domingo, 20 de mayo de 2018

ELLA


Sonó el despertador.

Era lunes por la mañana. El sueño y la pereza me ataban a los barrotes de la cama. Las cálidas sábanas blancas me abrazaban con dulzura, susurrándome tiernas palabras de consuelo. La almohada, suave y acogedora, se aferraba a mí como un náufrago a su vela. Abrí los ojos y allí estaba ella: me quedé mirándola con una sonrisa prendida de mis labios.
¿Cómo expresar con palabras algo que pudiera acercarse a describir su belleza? Hermosa como un gran árbol en flor, ardiente como el sol y misteriosa como la escarcha bajo las estrellas, radiante como el rocío de la mañana, como la sonrisa de la luna, como la irremediable tentación de las cosas prohibidas…
Pero era lunes por la mañana. Y, como cada lunes, debía comenzar una nueva semana de trabajo y agotadora rutina. Para mí era un tormento, un castigo, un sufrimiento tener que abandonarla cada día. Un dolor agudo me laceraba el alma, me mortificaba el corazón. Era una agonía despedirme de ella, dejarla allí sola como un recuerdo fugaz. Al contemplarla así, desde el umbral de la puerta, el miedo a que alguien pudiera hacerle daño en mi ausencia me provocaba tal congoja que tenía que hacer acopio de todas mis reservas de fuerza para poder pronunciar la palabra maldita.
Adiós.
Ella lo era todo para mí. El resto de mi vida era rutina y aburrimiento, ese eterno e incontrolado ciclo de nacimiento y muerte, de sufrimiento, el Samsara de mi existencia; sabía que por la noche volvería a estrecharla entre mis brazos, pero el mero pensamiento de la palabra separación, aunque fuese tan sólo por unas horas, me resultaba insoportable y me amargaba el resto del día.
Antes de salir me acerqué, como siempre, a regalarle un beso de despedida. El deseo de volver a abrazarla me daba pequeños empujoncitos hacia su regazo, pero sabía que si lo hacía estaba perdido, que ya no sería capaz de volver a separarme de su lado una segunda vez. Una lágrima fría rodó por mi mejilla, cual gota de rocío abandonando el abrigo de la flor querida al despuntar el alba, cuando pronuncié la fatídica palabra.
Adiós.



La puerta del ascensor se abrió con un ruido sordo.
Estaba en la planta sexta, frente a la puerta de mi oficina. Todo estaba tal y como lo había dejado el viernes anterior. Exactamente igual de triste, de monótono, de aburrido; siempre igual de imperturbable, quizás incluso un tanto más inhóspito cada semana.
Pasé a mi despacho, la maldita sala rectangular donde se me aplicaban mis torturas diarias. Me senté abatido, como si acabara de correr una maratón o recibido una descomunal paliza. Cada día se me hacía más difícil, más insoportable la eterna repetición de lo mismo: las mismas horas, los mismos gestos y saludos, los mismos movimientos como una máquina, un autómata, un robot teledirigido.
Iba a abrir mi maletín cuando, de manera instintiva, mis ojos se volvieron hacia una esquina de la mesa. Allí estaba, inmaculada y limpia, su fotografía. Era del año en que nos habíamos conocido: estaba preciosa, llena de vida, de esperanza, de ilusión…
La quería como sólo se puede querer a alguien en un sueño, en un cuento de hadas, en la casa de los Montescos y los Capuletos. La quería, la amaba, la deseaba con una pasión sin límites.
Intenté apartar mis pensamientos de ella y pensar en el trabajo que, pese a todo, nos proporcionaba el dinero para vivir y poder realizar nuestros sueños. Abrí el maletín y rebusqué entre los papeles los que habría de trabajar aquel día. No recordaba bien de qué documentos se trataba, últimamente iba un poco atrasado y se me acumulaba el trabajo y…
No podía. Por más que lo intentaba, era imposible. No podía apartarla de mis recuerdos, alejarla de mí, barrerla del corazón. Se aferraba a mi alma tanto como las estrellas a la noche. Ella era la luz que me daba vida, el alimento que me proporcionaba fuerzas, la chispa que mantenía prendida la llama de la ilusión. Todo lo que era, todo lo que había conseguido, se lo debía a ella.
Absorto en mis pensamientos, viajé hacia atrás en el tiempo y regresé a los años de mi juventud, a un tiempo donde nuestros caminos aún no se habían cruzado.



Antes de conocerla, todo había sido muy diferente en mi vida, mi pasado y mi presente eran tan distintos como el sol de la luna. Eran tiempos difíciles. Huérfano y solo, vagaba de un lado para otro sin rumbo fijo, sin techo, sin trabajo.
Sí, antes de conocerla a ella yo no era más que un pobre vagabundo. Todo carecía entonces de sentido, excepto encontrar un pedazo de pan que llevarme a la boca, un lugar lo más confortable posible donde pasar la noche y unos cartones para arroparme. Fueron días de desesperación y sufrimiento. La idea del suicidio se cernía sobre mi cabeza como un buitre acechando los últimos minutos de su presa moribunda.
Entonces la conocí.
Y todo cambió: como cambian las imágenes de un sueño cuando despiertas. Recuerdo que era un día de primavera. Y recuerdo que, desde aquel encuentro, fui a visitarla todos los días.
Ella trajo la fortuna a mi vida pues, poco tiempo después, conseguí un empleo y pude alquilarme una pequeña casa. Y las cosas comenzaron a ir rodadas como por arte de magia: aquellos tiempos difíciles fueron quedando atrás, apenas unos jirones de niebla al levantar con fuerza el cálido sol de la mañana. Toda mi vida se llenó de colores, de sonidos y formas multicolores, de alegría y felicidad bañándolo todo como olas una playa dormida y desierta.
Aquel encuentro inesperado e insospechado fue como tocar las alas de los ángeles con la punta de los dedos… y supe entonces que ya no había dudas ni incertidumbres posibles: estaba enamorado, debía luchar por conseguirla y darle todo ese amor que, durante todos aquellos años de soledad, se había ido acumulando en mí interior como nieve en la ladera de una montaña.
Y así fue como Cupido nos ensartó con una de sus saetas y nuestros senderos convergieron uniendo nuestras vidas para siempre y sellando nuestro amor con un fuerte y poderoso lazo.




Y así, sumido en bellos pensamientos y dulces recuerdos, perdí por completo la noción del tiempo y seguí vagando y divagando hasta que llegó la hora de cerrar la carpeta, el maletín, la puerta... y regresar a casa.
Llegaba de nuevo la hora del reencuentro, del abrazo, del beso cruzando el puente que separa la luz de las tinieblas, la risa del llanto, la caricia añorada volando de nuevo hacia el sueño de primavera.
Así transcurrieron meses y años felices, rebosantes de dicha y júbilo, de fines de semana y vacaciones entregados a nuestro amor.
Y así se sucedieron odiosos y tediosos lunes con el despertador sonando de fondo y recordándome que el fin de semana se había agotado de nuevo y que era hora de volver al trabajo y a la rutina de la vida.



   
Pero la vida es imprevisible, sus misterios insondables y, un buen día, todo cambia de repente. El amor es un sentimiento mágico, pero también extraño, a veces casi del todo incomprensible. No sabemos cómo ni porqué viene o se va, pero es una fuerza que escapa a nuestro control y razonamiento. Un buen día pasa algo, o no pasa nada durante mucho tiempo, y una llama se apaga, o tal vez otra se encienda, y entonces comprendes que ya nada volverá a ser como antes y que lo mínimo que puedes hacer es ser valiente, honesto y evitar sufrimientos innecesarios.
Debía hablar con ella.
Como siempre, esperaba mi llegada en la habitación. Me enfrentaba a un momento difícil, a una amarga y triste confesión. Pero no quise andarme con rodeos y decidí ir directamente al grano. No podía disimular el dolor y la amargura que, pese a mi comportamiento casi cruel, desgarraban mi corazón.
La había querido mucho. Aún la quería.
Me acerque a ella y con voz grave, como de Humphrey Bogart en el papel de Philip Marlowe, le susurré al oído;
“Nena, tengo algo importante que decirte.
Me senté a su lado, casi a cámara lenta, casi como si le estuviera arrancando la vida como la piel, a tiras.
“Sé que esto va a ser duro pero que, pese a mi egoísmo, creo que sabrás comprenderlo y perdonarme algún día.
“Siempre había soñado con un final diferente, pero quizá hayan pasado ya nuestros mejores años. Y con ellos se apagaron también la ilusión, el deseo, la pasión....
“Además uno no puede saber nunca con certeza aquello que le va a deparar el futuro. Nunca creí posible que esto pudiera llegar a  suceder, pero así ha sido y lo mejor que podemos hacer es afrontarlo. He conocido a otra. No sé si estoy enamorado de ella, pero está claro que mis sentimientos hacia ti han cambiado, ya no siento lo mismo que antes…
“Sí, sé que es cruel y vergonzoso contártelo así de repente, sin más. Pero creo que es preferible hacerlo a ocultártelo, pues antes o después te enterarías y entonces sí que te haría daño. Y no lo mereces. No deseo hacerte sufrir y quiero que sepas que jamás te he engañado ni compartido una noche con ninguna otra, nunca habría sido capaz de serte infiel. Antes de hacerlo y marcharme quería sincerarme contigo. Será difícil tener la conciencia tranquila tras esto, pero más doloroso aún sería vivir con el alma y el corazón manchados y atormentados por la culpa y el pecado.
“Hemos de separarnos. Será terrible hacerme a la idea, pero yo he elegido este camino y tengo que afrontarlo. Jamás te olvidaré y, pese a todo el daño que pueda causarte, espero que tampoco tú lo hagas nunca. Te deseo todo lo mejor y por eso espero que puedas rehacer tu vida y encontrar a alguien que llene mi ausencia, te colme de amor, cariño, atenciones y todo aquello que yo no podría ya darte. Y, sobre todo, que no te falle como yo lo he hecho.
“Ahora tengo que despedirme de ti. Me gustaría volver a verte de vez en cuando para saber que estás bien, pero te comprenderé si no quieres volver a saber nada de mí.



Ni una palabra de reproche. Así era ella.
Casi sin darme cuenta, las lágrimas habían inundado mi rostro. Estaba llorando como un niño que ve a sus padres marchar y siente miedo y abandono pese a no saber lo que en realidad ocurre. No quería retardar más lo inevitable, así que decidí enfrentarme con firmeza a mi destino, a una nueva vida desconocida y un futuro del todo incierto. Diferente, en todo caso.
Ya nunca volvería a ser el mismo. Ya nada volvería a ser igual. Una lágrima, grande como mi culpa, surcó mi rostro cuando me detuve para contemplarla por última vez.
Iba a susurrarle adiós, como cada mañana, como siempre.
Sin embargo, sólo pude decirle:
“Te echaré de menos, querida cama.



   Juanma