lunes, 28 de marzo de 2016

LOS OLVIDADOS

—¿Me podría servir otra Judas y un chupito de tequila, por favor? La noche es larga al principio, pero al final siempre termina siendo demasiado corta... En fin, como le iba diciendo, una extraña e inquieta melancolía se ha apoderado de mí como un espíritu maléfico en las últimas semanas. Y ya no quedan muchos buenos bares como este donde brindar por los paraísos perdidos… ni por Milton, claro está.

     »Si voy a serle sincero, he de confesarle antes de nada que yo era un olvidado, ¿comprende? No, claro que no lo comprende… ¿Quién podría entenderlo ahora? Mire, le explico; en “Los olvidados”, que era nuestro antiguo club de amores y desamores, aventuras y desventuras, los neones, los hígados y las canciones no tenían horario de cierre. Los fines de semana ni siquiera lo tenían de apertura. Estaba situado en pleno corazón del emblemático barrio de Malasaña, el famoso barrio de "La Movida Madrileña". Recuerdo que en una de las paredes había un enorme cartel de la película de Luis Buñuel, aunque nunca supimos si el nombre del local era una especie de homenaje al film, o no tenía nada que ver y el póster lo colocaron ahí como mera curiosidad. Dee Dee, el camarero, nos servía decenas de penúltimas rondas, con aquel rostro imperturbable de amíyatodomedaigual y esas largas patillas de canalla de movida ochentera, de Kerouac pendenciero, de Dylan trasnochador. Marc destrozaba servilletas y las esparcía en delgadas tiras por el suelo, como confeti caducado, mientras Elena y Carla bailaban sobre ellas. Tras la barra, un reloj de pared parado y anclado eternamente a las tres de la madrugada, en medio de otros dos grandes pósteres del "Nevermind" de Nirvana y el "Blood Sugar Sex Magik" de Red Hot Chili Peppers. Quizá, simplemente, se paró porque se había estropeado; o tal vez sucedía que el tiempo no tenía cabida allí dentro y se quedaba siempre a las puertas del local, diseccionando con sus afiladas agujas el exterior de la ciudad como si fuese una membrana. Y luego estaba Audrey, mi secreto (por aquel entonces) amor platónico, mi querida dj despeinada de asombroso parecido con la actriz de Hollywood, pinchando durante horas y horas discos que eran como concisos simulacros sonoros de nuestras vidas o increíbles orgasmos auditivos. Todo lo que podía tener cabida en este mundo, lo palpable y lo intangible, lo humano y lo espiritual, lo eterno y lo frugal, se encontraba diseminado en pequeñas dosis en todas aquellas canciones. Llevábamos, donde quiera que fuésemos, aquella banda sonora a cuestas. Audrey decía que se baila con la mirada, que la música de verdad nunca vive en los pies ni descansa en unos zapatos. Todos formábamos partes individuales de una indivisible, pintoresca, perdida y olvidada tribu nocturna y noctámbula. Los jóvenes olvidados de Nunca Jamás. ¡Qué nostalgia!...

      »No, tampoco se trata de tristeza como tal en su acepción exacta del término… es solo que cada vez que recuerdo las luces azules y rojas de los neones, la gastada barra de estilo antiguo, el billar de tapiz verde ya descolorido de tanto uso, los sofás de cuero parcheado y ese hondo e inconfundible aroma a barniz, a whisky, a juventud y a madera vieja, la melancolía me trepa por la columna vertebral y acampa a sus anchas en la zona del alma habilitada para ella y me vuelven esas tremendas ganas de fumarme un porro, a pesar de que hace más de diez años que ya no fumo. No pasa un solo día sin que vuelvan a mi cabeza los jodidos recuerdos, todos ellos. Verá, lo importante de “Los Olvidados” era la maravillosa obligación colectiva y autoimpuesta de eliminar el tiempo y el espacio y la distancia, y cualquier otra dimensión existente o imaginada, y la rutina y el aburrimiento y los exámenes y la hipoteca y las facturas y las tarjetas de crédito y el agujero de la capa de ozono y el eterno retorno de las cosas, y la basura de la televisión, y la suciedad de las ciudades, la cirrosis y las pastillas de colores para dormir, o para despertar, los divorcios y los otoños, las malas rachas y las rachas peores, los sueños rotos y las heridas del corazón, los hospitales y los vómitos, las ascuas agonizantes de los calentones y los trenes perdidos u olvidados… eliminarlas todas ellas del fondo del armario de nuestras extasiadas mentes. Le aseguro que lo conseguimos. ¡Vaya si lo conseguimos! Con creces y alevosía. Todo confiado a la promesa de un alto el fuego definitivo y aderezado, mientras tanto, por la alegría de unos cuantos buenos tragos, y esperanzadores besos, y sanadoras risas, y agradables conversaciones para redimirnos del Averno exterior. “Los Olvidados” era nuestro paraíso íntimo, personal, terrenal, perdido y encontrado, un club de olvidados vampiros de las madrugadas mordiéndole las arterias a la ciudad dormida, una banda de ingobernables piratas adictos a la sangre de la noche.

     »Ah, se me olvidaba comentarle que era un lugar secreto, claro está. No vaya usted a pensar que un olvidado lo puede ser cualquiera. No era un pub con las puertas abiertas al público ni a corazones social alquitranados, con licencia en regla, horarios inflexibles y precios estándares fijados por políticos corruptos al cargo de las corruptas instituciones. “Los Olvidados” daba a un sucio patio de luces, con ventanucos polvorientos, al que se accedía por una puerta metálica y herrumbrosa, al estilo de un viejo garaje de mala muerte, con contraseña incluso para los de siempre, para los que frecuentábamos su poética atmósfera y bailábamos dentro de su caparazón de humo durante largas horas que igual podían ser meses que minutos. No éramos delincuentes, ni vagos, ni drogadictos, ni snobs alternativos, ni una loca masonería de alguna antigua logia, ni teníamos grandes (ni pequeños) planes diseñados para cambiar el mundo a corto (o medio) plazo. Solo nos queríamos salvar a nosotros mismos, lo cual era ya un enorme logro en sí mismo, y aunque nos llamasen raros o locos o huraños nos negábamos a vivir en el patético planeta de los sumisos y los arrodillados y los cuerdos. Simplemente estábamos rabiosos, éramos rebeldes con causa contra nuestras propias vidas programadas. La sociedad nos convirtió en olvidados vocacionales y amantes de la libertad y el placer, hastiados de publicidad subliminal, de catálogos de productos milagrosos y asqueroso consumismo, de farolas, semáforos y polución, de interminables colas en centros de ocio e hipermercados a reventar, de oficinas y aleteos de teclados y cementerios, de cibersexo y perfumes baratos, de revistas frívolas y tediosas conversaciones de ascensor, de la polvareda de las obras y el ruido de los andamios, de radio fórmulas y reality shows, de autobuses urbanos contaminados de sudor y prisa, de sueldos de miseria, domingos en standby y podridos protocolos que pautaban como iba a ser nuestra existencia precaria, alienada y aburrida... 

     »¿Que si quiero otra cerveza? Por supuesto, muchas gracias. No me había dado cuenta de que había terminado la anterior. Y otro chupito, si es tan amable. Creo que voy a necesitar la ayuda de ambos. Tanto hablar de recuerdos seca la garganta... y zarandea y estremece los cimientos del corazón. Le contaba de nuestro hastío por la sociedad... Estábamos, hablando mal y claro y alto, hasta los cojones. Inundados de rabia y olvido desde las plantas de los pies al cielo de nuestras quemadas neuronas. Y queríamos ser felices, escapar de esa inmunda y espantosa jaula urbana y mundana que nos congelaba las ansias de seguir respirando, que nos convertía en pájaros idiotizados con alas ortopédicas que merodeaban por las calles de la ciudad trabajando por cuatro míseros duros, que se sentían anodinos en las gasolineras, desubicados en las iglesias y extraviados en los parques, que se creían todo lo que decían los telediarios, que saciaban su hambre con comida enlatada y sin alma, y su necesidad de cariño o de sexo o de compañía con un polvo salpicado de urgencia y vodka y desidia. Nos negábamos a ser pájaros domesticados con plumas sintéticas que no se reconocían a sí mismos ni gozaban del aire por el que volaban. Los tan publicitados y vendidos remedios contra la rabia y la frustración no se encontraban en la televisión ni en las malditas farmacias, ni siquiera en los jodidos burdeles ni en las enormes discotecas donde subastabas tu futuro al precio de una pastilla o un tripi; y por supuesto que nuestras alas, nuestro espíritu de evasión, no se cernían a una nebulosa de alcohol encadenada con grilletes a la bruma soporífera de la del día siguiente. Éramos razas de la noche, sí. Pero más poetas que borrachos. Mitad Blake mitad Bukowski. Aunque, eso sí, queríamos borrar nuestras coordenadas de todos los putos mapas, rociar de gasolina y prender fuego a las jodidas facturas y los puñeteros horarios, engatusar y hacerles el amor a las musas y enamorarnos de las melodías de los violines y las guitarras. Una y otra vez. Todas y cada una de las madrugadas. Un ciclo que nos devolviese poco a poco toda la fe en nosotros mismos que habíamos ido perdiendo y desperdigando por el camino: a base de caricias si era posible, o de machetazos si no nos quedaba otra. Alérgicos al desencanto y dueños aún de un pequeño pedacito de naturaleza pura y auténtica y libre que nos empeñábamos en cuidar y preservar del virus de aquella enferma sociedad…

      »Por aquel entonces yo tenía veintiuno o veintidós años. Una cifra preciosa, ideal para sacarle el jugo a la vida ¿no le parece? Claro que aún no tenía el miedo metido en el cuerpo. Poseía la rabia, la ira, la rebeldía, la frustración… pero todavía no el miedo. Los temores vinieron después, junto a los adioses y las ausencias. Los años han pasado y, pese a que siempre he aparentado menos de los que tengo, los reales anidan en el interior y poco a poco empiezan también a rebelarse. Pero en la época de “Los olvidados” la edad no nos importaba mucho más que la reproducción asexual de las amebas. No nos importaba la edad, ni los nombres, los apellidos, las arrugas, la cuenta corriente, los empastes, la alopecia, las dioptrías o el síndrome postvacacional. La única y verdadera adicción que teníamos era la inquebrantable devoción a nosotros mismos, a nuestro maravilloso antro y a los espumosos litros de deliciosa cerveza importada, a los besos robados y las caricias trasnochadas, a nuestros bailes sin ritmo, conciencias despeinadas, insurrecciones con o sin causa… y aquellas noches más largas y felices que primaveras enteras. El grifo de cerveza nunca estaba cerrado más de unos segundos. Belga, alemana, holandesa, irlandesa… nos gustaban todas. Aunque algunos tiraban de Mahou o Voll-Damn, yo me convertí en un auténtico experto catador. Aunque he de reconocer que siempre tuve una especial predilección y debilidad por la Judas. Además, a pesar de que en el colegio y los primeros años de instituto me caractericé por ser un alma solitaria e introvertida y frecuenté siempre la frontera que separaba a los insoportables empollones de los irremediables amantes de la juerga, en “Los olvidados” descubrí que mi peculiar, ácido e irreverente sentido del humor arrancaba de vez en cuando alguna que otra carcajada, que cuando lo intentaba era mejor conversador de lo que solía imaginarme y que la verdadera amistad no se limitaba a un par de frívolas conversaciones sobre sexo, música y exámenes en la terraza de algún bar y delante de unas cañas y tapas, sino que se dejaba entrever en las palabras, en los gestos, en las miradas y en un montón de cosas que no cabían en las páginas de las enciclopedias ni explicaban todos los putos términos del diccionario; y que la cultura, por todos los demonios del inframundo, sabía mucho mejor paladeándola en libertad y no enclaustrándola tan solo en tediosas clases y soporíferos libros.

     »Sí, claro que los libros están bien. Son maravillosos. Son necesarios e indispensables. Casi más que el mismo oxígeno. En ellos se guarda todo el saber de la humanidad…. y aún mucho más. ¿Qué me va a decir a mí que soy un amante devoto de los libros y un voraz devorador de sus páginas? No me malinterprete; no me refiero a los libros en general, sino a aquellos diseñados y programados para tareas de adiestramiento colectivo. Me refiero a la obligación de leer determinadas cosas, al hecho de intentar hacer que aprendamos a ladrillazos. Y que aprendamos solo lo que a ellos les interesa que sepamos. Por eso los olvidados huíamos de todo aquello. En cambio, intercambiábamos entre nosotros manoseadas recopilaciones de poesía antigua (yo era un acérrimo fanático de los versos de Wordsworth y de Whitman, que recitaba con inusitada elocuencia cuando el descarnado demonio del tequila poseía mi alma), novelas de toda clase (nos  considerábamos una secuela más liviana y epicúrea de “El Club de la Lucha” mezclada con una versión más aguerrida e irreverente de “El club de los poetas muertos") y un rato antes de comenzar las sesiones de delirio, música y besos, de abandonar nuestro yo a su suerte por el infierno, veíamos alguna buena película clásica, porque en el local teníamos un viejo proyector propiedad de la madre de Luca…

     »¿Me deja que le cuente una anécdota? Claro, si no he parado de hacerlo desde que me he sentado en este taburete… Sirva un par de chupitos más, tómese uno conmigo, brindemos por las anécdotas y los recuerdos y la piel de gallina que te deja en el alma la jodida añoranza. Bien, pues recuerdo que un viernes, unos minutos antes de ver “El Gran Dictador” de Chaplin, la bella y encantadora Audrey, tan torpe a veces como etérea otras, sujetando un porro de marihuana en los labios, un par de libros en una mano, y la funda de la guitarra de Marc colgada al hombro, jodió el tirador de las cañas y se empapó enterita de cerveza. Recuerdo aquella camiseta amarilla y desgastada de los Sex Pistols, que le hacía parecer una flor inconquistable y salvaje, un hada burlona y traviesa, con el pelo siempre alborotado y aquella noche también mojado de espuma. ¡Audrey! ¡Qué enamorado estaba de ella! ¡Ni se lo imagina! No sé por qué se lo cuento a usted que no la conoció y que, ni siquiera con toda la imaginación del mundo, podría imaginarse unos ojos tan exóticos e indescifrables como los suyos. Eran de un color maravilloso y extraño, como el de esas hojas rojizas y amarillentas y ocres medio caídas del otoño que nunca conseguí volver a ver jamás en ninguna otra parte. Y una sonrisa dulce e hipnótica que te robaba el pensamiento, el alma y la voluntad. Y un cuerpo de escándalo, dicho sea de paso. Dee Dee la apodaba “el cuerpo del delito”. Y yo sabía que Audrey, incluso dentro de su mente privilegiada, inteligente, emocional, laberíntica, dispersa, poblada de dogmas prohibidos, de saberes ocultos, de desprecio por toda la cultura tradicional y consumista, de clara oposición a las relaciones monógamas y las instituciones familiares…, también estaba en secreto algo enamorada de mí. 


     »Porque, si quiere saber la verdad, al amor sincero y puro y auténtico se la sudan todas las ideologías. Me guiñaba un ojo siempre que pinchaba “Love will tear us apart” de Joy Division o “Friday, I´m in love”, de The Cure, cuando el incipiente amanecer bañaba de luz el ventanuco roto del fondo, y se le marcaba aquel hoyuelo precioso en la mejilla derecha. Y no sabía si llevarla a la cama y hacerle el amor hasta que nos doliesen incluso las pestañas, si abrazarla sin soltarla hasta que me dejase de latir el corazón de quererla tanto o si romper de una patada todos los relojes del universo para congelar el puto tiempo. En “Los olvidados” teníamos un almacén de libros, y otro de alcohol, donde a veces dejábamos aparcadas las bicicletas los que pasábamos olímpicamente de los vehículos de motor y la mierda que arrojaban al aire y a nuestros olvidados pulmones. ¿Cuántas veces follamos como animales enamorados, como invertebrados urbanos sin ganas de volver a casa a dormir, entre el brillo de las botellas sin estrenar y las botellas a medias y las botellas vacías, el olor del barniz de los estantes, el residuo del perfume que Audrey abandonaba en mi nuca, el eco de sus gemidos en mis oídos como una promesa cíclica para soportar la vida aburrida y normal? Aquella vida normal, sin alegría ni color ni melodía, aquella agorafobia mundana, estaba acotada, al menos en mi caso, a buzonear folletos publicitarios de lo que fuese por cuatro duros y estudiar historia y filosofía con una desgana cada vez mayor, a aguantar el mal humor de mi jefe y de mis profesores y de medio mundo por doquier. Fue por aquellos días cuando empecé a escribir mis primeros poemas en serio. Digo en serio, porque ya tenía varios cuadernos garabateados de algo que intentaba ser poesía, pero que aún distaba un mundo de serlo. Quería escribir algo de verdad, algo con sentido, con mensaje, con alma… Pero cada vez que lo intentaba "en serio" me sobrevenía aquella extraña sensación de que las condenadas palabras se habían marchado de vacaciones, más allá de aquel lóbrego entumecimiento etílico y su sorda desesperación. Como si el mundo y su significado se encogieran en un mosaico de piezas inseparables. Como un sagrado idioma resquebrajándose al verse desprovisto de sus jodidos referentes. Encogido como un cuerpo a la intemperie que intentara preservar algo de calor. A punto de esfumarse para siempre en un parpadeo. ¿Cuánto de aquel mundo que creía real no habría desaparecido ya? Pero en nuestro querido club, embriagados de sueños y alcohol y música y amor y libertad, improvisábamos poesía. Engendrábamos poesía. Y dábamos a luz poesía. Poesía de verdad.

     »¿Que le hable un poco del resto de “Los olvidados”? Claro, faltaría más. A ver por dónde empiezo. Mejor dicho, por quién... Tal vez por Nacho, mi por entonces mejor "amigo olvidado”, que emigró a Argentina hace ya varios años cuando falleció su padre. Era aprendiz de peluquero en la barbería de su padre. Aunque, paradojas de la vida, él jamás se cortaba el pelo ni se afeitaba. Nacho tenía una fisonomía un tanto peculiar; mirada ultrasensible, manos de jugador de póquer, rasgos de judío, sueños de adolescente... También ayudaba a Audrey con el tema del celuloide. Porque ha de saber también que, en cuanto a ella, lo del cine iba más allá de su apodo: resulta que actuaba, producía y dirigía cortometrajes para una productora de cine independiente, además de que era una maravillosa fotógrafa. No es por alabarla así porque sí y de forma gratuita, claro. Pero también mezclaba las bandas sonoras con maestría y hasta ganó un primer premio en un prestigioso festival por una obra de doce minutos titulada “Los plenilunios orgásmicos de las hadas”. Se la podría enviar si le interesa, la he pasado hace unos meses de cinta a DVD. En fin... ¿Cuántos seríamos? Mmmm… Aquello duró cuatro o cinco años, pero los de siempre, los que no aguantábamos ni doce horas fuera del club sin el mono de decir la contraseña a través de aquella puerta de mala muerte garabateada de extraños versos e indescifrables grafitis, seríamos unos catorce o quince. El local era, más que coqueto o acogedor, pequeño: por tamaño podría hacerse una idea imaginándose un sótano. Pero Roberto, “Rob”, hijo de una estirpe de importantes editores y dueño de una cuantiosa herencia, lo había decorado todo de forma gratuita y, más que un claustrofóbico garaje, parecía un espacioso ático. Rob era un chico cojonudo, inquieto, imaginativo, despierto. Con cara de pajarito audaz, de esos que jamás se dejan enjaular. De él nació la idea, ¿sabe? La idea de los tatuajes. Los miembros del club, allá donde quiera que estemos, y aunque este mundo de mierda nos haya ido separando a fuerza de tiempo y distancia, aún seguimos ladrando. Errantes. Ingobernables. Enfadados. Porque, por aquella idea de Rob, todos llevamos el mismo tatuaje en el hombro derecho. “Los olvidados”, en cursiva y negrita, un emblema de unos quince centímetros aproximadamente. Y, con una promesa solemne, habíamos prometido no hablarle a nadie de esto, como un secreto perpetuo sellado con litros de cerveza en el estómago y acordes de “The Sisters Of Mercy" en el corazón.

      »Pero claro, han pasado ya bastantes años de aquello, y uno empieza a despertarse por las mañanas con un cierto desaliento y con ganas de vomitar su historia. Además, quiero pensar que usted no se la va a contar nunca a nadie, ¿verdad? ¿Para qué? ¿De qué le serviría contar una historia que no es la suya y por la que no siente ningún apego? Conversar es una de las mejores terapias del mundo, se lo aseguro. Y aún sigo siendo joven, eso es cierto, pero ya tengo adherido en algún recóndito lugar del hipotálamo encargado de la memoria el residuo pegajoso del recuerdo, y también ese sabor agridulce de la nostalgia metido entre los dientes. Nunca volveré a sentirme tan unido a un amigo como a Nacho, y eso que a día de hoy hablamos lo que podemos; pero las llamadas a través del océano son bastante caras, además de que el salitre del mar y la distancia las torna irreales, desenfocadas, fingidas. Recuerdo con cariño lo muchísimo que me gustaba brindar con él por gilipolleces varias que entonces considerábamos heroicas, hacer interminables maratones de chistes tontos y sinsentido, que siempre ganaba él, ni que decir tiene, prestarnos libros de Hermann Hesse o William Burroughs, reír hasta que nos doliesen todos los músculos por el esfuerzo, o desertar del latir imperturbable de todos los relojes. Luego estaba Marta… ¡qué recuerdos también! La mejor dibujante que haya conocido jamás: risueña, inconformista dulce, vivaz: con tanta energía contenida entre el contorno de su piel morena como para detener en seco a un tsunami. El diseño de las letras de nuestro tatuaje fue suyo. Y los mejores dibujos y grafitis que adornaban las paredes del club también eran de su cosecha. Trabajaba en un centro para niños con problemas de aprendizaje, y aquella contagiosa sensibilidad le asomaba siempre por sus bellos ojos de color aceituna. Por seguir presumiendo de artistas, le diría que Bernard, de padre francés y madre danesa, el de cara de duende travieso y, por aquel entonces, vendedor del “Círculo de Lectores”, era un virtuoso guitarrista en ciernes. Tocaba con la acústica algunos temas de Neil Young y Leonard Cohen que harían llorar al más curtido mafioso matón de La Camorra.

     »Así que, ya ve, estaría horas y horas hablándole de “Los olvidados”, de aquella tribu urbana y nocturna de pecado vocacional, de madrugadas que nos abrían en canal y nos desparramaban las vísceras por las paredes. De los trabalenguas y acertijos de Riki, del odio que le asomaba a Irene cuando hablaba de la televisión como una catedrática ofendida y enfadada: “Esa mala droga de mierda, gratuita y banal, cuya máxima ambición es engancharnos a la afligida y hueca vida vacía de otros pringados, a concursos basura para tristes y babosos, y a películas odiosas de sobremesa de domingo”. Irene tenía arranques febriles y poderosos, aplastante elocuencia y muchas ganas de cambiar las cosas. Podría haber sido una gran política, de no ser porque cualquier partido hubiese quedado pequeño y estrecho a sus ganas de demolerlo todo. Superó un cáncer de mama hace un par de años, y ya está liderando desde hace unos meses una organización que realiza funciones de teatro en hospitales. Irene es puro amor y absoluto corazón, y se me hincha el pecho de orgullo de nuestra amistad cuando me percato de sus proezas. 

     »¿Y qué fue de Audrey? Uf, perdone, pero esto no sé si voy a ser capaz de contárselo sin derramar alguna lágrima. Audrey murió en un fatal accidente de tráfico mientras conducía por la costa cantábrica hacia un festival de cine en Santander, cuando llevábamos cinco años juntos. Un camión se comió de llenó su viejo Renault azul. Y me devoró a mí también por dentro, como una caries que se ensaña poco a poco con las encías. No volví nunca más al club de “Los olvidados” y, al final, todos los demás también se fueron disgregando como volutas de humo al viento. Me convertí en el principito caído y destronado, guerreando, absurdo, contra los puñeteros efectos secundarios de la realidad. Es espantoso escupirle al olvido cada mañana y que al atardecer el recuerdo te devuelva todo lo escupido. Es insufrible no poder volver a tocar con las manos al único y gran amor de tu vida…

     »Pero, ¿sabe otra cosa? En las peores noches, en las más jodidas madrugadas, desafío al insomnio y a la tristeza escribiendo poemas de manera compulsiva, y robo unas cuantas latas de cerveza de la nevera (ya me da igual que no sea Judas), y desempolvo los mejores vinilos de sus fundas, y el maravilloso crujir y girar de la agujita me devuelve al recuerdo el tacto de seda y terciopelo de su cuerpo, sus ojos de aviesa enamorada, nuestras canciones eternas, y casi es como si pudiese sentir su aliento en mi oreja, aquella voz dulce y exótica que me ponía los pelos de punta y mareaba a la vez al tiempo y al recuerdo y al olvido. Ya le he dicho que nunca antes había contado esto a nadie. Será que, llegado un momento dado, todos necesitamos desprendernos en parte de nuestra propia historia, con todas sus benditas carcajadas y todos sus malditos lamentos.


     »En días como este, con toda certeza, me siento más viejo de lo que soy, pero más feliz y consciente y orgulloso de quién soy… y de mi pasado. Porque en alguna parte inquebrantable de mi alma, aquella época de mi vida sigue siendo mi mejor amante, la que mejor socorre mis penas del corazón. Porque los viernes al caer la noche, los acordes melancólicos y febriles de “Friday, I’m In Love” de “The Cure” o el paraíso abandonado de alguna foto arrugada de Audrey en algún cajón de la mesita de mi habitación, me hacen recordar que no todo lo que soñamos es sueño. Esas pequeñas joyas son parte de un tesoro maravilloso que nadie podrá arrebatarme nunca. Y en cualquier otro sitio, en algún otro club o antro o rincón lejano, dispersos, rebeldes, rabiosos, sedientos, valientes, airosos, “Los olvidados” aún seguimos odiando las gasolineras y las iglesias y los centros comerciales, seguimos siendo inocentes Peter Pan soñadores, adalides del baile sin ritmo, poetas de la entropía y la madrugada, niños perdidos de Nunca Jamás alérgicos al desencanto, con una promesa eterna tatuada en el hombro de nuestro brazo derecho... y también en el corazón.» 


Juanma - 28 - Marzo - 2016



                                                                                




miércoles, 16 de marzo de 2016

PARPADEO

Su corazón es tan grande
que dentro caben el mundo...
y su ausencia.

Cierra los ojos en un acorde,
breve como la alevosía de un parpadeo,
termina su cerveza y resopla
porque siente que se derrama
por los bordes de aquel tugurio
de mala muerte
donde todos parecen maniquíes de risa enlatada con ojeras y alopecia.

Otra semana perdida
entre sueños sin vísceras
y fantasmas con ictus
y arrugadas esperanzas descarnadas.

A veces los pensamientos son inexplicables
y el inconsciente un burdel lleno de trastos.
Reinventa las historias, y sus finales,
y truca las lágrimas, y las sonrisas,
para que el pasado le parezca,
cual un abrir y cerrar de ojos,
el último reducto de su salvación.

Con un tintineo de llaves abre la puerta,
entra en su piso vacío
y se queda mirando la cama huérfana;
limpia el polvo a sus discos de Dylan...
Malasaña es, por derecho,
su respuesta en el viento,
y su ciudad un lecho de espinas,
y su alma un laberinto
que huele a farolas y a octubre
y a Lucky Strike;
como un mendigo malabarista
rebusca entre callejones olvidados
donde laten perturbardoras tinieblas
y un puñado de recuerdos,
desgarradores como cristales rotos,
le devuelve a su pasado...
y a la siniestra delgadez de su sombra,
y a una infancia lejana que parece
un islote perdido entre la bruma.

Otra noche que se arrastra
por otra semana enferma...
fotos antiguas que parecen mausoleos
y la multitud paseando sola
y la ¿última copa? tirada por la borda
y su alma frenética como un enjambre
de avispas psicópatas.

Al final, todos los sueños acaban en el camión de la basura,
con la melodía de la ciudad nocturna
robándole pensamientos a su memoria
y esparciéndolos bajo los neones.
De ella hace casi un siglo ya
y en el Centro del Universo de sus labios
aún se lamentan los besos no dados.

¿Quién sabe nada con catorce años
si hasta los sabios enseñan
que veinte no son más que un parpadeo?


Juanma - 16 - Marzo - 2016