martes, 10 de octubre de 2017

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

—¡Cuánto tiempo sin pasar un rato contigo! —dice Elena con los labios algo morados y entumecidos del frío, aplastando la colilla de un cigarrillo rubio bajo la suela de sus zapatillas blancas. Iker tuerce la boca y guiña un ojo, mientras las sombras del atardecer se alargan y el día se desvanece a cuentagotas.
     —Creía que este año habías dejado de fumar. ¿O es que no te atreviste con ese anuncio de acupuntura oriental del que tanto hablabas? —pregunta Iker, con esa mirada suya tan pícara como condescendiente. El mismo jersey negro que ayudó a destacar sus ojos verdes por encima de las multitudes en los años de la universidad.
     —Lo intente, Iker, en serio. Como cuando me autoconvencía de hacer dieta después de cada Navidad para poder volver a ponerme la camiseta azul de David Bowie de la época del instituto… y al final acababa haciéndome un revuelto de helado de vainilla con Emanem´s.
     —Decíamos que teníamos examen y terminábamos en La Vía Láctea
     —Cantando y bailando siempre…
   —Escuchando a Placebo, hasta las trancas de cerveza y tequila. Y tú tenías la feliz idea de ponerte…
     —Aquella camiseta del mercadillo con la cara de un payaso sonriente que daba miedo a todo el mundo. Llegaste a pedírmela algún domingo. Y como amuleto para los exámenes.
     Iker sorbe un trago corto de un vino peleón con demasiado recelo, aunque siempre fuese el primero en ridiculizar aquellos paladares exquisitos que encontraban en un sorbo de una botella cara cierto regusto a madera, a canela, a pino, a frutas de bosque o a cristo bendito. Cuando recordaba su paso por la vida universitaria, entre cigarros de la risa, whisky barato, perfume a lavanda, a incienso y a café, fiestas llenas a partes iguales de chuloputas engominados con la nariz empolvada e intelectuales enamorados de las entrañas de los ordenadores; revistas de rock´and´roll, el futuro abierto como una herida por donde entra el cielo en el cráneo, la juventud ardiendo como un ascua de plenitud en los pulmones, los bailes en El Penta, las madrugadas deshojando minutos en vinilos que ahora costarían medio riñón en E-bay… La vida se había vuelto un juego de ajedrez bastante más complicado que un simple coqueteo entre reinas y peones.
     —¿Sigues pues con la nicotina a vueltas? Como una tatuadora heavy de California o algo así.
     Iker revuelve cariñosamente el pelo color fuego de Elena, su cara de niña traviesa con insomnio, turbada por la prisa de los años, pero con la inocencia atada a sus hoyuelos.
     —Si, ya sabes. Cuando mi hermana lo dejó intenté motivarme, ponerme esos jodidos parches o apuntarme a ese gimnasio tan noventero que hay en mi barrio peeeeero…Ya sabes, siempre reponen de madrugada alguna película de Tarantino, siempre me apetece un café muy cargado a deshoras… Y después está el trabajo que me pone de los malditos nervios.
     —Siempre has tenido las excusas imperfectas para los momentos perfectos, Elena.
     —Bueno, hay que tener el as para matar el tres, decía mi abuelo. Para sobrevivir en este mundo de pirañas.
     Se pone el sol, de color óxido, y caen el día y el apetito como telones descoloridos por detrás de los tejados de las fábricas. A un centenar de metros, en un tugurio de mala muerte, una prostituta escupe en el lavabo porque el speed hace que le pique horriblemente la garganta, y la noche es un animal de caza ya despierto; a la vuelta de la esquina, un anciano hojea, nostálgico, periódicos amarillos de hace dos vidas; un mimo sonríe tras su pintura blanca, en el mismo silencio callejero perpetuo que llena luego una banda de saxofonistas tiñendo la avenida de jazz; un cuervo se precipita a volar desde un maldito rascacielos; un McDonalds abre sus puertas y un adolescente surcado de acné garabatea en su interior la firma de su primer contrato remunerado, mientras su padre, en el otro extremo de la ciudad, se limpia las lágrimas del rostro y baja a beber un trago al bar, y su madre se lava con vodka las penas por dentro, y sonríen cuatro jóvenes en el flash de una foto, y un florista vende su último ramo de la tarde, pone el cartel de cerrado y se pregunta por qué coño las flores no vivirán para siempre.
     —¿Y has tenido la brillante idea de volver a traerme un tulipán? —pregunta Elena a bocajarro.
     —No seas quisquillosa. Los dos sabemos, sobre todo desde que saliste con el tarado de Ismael, que es tu favorita.
     —Lo es, pero no hace falta que todos los años me traigas uno.
     —Claro que si…Para una vez que nos vemos me apetece traerte algo. Ya sabes lo difícil que es venir hasta aquí y en el almacén me explotan como a una mula de carga. Necesito unas vacaciones. Necesito fiesta. Necesito bailes, mojitos, drogas blandas y estrellas fugaces en el capó del coche más viejo del mundo.
     —¿Eso no me suena idéntico a cierta cantinela del verano del noventa y cinco?
     —Si, pero en aquellos tiempos no teníamos dinero para cócteles. 
     —No, pero nos bastaba con una litrona barata. Sí, los tiempos buenos, los cojonudos de verdad, al final, no requieren de demasiadas cosas.
     —Es cierto. Ahora echo de menos tu salsa barbacoa, las palomitas y las maratones de cine hasta las tantas. Por cierto, Ismael ha cambiado de trabajo, ahora es repartidor de publicidad de una empresa de comida rápida, y al atardecer solemos ir a correr juntos por la ciudad. Es el mejor momento del día.
     —Voy a encender otro cigarro antes de irme —comenta Elena cambiando de tema.
     Iker sonríe, apacible, la piel de un moreno melancólico de sol. El ocaso ya puesto de rodillas y relamiendo los últimos restos diurnos de luz.
     —¿Qué tal te van las cosas con ella?
     —La verdad es que genial —contesta Iker— Pasó una racha espantosa cuando falleció su madre, fueron unos meses de mierda. Pero ahora está muy contenta, escribe para una revista ecologista en su tiempo libre. Sigo enamorada de ella como un niñato de instituto.
     Elena suelta el humo como quien se desprende de lastre.
     —Siempre me cayó genial Marta. Es una chica que gana cuanto más la conoces. Parecía tan tímida, con esos ojos tristes y esa sonrisa lánguida, y sin embargo luego te soltaba esas barbaridades ácidas y desternillantes sobre los reptilianos, la cienciología y la secta de Charles Manson. Tiene grandes virtudes, además de ser la mejor cocinera a lo largo y ancho del universo.
     —Lo sé. Ella también te aprecia mucho, Elena. Miramos muchas veces juntos la cajita de fotos de los noventa.
     Elena sonríe, con abierta ternura, y se quita un mechón pelirrojo de la frente.
     —No seáis tontos y malgastéis vuestro valioso tiempo añorando a esta vieja loca. Una, por desgracia, no puede quedarse a vivir en las viejas fotografías.
     Elena suelta una calada espesa, sujetando el cigarro con temblor en las manos. Iker le da un abrazo cálido, enorme, con ese amor incondicional y sin grietas que suelda con estaño las mejores amistades.
     —Tienes que dejar de fumar. No seas cabezona. Cuando no me haces caso, pasan cosas como aquello del año noventa y ocho.
     —No hace falta que me lo recuerdes. Hay cosas que es mejor… —Se le quiebra la voz antes de terminar la frase. Unos cuervos graznan y Elena aplasta de nuevo el espejismo ya sin humo del último cigarro. Una lágrima solitaria serpentea su mejilla izquierda.
     —Ya es casi de noche, Iker, deberías irte. Tienes que dormir y curar esas ojeras.
     —Me quedaría aquí contigo mil años. Bailando hasta el amanecer como en aquellos maravillosos años noventa.
     —No puedes, cariño. A mí también me encantaría, pero me basta con que vengas a verme. Pese a todo lo que pasó, siempre serás mi…
     —Lo sé, Elena; lo sé. Ambos lo sabemos —Suspira mientras le seca la lágrima de la mejilla con el dedo—. A ver cuánto te dura este tulipán.
     —Un par de semanas, como siempre. Pero forma parte del encanto que tienen las flores, ¿verdad?  ¿Nos vemos el año que viene?
     —Igual vengo en Navidad, si consigo unos días de vacaciones…
     —Te quiero Iker. Sé feliz.
     —Yo también te quiero, Elena. Y hazme caso y deja de fumar como un maldito carretero.
   —¡Oh capitán, mi capitán! —dice subiéndose a un banco y emulando esa maravillosa escena de 'El Club de los Poetas Muertos— Veré lo que puedo hacer. 

Iker deja el hermoso tulipán sobre aquel cuadrilátero de piedra, aquel trocito de tierra y de mundo con su desangelada inscripción: Elena Martín (1973-1998). Y echa a andar, nudo en la garganta, melena al viento, hacia donde el sol se pone. Con una tonelada de recuerdos a cuestas. Un año más.


Juanma – 10 – Octubre - 2017