreses.

Podría afirmar que hay almas y signos y gestos que la niebla recuerda y la oscuridad no olvida, jirones de pasado y ombligos de memoria que el silencio no logra acallar. Podría jurar que todo es negro y todo duele y todo tiembla.

Ahora, y siempre que nadie me mira, me sumerjo en pozos olvidados, buceo en mares prohibidos, practico el vuelo sin motor y hago malabarismos con el Karma; mientras todos me saben, o piensan, o sueñan sentado tranquilamente frente a las llamas temblorosas de un fuego dormido.

Dormiría más tiempo, o más vidas, si el alma me dejara y los versos y los poemas no fueran truenos y relámpagos dentro de mi cabeza. No escribas, me digo, deja los versos para los poetas; ellos saben de métrica, no eluden la rima y entienden de poesía. No hagas de tu corazón estrofas rotas. Ni de tus lágrimas tanto verso a medias con alevosía. Polvo en el viento, polvo en forma de tinta sin melodía.

Lo que debes hacer, me susurro, es seguir con tus preguntas sin respuesta y no intentar desviar la atención hacia la periferia, hacia los suburbios del alma; a tu mente le da por centrarse en los golpes que da la ventana a tu espalda, sin nombrarte, sin acordarse de ti, y por eso cada dos bandazos miras por el rabillo del ojo para comprobar si se ha roto el cristal y por los huecos ha vuelto a entrar el crudo invierno con su intraducible y gélido viento de prosa fría.

Siempre lo has sabido, me repito; lo primero que has de hacer es adelantarte al otoño y a la caída de la hoja. Deshacerte de algunos pétalos de flor no es deshacerte de la flor misma ni sinónimo de lágrimas y llanto. Si te invade la melancolía puedes recordar los bosque perennes, la forma de las nubes o la brisa del mar, pero eso casi mejor dejarlo para la primavera. 

Porque todo lo que tienes y no tienes es lo mismo; lo tienes y no lo tienes a un mismo tiempo, tan cerca como si estuviera a tu lado, durmiendo en una habitación al fondo del largo y oscuro pasillo de tu existencia.

Y tan lejos al mismo tiempo.

Como una lágrima debajo de mi nombre...


Juanma - 25 - Septiembre - 2016

viernes, 2 de septiembre de 2016

RECUERDOS

¿Qué me sucede?

      »Verá doctor, creo que no hay adjetivos suficientemente minuciosos en los diccionarios humanos que puedan definir de manera verbal una sola minúscula porción de mi enfermedad. No es tristeza tal cual la distorsiona el diccionario: es una tormenta distinta, otro nervio, otra grieta, otro latido. No sería capaz de mostrarle paralelismos ni referentes vulgares como si hablásemos de tal o cual síntoma. Cuando tu vida tiene el pulso sosegado de un poema y el vértigo sonoro de una melodía, la televisión, el cine y los periódicos son apéndices inservibles, estúpidas deformaciones de la realidad. ¿Tal vez pude explorar hasta la médula las necesidades más remotas? Tal vez. Pero si al final descubres que ya no necesitas casi nada, ¿de qué te sirve? Comprendí que la ropa es un molde y la publicidad, un engañabobos; que las encuestas, las entrevistas, las pirámides laborales o las pegatinas sociales son etiquetas que te meten dentro o fuera del cajón impuesto por la norma omnipotente y omnipresente del Gran Hermano; o los himnos, las banderas, los prejuicios y los tópicos y mimetismos son códigos de barras con los que te tatúan la frente al nacer. Cada nueva oveja que ganan para el rebaño, cada cliché consumista, cada ilógica imposición ordenada desde las altas y camufladas esferas de la élite del poder, desde el corazón y las mismas entrañas de la máquina, es otro bautizo en la pila del esclavismo inconsciente. Existencias de cartón-piedra, insípidas, desvirtuadas… centradas siempre de forma exclusiva en el tener, jamás en el ser.

      »Porque, querido doctor, soy de la opinión de que ser más inteligente, ser más guapo, ser más famoso, apuesto o popular no es ser, desde luego, aunque lleven por delante tal verbo. ¿Está de acuerdo conmigo? ¿No lo sabe? Yo sí lo sé. No es ser. Es tener, es aparentar, es parecer, es decorar tu carcasa. Títulos, trofeos, diplomas, menciones, categorías, un ejército de amigos por Internet, el televisor más caro y moderno del mercado, operaciones de cirugía estética, un coche con marchas eléctricas y tropecientos caballos... Lo cierto es que, a veces, todo ese puñado de posesiones son obstáculos que te impiden ser consciente de que quieres tanto a otros seres humanos como para que se te salten las lágrimas a borbotones. Podríamos decir que, en ocasiones, las entrañas se escapan por los huecos del alma. Usted no parece ser consciente de todo esto, pese a haber estudiado el cerebro humano como si fuese el engranaje de un reloj, y sometido a cientos de personas a esos test tortuosos que descifran sus personalidades cual suero de la verdad, garabateando con opiniones personales sus expedientes y con la potestad suficiente como para drogarlos hasta las cejas. A pesar de que la edad me esté volviendo una persona moderadamente infeliz, y un quejica impertinente, no estoy loco. Echo de menos a todo el mundo, tan en carne viva que a menudo soy incapaz de soportar tanto dolor. Mi indomable espíritu reside desde hace tiempo en otra constelación lejana. Muéstreme algún camino que me salve de esta enferma sociedad, algún sendero que me lleve hasta al mismísimo fin del mundo. ¿Al patio de la comprensión infinita? Buena definición, doctor. Sí, tal vez ese sería un buen sitio donde comenzar de nuevo. O donde terminar para siempre, lo mismo da.

      »Juro que ahora mismo veo en su mirada una punzada de superioridad, de desprecio, de “otro hippie sin ambiciones, con déficit de atención y mono de drogarse hasta las cejas y mearse en el sistema”. ¿Sabe qué veo yo al asomarme a la ventana de mi habitación? Veo filas y filas de tejados espectrales adornados como un cementerio en ruinas suspendido en el éter; losas sepulcrales con las fechas medio borradas por el paso del tiempo y apiladas sobre sepulturas oscuras y mohosas, tétricas viviendas en las que se ha horadado un enjambre dantesco, el hervidero de pasillos, callejones y cuevas de los habitantes de una ciudad agonizante. Sí, es posible que el patio de la comprensión infinita se encuentre entre unos edificios abandonados, a apenas unos pocos metros de distancia de nuestra propia casa. Quizá carezca de electricidad, eso es algo obvio. Así que lámparas de aceite y velas serán nuestra luz. Sus paredes medio desconchadas, estarán pintadas de un azul luminoso, celeste. Cantaremos y bailaremos. Gemiremos y aullaremos, como lobos hambrientos de carne enamorada y noches eternas. Las horas se convertirán en siglos y la frustración no tendrá entrada por los poros de nuestra piel rejuvenecida. Esto no es una fantasía paranoide, aunque se lo parezca; no es Alicia a través del espejo, ni Oz, ni la Tierra Media. No me he bebido unos tragos de absenta. Tampoco tomo ácidos, ni tengo alucinaciones. Ni siquiera son estos los posos primigenios y sintomáticos de una depresión crónica. Lo único que sucede es que estoy enfermando de tristeza. Alguien me dijo una vez que el olvido enferma. Así que caeré presa en sus redes, no toleraré que sus tentadoras cápsulas de colores (no quiero la pastilla roja ni la azul), sus camas enmohecidas y sus enfermeras, que parecen todas clones de la misma señora cabreada con el mundo, me arrebaten a la fuerza mis recuerdos.

      »Porque los recuerdos son lo único que tengo, doctor. Son de dónde vengo y a dónde voy. Lo que soy y a lo que pertenezco. Son mi pasado, pero también mi futuro. Son mi camino, mi destino… y mi hogar».


Juanma - 2 - Septiembre - 2016                                                       

jueves, 25 de agosto de 2016

EL CINCUENTA POR CIENTO

Se escucha el entrechocar de copas y cubiertos camuflados entre risas ahogadas y ecos de conversaciones. Se palpa en el aire una festividad que no coincide con la furiosa tormenta que ruge tras los amplios ventanales: fuera de la casa, fuera de la celebración, fuera de la infantil ignorancia humana, del cálido refugio en el que nos sentimos a salvo, pensando que somos mucho cuando en realidad somos tan poco...
     Me siento a su lado, le acarició con suavidad el pelo y le pregunto si es feliz.
     "En un cincuenta por ciento", responde con voz apagada, casi ausente, haciendo precarios equilibrios con las sílabas. 
     La entiendo. Porque claro, en ese restante cincuenta por ciento hay dos mundos quebrándose, resbalando de su eje, desquebrajándose. Hay fiebre, sudores y recuerdos. Esquirlas, escombros y desacuerdos.
     Si uno se centra en los síntomas que siente concretándose en la enfermedad de la existencia, casi podría asegurar, con todo el derecho a equivocarse, que ese díscolo cincuenta por ciento es lo poco que queda de palpable realidad. 
     Una lágrima resbala por una de sus mejillas. ¿A qué cincuenta por ciento pertenece? Se la seco con un dedo mientras la noto temblar. Hago inventario de nuestros activos sentimentales: quedan más bien pocos, pobres y descuidados, ni salvajes ni dóciles, menos pasionales que despreocupados. Entender es una cosa y sentir es otra que no se le parece ni un milímetro. 
     La tormenta arrecia fuera. Truenos y relámpagos que ahogan los chistes y aplausos de la fiesta. La tomo de la mano con dulzura, explorando aquellas líneas que me sé de memoria y, sin embargo, a menudo me parecen tan extrañas. Las cosas no siempre salen como se planean. ¡Pero qué aburrido y gris mundo si así fuera!
     "¿Ya es tarde?", le pregunto. Se gira para mirarme, sus pupilas parecen observarme desde otro universo muy lejano. "¿Tarde para qué", parecen preguntarme a su vez. Pero como en un breve desgarrón de luz que se abriera en el manto de la oscuridad, noto que sus ojos vuelven de ese mundo perdido y regresan a aquella realidad. Resquebrajada, sí, pero aún en pie.
     "Nunca es tarde", responde con un brillo de esperanza en la mirada y un esbozo de sonrisa que es suficiente para empezar a pintar un hermoso retrato. Habrá que seguir haciendo malabarismos sobre el eje de la felicidad y del amor. Pero, ¿no merece acaso la pena? Tropezar, resbalar, caer, sí... Pero también levantarse, y abrazarse, y seguir. 
     "¿Bailamos?", digo incorporándome, pero sin soltar su mano. Por un momento parece dudar, pero se levanta tras de mí y dejamos atrás la aburrida fiesta y su tedioso entrechocar de copas y conversaciones vacías. Salimos a la noche y danzamos al son de la música de los truenos, empapándonos de lluvia y recuerdos cuando nuestros cuerpos vuelven a rozarse. Desde dentro nos observan como locos tras los ventanales. ¡Si supieran lo maravillosa que es la locura y lo triste que resulta su cordura...!
     Cierro los ojos un momento, intento fusionar en mi mente el cincuenta por ciento entero con aquel otro cincuenta quebrado, y balbuceo un minúsculo ruego a la eternidad.

Juanma - 25 - Agosto - 2016                                                       
      
    

domingo, 24 de julio de 2016

EL CLUB DE LOS 27


PRÓLOGO

Según reza la Teoría de las Cuerdas, hay infinitas vidas que en este mismo momento podríamos estar viviendo en otra parte...

Sonia acaba de cumplir veintisiete años. Como los del club de los inmortales: el chamán Jim, el eléctrico Jimi, la desgarradora Janis, el melancólico Kurt o la indomable Amy, ya sabéis. Estrellas incandescentes que aún rompen lanzas en el cielo y consiguen que los altavoces se corran con sus rebeldes demonios de soul o rocanrol danzando dentro. Ya tiene veintisiete, pero con el nostálgico encanto de los anti héroes desarraigados que habitan en todos los sitios pero no pertenecen demasiado a ninguna parte, tirando a bastante guapa si no se maquilla demasiado, con un tic que le revuelve con gracia el párpado izquierdo, cinco libros fetiche que se sabe de memoria, hoyuelos de duendecilla traviesa capaces de camuflar maravillosamente la tristeza y una motocicleta antigua con la que rasca el asfalto todas las noches que el insomnio la desvela. La norma principal siempre es que, a más velocidad, menos perspectiva. Y a menos perspectiva, menos recuerdos rondando por callejones de la mente que no deben. Aunque ya es un poco suicida de por si, y los suicidas nunca tienen perspectiva, le gusta acelerar, cerrar los ojos y llenarse de silencio y ruido al mismo tiempo. Sonia es hedonista cuando las cosas van bien, irónica cuando se ponen feas, noctámbula con un despertar malhumorado y enrevesada si piensa más de la cuenta. Ah, también dulce y encantadora si no hay casi nadie mirando, la reina de la sensualidad en la sala de cine de su mente, muda al cambiar de ciudad y abocada al desencanto si el tiempo se le escurre entre los dedos. No es Jim, no es Jimi, no es Janis, no es Kurt ni la mágica Amy. Es una don Nadie que bebe y suspira más que sueña los fines de semana, que vive al límite por pura costumbre y que se larga a desayunar al McAuto las madrugadas de verano en las que la mierda del bochorno no permite pegar ojo. Pero una don Nadie nunca es del todo una don Nadie si tenemos en cuenta que cada vía de tren esconde un cofre del tesoro al otro lado. Schrödinger lo definiría mejor que yo al decir que antes de abrir la caja es imposible saber si el gato está dentro.

Continuará...

Juanma - 24 - Julio - 2016                                                              

jueves, 30 de junio de 2016

HÉROES Y CABALLEROS

En tiempos remotos, tras la cena y antes de emprender el camino rumbo a la cama en busca de dulces sueños, las familias se reunían alrededor del fuego del hogar y contaban historias sobre héroes y caballeros.
   Claro que, en tiempos remotos, había héroes y caballeros...

                                                                                              *  *  *

El camino que discurría por el bosque parecía olvidado a juzgar por su aspecto. Los hierbajos y matorrales lo invadían desde ambos lados de la espesura. La capa de musgo que cubría las piedras del camino indicaba que llevaba ya mucho tiempo sin ser transitado.
   La tarde sólo estaba mediada aunque, bajo la espesura del follaje, parecía que la llegada de las sombras de la noche fuera inminente. Un viento helado azotaba los árboles y los primeros copos de nieve de la temporada empezaron a caer.
   —Maestro, ¿cuándo me enseñará a manejar la espada? —preguntó el escudero.
   —Otro día, quizá... —contestó Drake.
   Drake, el Gran Héroe. Muchas leyendas hablaban de él y su fama se extendía, como una brisa suave, de un extremo a otro de todas las tierras conocidas. Sobre él se contaban innumerables hazañas; que había salido victorioso en casi un centenar de combates cuerpo a cuerpo y vencido en una decena de justas a otros valientes caballeros y heroicos campeones; que había dado muerte a innumerables trasgos y trolls, e incluso a un dragón de las tierras de los volcanes de fuego; que había combatido en sangrientas guerras y batallas cantadas por bardos en hermosas canciones, conquistado reinos enteros para su Rey y robado los corazones de las más hermosas princesas; que había frecuentado la compañía de los más renombrados sabios, magos y druidas...
   Se contaban muchas cosas. Quizás incluso pocas. O tal vez demasiadas. Porque aquellas leyendas podían albergar en su interior tanto de real como de inventado. Y nadie que el muchacho hubiera conocido recordaba haber visto o tenido nunca constancia de nada de lo que en ellas se contaba.
   Sus misteriosos ojos negros, tan oscuros como abismos insondables, contaban que había vivido mucho y sus numerosas cicatrices narraban un duro y difícil camino por una vida que no había sido precisamente de rosas. Un profundo tajo recorría todo el lado derecho de su rostro, desde la oreja hasta la barbilla, convirtiendo aquella zanja en un erial donde la barba, que recorría en desordenados mechones blancos el resto de aquella geografía, no había vuelto a germinar.
   Ahora Drake, el Gran Héroe, se había convertido en un viejo arrogante y gruñón.
   —Pero Maestro —protestó Eric, su joven escudero—, siempre decís lo mismo...
   —Porque siempre preguntas lo mismo; las mismas estúpidas e inútiles preguntas —le interrumpió su mentor-; todo a su debido tiempo, muchacho, todo a su debido tiempo —Arreó su cabalgadura para que se pusiera al trote. El caballo, si es que aquel triste y escuálido jamelgo gris podía recibir tal trato de consideración dentro del  mundo equino, servía de montura para ambos jinetes, lo que acrecentaba aún más, si cabe, las fatigas y desdichas del rocín.
   —Pero ya llevo dos años con vos, he cumplido la mayoría de edad y aún no he aprendido a blandir la espada, ni a luchar cuerpo a cuerpo, manejar el arco o la lanza o montar a caballo —Suspiró Eric con tristeza—. Cuando me tomasteis como aprendiz a vuestro servicio, prometisteis hacer de mí un guerrero temible como vos, pero no he aprendido nada.
   —¿Cómo que no has aprendido nada? —preguntó Drake ofendido, con el semblante enrojecido de ira— ¿Sabes cuántos muchachos darían lo que fuese por ocupar tu lugar ahora mismo? ¡No, claro que no lo sabes! ¡No tienes ni idea! ¡Bastarían tan sólo mi consejo y compañía para hacer de muchos chiquillos enclenques, espléndidos soldados! Pero tú no haces más que hablar y protestar sin valorar siquiera lo que tienes. La paciencia y la espera son dos grandes virtudes del guerrero. Primero has de aprender a usar la cabeza; cuando estés preparado, aprenderás a usar el resto de tu cuerpo. ¿Cómo osas decir que no has aprendido nada?
   —Es que, con todos mis respetos Maestro, no he aprendido nada —afirmó de nuevo el muchacho—. En estos dos años lo único que he hecho es saquear casas abandonadas, husmear en cuevas y caminos y robar granjas, lo cual más que en escudero, me convierte en un ladrón.
   —¡Muchacho insolente! —rugió Drake deteniendo su montura. Se volvió para mirar cara a cara al chico— A eso no se le llama robo, sino supervivencia, y sirve para mantenerte con vida. Deberías darme las gracias aunque sólo fuera por conservarla todavía. A mí también me gustaría combatir, pero ya no hay guerreros ni caballeros por los caminos como antaño. Ni dragones. Y los trolls se han convertido en unos seres ridículos y estúpidos, cobardes y huidizos como ratas, que pasan el tiempo robándose las sobras de sus capturas los unos a los otros en la profundidad y seguridad de bosques perdidos. Los tiempos ya no son como antes, debes creerme; esta vida ha cambiado demasiado. Recuerdo que en mi juventud había batallas y duelos por doquier, en cada rincón de cada reino, y los dragones surcaban el cielo por parejas escupiendo leguas de fuego...
   —Bla, bla, bla... bla, bla, bla... —se burló el escudero en voz baja.
   —¿Decías algo muchacho? —preguntó Drake.
  —Nada, Maestro, escuchaba con atención. Ya sabe que los relatos de sus hazañas me entusiasman; continúe, se lo ruego.
   —Gracias, hijo —contestó el héroe orgulloso—. La primera princesa que rescaté era hija de un gran rey, ¿sabes? —Y Drake siguió su relato mientras el aprendiz se quedaba dormido en la grupa del caballo apenas hubo reanudado el hombre su relato.

                                                                               
                                                                                               *  *  *

—Maestro, ¿cuándo me enseñareis a cazar?
   —Otro día, quizá... —contestó Drake.
   —¿Por qué no mañana? —insistió Eric.
   —¿Y por qué tanta prisa? —Drake lanzó una mirada suspicaz al muchacho. Estaban sentados al pobre calor de una triste hoguera, disfrutando de una insípida y frugal cena. Aunque a decir verdad, no podría decirse que estuvieran disfrutando demasiado, ni que lo que tenían en sus platos pudiese llamarse cena; un par de nabos asados y unas cuantas castañas medio podridas y comidas por los gusanos, lo poco que había sido capaz de encontrar el chico.
   —Quizá por comer algo de carne de vez en cuando. Ya que vos no os decidís a usar vuestro legendario arco, he pensado que tal vez pudiera hacerlo yo —replicó con ironía.
   —¿Cómo te atreves? —bramó el maestro levantándose— ¿Acaso te ha faltado comida algún día o cena cualquier noche?
   —No, Maestro —afirmó el muchacho—. No, si al hablar de comida os referís a esas bayas, raíces, frutas podridas y verduras marchitas que encontramos por casualidad en nuestro camino —añadió.
   —¿Has olvidado ya acaso la suculenta carne de ciervo que cenaste la otra noche y que yo cacé? —preguntó  dolido el caballero.
   —No, Maestro —suspiró su pupilo—, no he olvidado esa sabrosa carne de venado. Pero cazar, lo que se dice cazar... —Hizo un enorme esfuerzo por contener la risa, cosa que a duras penas consiguió— Si no recuerdo mal, aquel pobre ciervo había caído presa en una trampa que no era vuestra. Vos tan sólo tuvisteis que hundir vuestro cuchillo en el cuello del animal atrapado, destriparlo y asarlo. A eso no se le puede llamar caza, en mi país se lo conoce como robo o hurto; en la más amable de las definiciones, suerte... mucha suerte —añadió en el mismo tono socarrón y mordaz de antes.
   —¡Ya basta muchacho! —gritó Drake dando una patada a la lumbre y esparciendo las escasas brasas que había sido capaz de dar a luz el lastimero fuego— Lo que hay en el campo es de todos. Y si mi perspicaz vista de halcón e intuición de cazador no hubieran reparado en la presencia de aquel animal debatiéndose en su prisión, tú jamás te habrías deleitado con el sabor de su carne —arguyó con arrogancia—. Has de saber que el ayuno también es parte esencial de las enseñanzas que te estoy impartiendo e inculcando, porque es una faceta importante y primordial en la vida del ermitaño; pero tú no pareces apreciar ni agradecer nada. Con el estómago vacío se piensa mejor, se trabaja mejor...
   —No discuto su experiencia —le interrumpió Eric—. Pero si en algo le interesa mi opinión, he de decir que yo reflexiono, pienso, trabajo y duermo mejor con el estómago lleno. Y total, para lo que trabajamos...
   —¡Tú que sabrás! —replicó el maestro— Además, si no estás a gusto  conmigo, ya sabes dónde está la puerta; es bien grande y hermosa —Eric miró hacia la dirección que le señalaba con el dedo, hacia la imaginaria puerta que se escondía entre la enmarañada oscuridad del bosque, y sonrió pensando que quizá estuviera cerrada—. Eres mi aprendiz y escudero, no mi rehén. No necesito una maldita cotorra gruñéndome al oído todo el santo día. Puedes marcharte cuando quieras, en el momento en que lo desees. Aunque sin mí, no llegaras demasiado lejos. De eso puedes estar seguro.
   —Yo no he sugerido que quisiera abandonar vuestra seguridad y compañía...
   —Entonces, ¿qué graznas, corneja?
   —Tan sólo comentaba que si aprendiera a cazar, tal vez podríamos cambiar alguna noche los puerros y zanahorias por un poco de conejo asado o una buena pierna de jabalí.
   —¡Déjalo ya! ¡Aprenderás a cazar a su debido tiempo, cuando estés preparado! Es hora de dormir, esta noche te toca hacer la primera guardia.
   —¡Siempre me toca hacer la primera guardia! —protestó Eric.
   —Cuando seas héroe, comerás huevos —sentenció el maestro.
  —Además —añadió el chico, no exento de razón—, ¿para qué necesitamos montar guardia? ¿Qué van a robarnos si no tenemos ni dónde caernos muertos? ¿Ese adefesio de jamelgo escuálido? —preguntó a la vez que el caballo relinchaba, como ofendido y dándose por aludido por las palabras del escudero— Quizá sería mejor que se lo llevaran, estoy convencido de que avanzaríamos más rápido a pie.
   —Mucha gente mataría a un gran caballero como yo tan sólo por la fama que podría reportarle, muchacho. Anda, hazme caso y deja de discutir; haz la primera guardia —dijo metiéndose bajo sus mantas.
   —No es justo —empezó a replicar Eric, pero escuchó los ronquidos de Drake y se dio por vencido, así que guardo sus súplicas y peticiones para otro momento mejor. Sabía lo que sucedería aquella noche; la primera guardia se convertiría en la única guardia, el Maestro dormiría toda la noche y sólo al amanecer, después de haber roncado a pierna suelta, se despertaría y le dejaría a él dormitar un par de horas. Luego le despertaría sobresaltado, como si se acabara el mundo, y volverían a cabalgar otro largo y duro día, igual que todos, sin rumbo fijo ni propósito conocido, tras las sobras y desechos de ladrones y mendigos. Miró las brasas esparcidas ya casi apagadas, y a continuación al cielo. Se veían algunas estrellas por entre las ramas de los árboles. Por suerte, aquellos primeros copos del atardecer se habían quedado en un aviso, un vago y tímido intento de nevada. De no ser así, quién sabe si hubieran sobrevivido a aquella noche.
   —¡A la mierda! —protestó y se arrebujó lo mejor que pudo él también bajo el calor y abrigo de las mantas. Aquella noche hubo dos coros de ronquidos en vez de uno solo.

                                                                                            *  *  *

—¡Te has quedado dormido, holgazán! —Le despertó el bramido de Drake. A continuación sintió el impacto de una patada en las costillas. Se levantó de un salto. El maestro estaba furioso— ¿Cómo te atreves a quedarte dormido y poner en peligro nuestras vidas?
   —Tenía mucho sueño... —titubeó.
   —Podían habernos degollado... o algo peor. ¿Acaso quieres ser pasto de los buitres?
   —Lo siento...
   —Con sentirlo no vas a salvarnos de tus errores y despistes. Espero que no se vuelva a repetir —Y lanzó una hosca mirada de reproche a su aprendiz—. Ahora vamos, me ha parecido escuchar voces no muy lejos de aquí. Con suerte quizá nos topemos con un suculento botín.
   Subieron a su montura. El corcel lanzó un bufido de resignación y, tras pensárselo con calma y recibir un par de golpes  de fusta en el costado, emprendió la marcha con lentitud, casi con pereza, como si cada pata tuviera que pedir permiso a las demás para avanzar.
   —Maestro, ¿cuándo me enseñará a defenderme?
   —Otro día, quizá... —afirmó Drake.
   —¿Cuándo? —insistió Eric.
   —¿Cómo quieres que lo sepa? —gruñó el viejo— Hoy no, desde luego. Tenemos mucho trabajo. Además, ¿para qué quieres aprender a defenderte? ¿No te basta acaso con mi protección? —El muchacho soltó una carcajada— ¿De qué te ríes? —preguntó Drake volviéndose hacia su pupilo.
   —Recordaba aquella vez en que unos salteadores de caminos aparecieron de repente detrás de unos árboles impidiéndonos continuar nuestra marcha, y vos salió corriendo... —Volvió a reír—, corría como alma que lleva el diablo jajaja... como un caballo desbocado jajaja...
   —Sigues sin comprender nada, ¿verdad? —Se defendió el héroe ruborizándose, pero aparentando estar cargado de razón— No sé para qué me esfuerzo contigo si todo es inútil. Nunca aprenderás.
   —¿Y cuál se supone que es la moraleja de aquella aventura, Maestro? —preguntó el chico sin poder dejar de reír.
   —En primer lugar, deberías aprender algo de educación. ¿Quieres parar de reír de una maldita vez? —Eric obedeció, aunque muy a su pesar— Si salí corriendo aquel día, fue únicamente para salvarte la vida. Al correr, traté de hacerlos venir tras de mí, dándote así a ti una oportunidad de escapar y salvar el pellejo.
   —Pues no funcionó demasiado bien, a juzgar por lo sucedido. Si mal no recuerdo, los dos bandidos se quedaron conmigo. Vos huyó y me dejó solo.
   —¡No estabas solo, presuntuoso chiquillo desconfiado! Yo vigilaba escondido tras unos matorrales cercanos, con una flecha presta en mi arco. En cuanto uno de ellos se hubiera acercado un sólo paso más hacia ti, habría caído ensartado bajo una de mis saetas. Ellos lo sabían, pues me habían reconocido, y por eso decidieron dejarte en paz y seguir su camino. Te salvé la vida.
   —Pues yo creo que si me dejaron en paz fue más bien porque vieron que éramos aún más pobres, ladrones y desgraciados que ellos. Si hasta nos dejaron comida y se mofaron del caballo...
   —Eso fue porque sabían con quién se la estaban jugando.
   —¿Y por qué, entonces, tardasteis tanto en volver?
  —Porque necesitaba cerciorarme, asegurarme de que se habían marchado de verdad y el peligro había pasado por completo.
   —Ya... —dijo Eric, y volvió a reír.
  —Muchacho, algún día te llevarás un par de buenas bofetadas. Te las estás ganando a pulso con tu insolencia. De seguir así, tendré que buscarme otro aprendiz, pues no pareces merecedor de mis  preciadas enseñanzas.
   —Lo siento, Maestro —se disculpó con sorna el escudero.
   —¡Chisssssst! ¡Silencio! —le hizo callar— Mira allí delante —le susurró. En la entrada de una pequeña gruta había dos viajeros saboreando un suculento almuerzo. Sus espléndidos caballos tenían las alforjas llenas.
   —Deben ser ladrones, y lo que llevan ahí un gran tesoro —Le señaló el viejo—. Nos acercaremos con cautela por la espalda. Yo llevaré mi cuchillo de caza, tú blandirás mi espada.
   —Pero si está mellada, Maestro... y parece una vieja sierra oxidada. No me servirá de mucho. Además, gracias a alguien que conozco, no sé usarla. Quizá otro día... —Se burló.
   —¡Cállate! —le espetó el maestro— No necesitas usarla. Sólo hemos de asustarlos y desarmarlos. Después les ataremos y huiremos con el botín.
   —Y según vos eso no es robo, sino supervivencia, ¿verdad?
   —Así es.
   —Ya.
  —¿Quieres dejarte de cháchara? Si seguimos aquí hablando, terminarán por descubrirnos —Drake le tendió la vieja espada mellada y sacó el cuchillo de una de sus botas. Puñal que, por cierto, estaba también cubierto de óxido y no ofrecía un aspecto mucho más saludable que el de la espada—. Ve tú primero —le ordenó el caballero.
   —Pero... —protestó Eric—, vos sois el experto, el maestro y el guerrero. Es lógico que me guiéis. Yo no sé nada de estrategia ni combate. Vos no me habéis enseñado nada.
   —¡No me contradigas! —le susurró el maestro con indignación— Iré detrás para cubrir la retaguardia. Puede que haya más bandidos rondando en las proximidades.
   —¿Y por qué tembláis?
   —¿Cómo dices?
   —La mano que empuña su cuchillo tiembla como un flan en la mano de un anciano, ¿tenéis miedo? —El guerrero miró su mano temblorosa; parecía aterida de frío, aunque era otra la causa que provocaba el temblor. Se la sujetó con la mano libre.
   —¡No es miedo, insolente! Es la excitación, la adrenalina, la emoción del combate durante tanto tiempo olvidada...
   —Ya —concluyó el aprendiz y haciendo acopio de valor, el cual no le faltaba pues era un joven valiente, avanzó hacia la cueva con determinación, con el Gran Héroe cubriéndole las espaldas de unos enemigos invisibles. Todo parecía ir según lo previsto hasta que, a tan sólo unos pasos de los  indefensos bandidos, el hábil y experto estratega Drake pisó una rama que se quebró bajo su peso. El crujido alertó a los bandidos que de un par de veloces y gráciles movimientos se volvieron hacia sus atacantes blandiendo dos enormes espadas bien forjadas, cuyo espléndido acero lanzaba destellos de hielo.
   —Venimos en paz —graznó el viejo lanzando el cuchillo lejos de si y alzando las manos en señal de rendición—. No nos hagáis daño, nobles señores. Os habíamos confundido con otros. Desde lejos, y de espaldas, no se os veía bien. Nos han dicho que rondaban por aquí cerca varios bandidos que habían secuestrado a una muchacha —los dos hombres se miraron sorprendidos, con una mezcla de burla y compasión en sus rostros.
   —Es la prometida del muchacho —continuó volviéndose hacia Eric. El chico lo miró estupefacto, con los ojos como platos—. Es joven, ya sabéis, pero se está haciendo un hombre. Él lo ignora, pero por las noches observo como su mano se mueve bajo las mantas —los dos salteadores no sabían si se encontraban ante un loco chiflado, un charlatán o un pobre diablo; puede que las tres cosas al mismo tiempo. Rieron divertidos al ver el semblante de pánico con el que el viejo miraba sus espadas—. Se da tanta maña en esos menesteres, que aprender a usar la espada ha sido un juego de niños para él...
   —Pero Maestro... —empezó a protestar el muchacho intentando defenderse.
   —¡No me interrumpas! ¡Y envaina esa espada, que estamos ante gente de bien! —Se volvió de nuevo hacia aquellos hombres— Había pensado que ya era hora de que se casen,  el chico aún no sabe lo que es el calor de una mujer por la noche, y ya va siendo hora de que lo aprenda. Pensé que esos bandidos andaban en esta gruta al escuchar ruidos, y decidimos venir hasta aquí para liberar a la chica...
   Pues claro que no sé lo que es el calor de una mujer, pensó Eric. Si encontramos una mujer por el camino, es para el maestro. Si encontramos dos, son para el maestro. Si encontramos tres, son también para el maestro. Yo aún soy demasiado joven....
   Otro día, quizá..., le decía el maestro cuando le preguntaba.

                                                                                           *  *  *

—Maestro... —susurró Eric.
   —¿Qué? —respondió aquél cabizbajo.
  —Siento haber dicho anoche aquello de que ojalá y nos robaran el caballo. Era lento, torpe y feo como un dolor, pero era mucho mejor que caminar a pie...
   —¡Calla! —gruñó el anciano.
  —Y si conserváramos aún nuestras ropas, tal vez no tendríamos que combatir el frío con estas pieles hediondas...
   —¡Calla!
   —Menuda idea la de robar a unos ladrones...
   —¡Qué te calles he dicho! —gritó enfurecido.
   —¿Por qué no les plantó cara, Maestro? Vos sois Drake, el Gran Héroe. Si yo supiese luchar...
   —¡Cierra esa bocaza de una maldita vez! La tarea de un héroe es la de batirse en duelo o justar con otros caballeros, combatir en grandes batallas, rescatar princesas, conquistar reinos...; las peleas entre ladronzuelos de poca monta no son para nosotros.
   —¿Y por qué insistió entonces en robarles?
  —Por ti. Quería que tuvieses por fin una oportunidad de entrar en acción. ¿No era eso lo que tanto deseabas?
   —Ya, sin haberme entrenado antes, ¿verdad? —replicó con sorna— ¿Y a qué cuento venía esa absurda historia sobre bandidos y mi prometida secuestrada?
   —Para salvar nuestras cabezas, muchacho. De no ser por la rapidez de mi ingenio y decisión, ahora mismo sin duda estaríamos criando malvas.
   —Ya veo. Por cierto, Maestro...
   —¿Qué?
  —Es usted el que juega por las noches bajo las mantas, no crea que no me he dado cuenta. Y sin compañía...
   —¡Calla! —rugió Drake.
   Eric rió divertido. Sabía que su maestro no era un gran héroe. Por lo que sabía, quizá la historia del Gran Drake existiera desde hacía siglos. Tal vez milenios. Puede que fuese una leyenda que se contara desde siempre a los niños junto al fuego en las frías y largas noches de invierno. Sabía que sus heridas y magulladuras eran producto de las palizas que había recibido por meter las narices en asuntos de otros y vidas ajenas, y que aquella enorme cicatriz que le desfiguraba el rostro seguramente fuera un castigo, escarmiento o ajuste de cuentas. Sabía que la luz de aquellos profundos ojos, oscuros como una noche sin estrellas, no denotaba valentía o sabiduría, sino la astucia y picaresca de un viejo zorro. Sabía que nunca había luchado, rescatado princesas o matado trolls, no digamos ya un dragón; y que ni siquiera sabía cazar, disparar el arco o manejar la espada. Y que por aquella sencilla razón, jamás le enseñaría. No era más que un vulgar ladronzuelo, un viejo pillín astuto como un zorro, pero a la vez cobarde como una gallina. Pero le gustaban la compañía y ocurrencias de aquel pobre viejo que se creía a si mismo un gran héroe. No tenía otro sitio adónde ir. Y además, le había cogido cariño.
   —Maestro, ¿cuándo rescataréis una princesa para mí?
   —Otro día, quizá... —contestó Drake.

                                                                                           *  *  *


En tiempos remotos, tras la cena y antes de emprender el camino rumbo a la cama en busca de dulces sueños, las familias se reunían alrededor del fuego del hogar y contaban historias sobre héroes y caballeros.
   Claro que, en tiempos remotos, había héroes y caballeros...


Juanma - 30 - Junio - 2000                                                         



   
   


viernes, 24 de junio de 2016

SANGRE (CAPÍTULO IV)

CAPÍTULO IV


“Lo noto más relajado y tranquilo, querido amigo. Sin duda, la noche de descanso le ha aconsejado bien…
     ¿Cómo? ¿Qué apenas ha dormido?... ¡Vaya! ¡No sabe cuánto lo lamento!... Debí suponer que tantas informaciones de golpe, tantas revelaciones, tantas respuestas halladas y tantas preguntas aún por encontrar, quitarían el sueño a cualquier… humano. Nosotros, en cambio, no tenemos tal problema. Dormimos como troncos, si me permite utilizar esa expresión tan vulgar. Cuando nos vamos a descansar, lo hacemos a conciencia. No nos turban esas mundanas preocupaciones y absurdas obnubilaciones que nublan y atormentan las mentes y sueños de los mortales. Ese divagar en vacuos recuerdos o pensamientos, ese pueril y estéril intento de organizar al detalle el día de mañana y lo que vendrá, ese incesante arrepentimiento por los errores del pasado y el dar vueltas a asuntos que ya no tienen arreglo y a tiempos que no volverán… ¡Ay, qué desdichados son ustedes a veces! ¡Qué superficiales y profundos al mismo tiempo!
     Ya me pongo a divagar de nuevo… Como ve, cada uno tenemos nuestros errores y virtudes. Pero, como le decía, le noto más relajado. Y, si no se debe al reposo, debo entender que es producto de una mayor confianza hacia mi vampírica persona. Eso está bien, es señal de que empezamos a conocernos… y debe confiar en mí. No le queda otra, claro está. Aunque ya le he asegurado que no tengo la menor intención de hacerle ningún daño. Así que sentémonos, ponga en marcha ese artilugio del demonio y continuemos con mi relato…
     Tras las pesadillas, desperté tumbado sobre el suelo pedregoso de aquella cueva. No podría asegurar si habían transcurrido minutos, horas o días de mi estado de sueño o letargo. El fuego estaba apagado y el viento que se colaba sin compasión en la galería era glacial. Sin embargo, no tenía frío. Aquella sensación térmica que afectaba a mi cuerpo mortal, había desaparecido.
     Arkanti también se había esfumado. Pero podía notar su olor a mi alrededor, como ecos de su presencia reverberando en el aire gélido: una mezcla de sangre, semen, humedad y almizcle. Caí en la cuenta de que todos mis sentidos humanos se habían agudizado de manera ostensible: era capaz de diferenciar mil aromas distintos de mi antiguo mundo y otros tantos aún desconocidos para mí, y saber, al mismo tiempo, el punto exacto de su origen y procedencia; el oído me avisaba de multitud de sonidos a mi alrededor que pareciera tener dentro de la mente, seres reptando o arrastrándose por el suelo, una gota de agua resbalando por la pared, el susurro de voces en el viento y lamentos entre las sombras; mi vista también era más aguda y escudriñaba seres ocultos en las tinieblas, formas invisibles y terroríficas, colores más espantosos que el mismísimo arco iris del infierno…
     ¡Oh, aquello era maravilloso! ¡Sensaciones inauditas para el ser humano! Ahora ya me he acostumbrado, pero aquel primer momento… Fue un renacimiento, como descubrir un universo mágico agazapado debajo de aquel otro tan triste y lánguido que yo había conocido como humano. Tan real y vívido como un súbito despertar. Onírico, como una pesadilla inquietante y terrorífica, se movía a mi alrededor como las ondas refulgentes de un estanque que reptan hasta la orilla. Me sentía tan vivo y despierto e inconmensurablemente feliz… ¡Era como tener un nuevo cuerpo, Víctor! ¡Un cuerpo cien veces más hermoso, fascinante y poderoso que el anterior!
     ¡Y tenía hambre! ¿O sería más correcto decir sed? Quizá usted no pueda entenderme sin conocer la sensación… Era hambre; pero no de algo sólido. Y no era sed; aunque, sin embargo, lo que mi cuerpo necesitaba para saciarse era un líquido elemento. ¡Sangre! ¡Necesitaba sangre! Pero no me urgía como en mi anterior vida mortal. No era sangre por deleite, por lujuria o por sádica perversión. Era algo más: una necesidad acuciante, un elixir para aquella nueva existencia. ¡Alimento para mi supervivencia!
     Me levanté y salí de la cueva a disfrutar de mi espléndido cuerpo y de todos los placeres y horrores que intuía se me prometían y avecinaban. Y entonces, en la puerta de aquella gruta que cambió mi destino, apareció ella. Me estaba esperando.
     ¡Lilith! ¡La bella y terrorífica Lilith!

     No podéis imaginar una criatura igual, amigo Víctor. Ni siquiera parecida. Era hermosa y terrible al mismo tiempo. No hay palabras en el lenguaje humano que le puedan hacer justicia. El orden y el caos del universo refulgían como destellos atemporales en su iracunda y celestial mirada. Sus cabellos eran rojos y corrían en cascada, como rugientes ríos de fuego, por toda su nívea espalda. Su piel era tersa y pálida, y su rostro como una hermosa máscara de porcelana. Sus ojos eran verdes cuando estaba serena, y rojos como la lava de un volcán cuando la ira ardía en su interior. En un breve pestañeo escudriñaba todo tu pasado y todo tu futuro, te desnudaba el alma, te desarmaba hasta las entrañas… Sus labios eran carnosos, rojos como la sangre y peligrosos como el infierno. Podría describirla como una guerrera del inframundo, una diosa de hielo y fuego.
     Lilith era otra de Los Antiguos. Para ser más justos, habría que decir que era la madre de todos Los Antiguos…
     Así es, Víctor. Lo ha adivinado usted. Hablo de Lilith, esa que dicen fue la primera mujer de Adán en el Paraíso, la que compartió su lecho mucho antes que Eva. La misma que no se menciona en la Biblia y que el cristianismo ha borrado de su pasado y de la historia. Aquella de la que también cuentan que abandonó el Edén y a su compañero por decisión propia y se unió a Samael, el ángel del Quinto Cielo que también renegó de Dios y se convirtió en demonio.
     Ha adoptado innumerables formas a lo largo de su existencia. Y por incontables nombres ha sido llamada también. En tiempos inmemoriales, en forma de súcubo alado e incandescente de extrema belleza, se apareó con otros ángeles caídos que también habían abandonado el mundo prisionero de aquel Dios hipócrita y esclavizador. De aquella sangre y semen malditos, dentro de su mismo vientre, engendró a Los Antiguos. Ella misma los dio a luz y amamantó con la sangre que manaba de sus pezones.
     Los Antiguos fueron nueve: Nachzeher, Neuntoter, Caorthannach, Ubour, Uttuku, Arkanti, Viesczy, Zmeu y Volkodlak. Sus vástagos de primera generación fueron conocidos como Los Inmortales. Y se dice que hay entre treinta y siete y cuarenta y tres generaciones hasta los nuevos upyr de hoy en día.
     No, yo pertenezco a una generación de última hornada como dirían ustedes, querido amigo. Recuerde que nos remontamos a tiempos del mismísimo Adán y el Paraíso. No lo sé con exactitud, pero mi generación rondará la trigésima más o menos. Podría decirse que, dentro de la escala vampírica, no soy gran cosa.  
     Y, antes de que me lo pregunte, no: tampoco he conocido a todos los Antiguos. Ni siquiera sé si siguen aún con vida. Conocí a Arkanti, por supuesto, mi creador, mi padre, mi mentor… También a Zmeu y Neuntoter. Y a los hijos de Caorthannach.
     Pero volvamos a ella, a la madre de todos: la misteriosa, dulce y lujuriosa Lilith…


Continuará...


Juanma - 24 - Junio - 2016