miércoles, 25 de diciembre de 2013

TSUNAMI


Era una ola. Una ola con aires de tsunami que hacía temblar la casa de la playa, que hacía crujir las maderas y se llevaba consigo las esperanzas, los sueños y las almas. Era una ola que entraba por cada abertura y sumergía el piso, los libros, los muebles...

Era una ola que aterraba a ese muchacho que siempre está conmigo y no conozco; esa muchacho que siempre grita y solloza como si el abismo se le cayera encima.

Mojado de los pies a la cabeza, asustado pero entero, me anclaba a un mueble con un cordel y una argolla de metal. Alguien más se aferraba a esa argolla conmigo y, aunque todo caía y se cimbreaba en la marejada telúrica, yo dialogaba con el agua, sin negar la fuerza y sin dejarme arrastrar.

Y el mar me arrastraba lejos, a la orilla del alma, al acantilado de la soledad. Una soledad que no me es extraña, no me resulta desconocida...y que jamás me esquiva.

La soledad es como el tiempo: relativa. Y jodida, cuando quiere. El corazón me susurra: "ya no me duele tanto sentirme solo". Eso significa que ya duele menos el nombre con el que bautizó a su soledad. 

Porque el verdadero problema son los nombres.

Y porque cuando decimos que nos duele la soledad, lo que casi siempre sucede es que nos atormenta una ausencia.

Eso es al menos lo que nos queda de las esperanzas que mueren sin apenas llegar a nacer.

A veces estamos solos porque tenemos una puñalada en el corazón con una huella digital. Estamos solos porque allá donde mires ves un fantasma, porque hay espejos terribles en cada esquina, reflejando lo que ya no va a pasar.

Porque uno puede ser un circuito cortado, una conexión estropeada, una foto en blanco y negro. Uno puede ser alguien que ya no existe, o que se deshace en jirones de niebla, o que se arruga hasta no poder leerse ni una puta vocal en su abecedario.

Pero otras veces uno es algo o alguien mejor. Otras veces eres una novela entera, y tiene sentido. Otras veces eres una luz que se desliza y brilla y resuena. Otras veces te despiertas y hay amigos que te invitan a desayunar o poemas que te dibujan una sonrisa en la cara y no te dejan dormir.

Y no te quedan más ausencias en el pasado. Ni se vislumbran en el futuro.

Y no te queda ninguna lágrima pendiente en la nómina de llantos. Esas veces, si cierras los ojos, te encuentras a ti mismo abrazándote cuando alguien te dice soledad. Entonces le soplas un beso en la nariz a esa palabra extraña, y ella se ríe contigo; callada y quieta. Y te promete no volver a desatar pesadillas en el mar de tus sueños nunca jamás. 

Era una ola. Una ola con aires de tsunami. Una ola que, sin embargo, no logró empapar mis ilusiones ni arrastrarme al océano de la desesperanza.

Y así, soñando con olas, despertando perdido y a la vez eufórico, fue que aprendí por fin a nadar.

Juanma - 20 - Enero - 2012

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