Siento nostalgia
de aquellos mágicos desayunos en blanco y negro de nuestra adolescencia. El trigo dorado de los verdes campos ahora en las tostadas de nuestra mesa. Mientras tanto, se nos había
quedado Junio enredado en el pelo, trenzado entre las pestañas. Azul oscuro
casi negro era el color de los fantasmas que se acercaban a visitarnos,
monstruos envidiosos y celosos del elixir de la felicidad alrededor de la
hoguera de la madrugada. Extrañas y efímeras materializaciones del infierno de nuestros
recuerdos. Y, pese a que nadie nos creía, eran tan ciertos como el trigo y las
tostadas. No eran neblinosas presencias como dibujos animados surgidos del
exceso de cerveza y marihuana. Podíamos tocarlos. Acariciarlos con la punta de
los dedos. Aullaban nuestros terrores más profundos desde el corazón de
nuestras médulas bajo la gélida bóveda de las constelaciones. Y, por cierto,
hablando de estrellas y luces en el firmamento, siempre decía Venus, muy dulce
y suave: “voy titilando entre ellas”. ¡Y por supuesto que titilaba! La fortuna
era un aguijón de hermosa locura, de néctar venenoso trazando una perfecta
bisectriz en los huecos del viento. Sobrellevábamos la desgana de deshojar las
margaritas del futuro como unos hermosos kamikazes desafiando la eternidad del
tiempo, una falsa moneda de dos caras y tres cruces desafiando la gravedad de
las almas. Almas rebeldes esnifando el sonido de las arpas. Y afirmábamos que
nos dolían las ojeras cuando bien sabíamos que las ojeras no duelen. Lo que nos
dolía era su peso. Y los pensamientos. ¡Ésos sí que dolían! Porque éramos
adictos a decir idioteces posmodernas para rellenar aquellos incómodos
silencios que surgían cuando las palabras parecían haberse marchado de
vacaciones. Nuestras cabezas albergaban más aire que el interior de un globo.
Nos giraban las pupilas de tanto cielo, de demasiado firmamento, de infinito
azul. Y nos temblaban las pestañas por culpa de la desafinada melodía de la
luna llena y su risa más glacial que todos los inviernos del mundo juntos. Así
que sí, siento nostalgia de aquellos mágicos desayunos y de todo lo que, tras
ellos, nos deparaba el largo día...
* * *
Hubiese sido
maravilloso poder quedarnos a habitar, o como poco a acampar, un fin de semana dentro de nuestros sueños. Poder regalar todos los viejos tesoros que ya no
cabían en los cofres de nuestras venas, o las excusas imperfectas inventadas en
momentos imperfectos; subastar la tristeza, la pereza, la mala vida, los
marchitos momentos caducados de una juventud ya cicatrizada de arañazos; vender
la felicidad, el alma, la inocencia, la risa, y las últimas puestas de sol de
los veranos; y los helados de formas y sabores y colores, y los gintonics
fríos; recordar aquellos sujetadores que no aprendíamos a desabrochar a la
primera, y las sonrisas traviesas, y las pupilas enamoradas, y los besos que no
nos atrevíamos a dar ni a la segunda, y las medianoches a medio acabar sin
estrenar, y los pinchos y las cervezas a pie de playa, y los bañadores horteras
de colores horteras que siempre llevaban gentes horteras; dar rienda suelta al
corazón que desafiaba al futuro y al destino con emociones cada vez más
fuertes, recuerdos del anoche y del ayer desde su guarida secreta en nuestro
corazón; todo, absoluta y definitivamente todo, la música, las barbacoas, el
agua salada, las facturas sin pagar, el viento, las bicicletas, los orgasmos,
las cintas de cassete rebobinadas con un gastado bic sin tinta, y aquellas
viejas y encantadoras salas de cine con antipático acomodador de gesto huraño,
el olor a pescaíto frito, o a un perfume nuevo, el salitre en la piel; todo el
infinito por permanecer tan sólo otro efímero instante más allí y en aquel
momento; acampados, vivos, queridos, renovados, añorados, especiales...
volviendo a ser etéreos y únicos y maravillosos entre los acordes renacidos y
las voces resucitadas. De aquellas canciones de nuestros sueños...
* * *
Algunas veces
olvido muchas más cosas de las que recuerdo. Y a estas alturas del
largometraje, eso puede ser un virus mortal mutando dentro del cuerpo. Y a
veces es al contrario. De repente, se me viene encima un alud ingente de
imágenes eclosionando ladera abajo de la montaña de mis recuerdos. Flashes,
fotografías, diapositivas que, a trasluz del hipotálamo, moldean y distorsionan
a su antojo la realidad de los colores que alguna vez desfilaron por la
pasarela de mi retina; y todo es verde, azul, amarillo, sepia y gris.
Tonalidades gastadas y marchitas de tanto usarlas.
* * *
¿Recuerdas cuando
todas las noches eran una revolución en las calles, una vieja herida supurando
olas y espuma en nuestro alma indomable? Éramos conscientes de que no teníamos
alas, pero casi sabíamos volar. Aquel extraño mundo que se tornaba indómito y
salvaje cuando llegaba la madrugada y subía la marea... y los buenos tragos y
los valientes amigos aderezaban la melodía que atesorábamos dentro. Aquello
había sucedido desde siempre, pero no lo sabíamos... ¿y cómo demonios
lo íbamos a saber? Todavía no se había agrandado, ni siquiera producido,
la enorme grieta superpuesta entre los mundos, los continuos y delirantes
déjà-vu alucinados ni el incontrolable temblor en las manos y en el tiempo.
Jugábamos a músicos y compositores conscientes de que no éramos nosotros, sino
el viento, el que hacía el amor a nuestras trompetas. Y que su hermosa y bella
melodía, citando a Keats, era incluso más dulce cuando no se oía, como el canto
de las sirenas, y que hechizaba a los marineros, embriagaba a los caminantes y
cortejaba sin reparo ni timidez las medias sonrisas de la luna. ¿Recuerdas
aquellos grandes milagros de las pequeñas cosas? Esos nunca se vendieron en las
tiendas...
* * *
Por mucho que los
médicos lo afirmen, yo sé bien que los fármacos apenas sirven para mucho. Desde
luego, no tras los conjuros, las oraciones, las pócimas o el fabuloso aullido
de los lobos amarrados al bosque del invierno. La melancolía más profunda del mundo
es un corazón latiendo entre tus sienes. Pero siempre es lo mismo... ¿qué van a
decir ellos? ¡Ellos, que nunca acaban de entender, quizá porque ni han empezado
a hacerlo, que el alma del universo no puede medirse en gramos, metros, minutos
o porciones!. Esas mentes de miras tan estrechas que jamás se atreven a pisar
el maravilloso borde del círculo frente a ellos, pese a que ellos mismos lo
hayan trazado infinitas veces con la tiza de sus dogmas, mantras y
lecciones.
* * *
Pepito
Grillo siempre me decía, mientras se liaba otro porro o abría una lata de
cerveza ya caliente por los vaivenes de la conciencia, que el tiempo se puede
disecar. Yo me reía a carcajadas y le decía que no fumase más marihuana Pero
poco rato después, cuando pensaba que quizá pudiera estar perdiéndome algo
importante, le preguntaba: "¿A qué te refieres? ¿Es como coger una
fotografía y meterla dentro del congelador?" Entonces era él quien se
desternillaba de risa. "¡No, inútil, así no! En ese caso nunca dejarías de
imaginar, soñar y pensar en ese congelador, en esa bella sonrisa femenina de la
foto que ahora se está cubriendo con una capa de hielo, o en tu felicidad al
lado de esa chica fragmentándose en cristales de nieve. Terminarías por
congelarte tú mismo o mudándote a vivir al frigorífico para vigilar de reojo si
tu pasado se escapa por alguna grieta. El tiempo es una especie de péndulo
enorme que oscila sin cesar suspendido en los hombros del Universo, un travieso
reloj de cuco que todos y cada uno de nosotros lleva en la puerta de su
corazón. Si decides colgarte de él, es probable que te caigas. Y también es
posible que no. Depende de como agarres tu tiempo. Ten por seguro que nadie
quiere caerse, pero la mayoría termina por romperse el cuello".
* * *
Cae la tarde y se
pone el sol, tambaleante y de color óxido, en las afueras de un día cualquiera
de cualquier ciudad. Caen con él dos primaveras y un deseo y un quizá como si
fuesen telones desgarrados y descoloridos por detrás de los tejados humeantes
de las fábricas. A pocos metros de allí, una muchacha tose con fuerza en un
lavabo sucio y solitario porque el amor hace que le pique a horrores la
garganta, y la luna llena de la noche que se aproxima es un Cupido cazador
experto y sin escrúpulos. Mientras tanto, un tembloroso anciano hojea,
melancólico, un periódico amarillento de hace siete vidas, setenta años o la
mismísima eternidad. Varios infartos, en distintos hospitales, apagan la llama
de respectivas vidas sin hacer ruido, como pistolas con silenciador, un alegre
mimo sonríe por placer y por querer y por inercia tras su inmaculada pintura
blanca, bajo el mismo perpetuo silencio callejero que llena a medianoche un
cuarteto de saxofonistas tiñendo las calles de partituras y acordes de jazz. En
uno de los breves descansos en que la música cesa, un suicida se lanza a volar
al vacío desde uno de esos malditos y enormes rascacielos que tapan la mitad de
las estrellas del firmamento, una tienda de "tenemos cualquier cosa que no
sirve para nada" baja al fin su persiana y un huraño adolescente, de
rostro surcado de nostalgia y acné, garabatea en el interior de un cine su firma
en el asiento de delante como si de su primer contrato remunerado se tratase. Y
al ritmo de su firma, su padre, en el otro extremo de la ciudad, que viene a
ser como el otro extremo del mundo, se limpia los restos de desesperanza y
olvido de la camisa y baja a beber un trago, o dos o tres, al bar de abajo, al
tiempo que su madre se ducha, pero sin conseguir que el agua disipe las
lágrimas de fuera, o siquiera las tristezas y desilusiones de dentro. Y en la
esquina de la calle de abajo, al lado mismo del bar, cuatro amigas sonríen al
flash de una foto y tal vez al futuro, y una florista con gesto de pesadumbre y
cansancio termina su último ramo de la tarde y la semana, se levanta de su mesa
de trabajo, pone el cartel de cerrado a su tienda y se pregunta, un día más, por
qué coño las flores no vivirán para siempre igual que las añoranzas.
* * *
No sé muy bien por
qué, pero desde niño me han gustado mucho todas las formas trapezoides, sin
terminar, del Universo. Y los triángulos escalenos y obtusos. Y las formas
obscenas de tan bellas. Quizá, de forma inconsciente, haya sido una forma de
definir mi oposición a ciertas cosas... o tal vez de exteriorizar mi rebeldía.
Todos mis vicios, mis gustos y aficiones opuestos a mi educación obligatoria.
Mi capacidad analítica podría ser cuantificada, dentro del subsuelo, como bajo
mínimos. Algunos de mis profesores nunca entendieron la naturaleza
embriagadora, liberadora y enriquecedora de los viajes, por no decir
galimatías, en forma de versos de mi mente. Es posible que, sin saberlo,
anduviese escudriñando o merodeando por aquellos pequeños precipicios ausentes
de significado cuando me topase de bruces con la luna llena a lo lejos, y me
sintiese como un lobo en celo, al tiempo que exhalaba bocanadas de humo con
olor a Lord Byron o William Blake. Y el alma más revuelta que un puzle. A
menudo observaba cómo mi memoria se fragmentaba en piezas de mosaico de colores
violentos, vaporosos o translúcidos. Y era extraño comprobar que te reñían por
querer alcanzar siempre las cotas o simas más elevadas o profundas del
escepticismo. Así que me gustaba contestar a las preguntas con otras preguntas.
Eso siempre daba resultado; sacaba de quicio al rival. Las preguntas son
mariposas que vuelan en libertad hasta que se multiplican y siguen volando. La
mirada interrogante, al acecho; varias luciérnagas encerradas dentro de una
urna de cristal en una habitación a oscuras; la eternidad de lo efímero; Bob
Dylan, Billie Holiday, Jim Morrison, Elvis Presley Janis Joplin... Tal vez todo
fue resultado y consecuencia de atiborrar con vodka a un duende de la ciudad
hasta dejar su garganta como un desfiladero, con afán de comprobar hasta dónde
llegaban los acantilados del mundo. Algo parecido. O, quizá, todo lo contrario.
Después de caminar hacia ninguna parte durante bastante tiempo, ya no te
interesan demasiado los senderos que acaban en algún lugar...
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