Ahí  están, ¿puedes verlos? ¿Te acuerdas, amiga mía, de esos dos? Tenían los 
ojos grandes y brillantes como una luna llena y una sonrisa tan transparente que dolían hasta las 
pupilas al  contemplarla. Si te acercabas para mirarlos de cerca veías circular la 
sangre desde el  corazón hacia la piel, desde el corazón a las 
palabras, desde el  corazón a las montañas, a los bosques, al mar. ¿Te 
acuerdas de cómo se  abrazaban muy de mañana, empapelados de imposibles 
sueños, intoxicados  de sentimientos, locos de sincero amor?
Ella, querida amiga, fue la que sucumbió primero. Se fracturó el cráneo, se dislocó el cuello, se rompió las alas, se quebró sin huesos, se quedó sin alma. Ella, que sigue ahí como un lienzo, desnuda con su aura de otoño, envuelta en un poema. Y 
todavía tuvo tiempo de acudir a su cita con él, que aún estaba vivo, y reconoció en su locura el  sello de la muerte. Lloraron, ¿recuerdas? Y pese a todo, tenían razón; porque tras aquello los sepultó el invierno sin oraciones ni lápidas, y ellos 
siguieron  resistiendo y huyendo del epitafio, hasta que se les agrietó la piel, 
se les cayó  el pelo y se pusieron grises escribiéndose siempre la cita 
embrigadora  de cada madrugada. Se contemplaban el uno al otro, y creían los 
muy soñadores  que tal vez existían, cuando nunca jamás fueron tan 
irreales.
Ahí siguen, amiga. Los amantes imaginarios con sus vidas imaginarias y  sus amores imaginarios. Con sus vergonzosas verdades y
 su torrente de lágrimas desechables. Resistiendo vete a saber tú por 
qué, aferrados  el uno al otro, de la mano, los muy inocentes, con la esperanza como arma solitaria y la  ternura por  único escudo. Ilusos, anémicos, dementes, vacilantes como palabras 
enponzoñadas,  perdiendo sangre envenenada por los huecos del alma y alma por las 
grietas del  corazón. Ahí, ahí permanecen. Ella con el vientre abierto, con los 
oídos  reventados y los pulmones llenos de mentira y soledad; ella fue 
la  primera que cayó. Míralos cómo quieren resucitar, ¿no crees que 
sería  mejor hacerles ahora mismo el funeral?
¿Los enterramos juntos? No, tienes razón, cada uno con su propia ley, cada 
uno  en su rincón. Pero pongámosles a cada uno una cita del  otro, un recuerdo; después de todo sólo entre ellos jamás se regalaron ninguna traición.  
Dejemos a ella debajo de la osamenta de aquel árbol, mirando justo a ese balcón. De noche puede  
que su cadáver suba a buscar versos, es posible que articule aún gemidos, que aprenda por fin a decir no. Ahora enterremos a él, amiga. Aquí, en el camino de los besos, con su banda sonora de Vivaldi y sus embustes favoritos en la mano, codo a codo con su dolor. Que repita eternamente errores hasta que  
acierte, que desista, que abra la fosa y se trague los monstruos de los 
 dos. Mejor dejarlos con sus enormes e inabarcables nimiedades. Pero pongamos en sus tumbas las flores más 
hermosas  que encontremos... ¡este es su funeral!
¿Los extrañas, buena amiga? Sí claro, yo también. Pero aún así les tengo miedo, con su maldita  vocación  de desamparados, de suicidas a tiempo completo, con sus leprosos mantras de  zombies del amor. Y así enterrados, entre el sueño y los 
recuerdos, mi amiga, qué hermosos son ahora que (tal vez) ya no nos hagan sufrir ni duelan más. Aunque mejor dejarlos cerca, de todos modos, por si, hasta muertos y más allá, 
lloran y gimen exigiendo todavía otra ración de dolor.
Coge mi mano, amiga. Ahí tú y yo. Aquí enteros. Allá irreales. Tal vez  
perdidos siempre, mentidos pero vivos, heridos pero eternos. Tal vez tan
  sólo un rato, quizás tal vez no. Dame la mano, amiga, cerremos juntos 
 la tumba, ahí tú y mi alma, aquí yo y tú corazón. Sin lágrimas,  
dejémonos sin epitafio, dejémonos sin cruz y adiós. Y vayámonos amiga, a
  seguir nuestro camino, a seguir viviendo muertos, a poder morir de  
amor...
Juanma - 14 - Diciembre - 2012