lunes, 3 de marzo de 2014

EL ÚLTIMO TREN

Estaba sentado al fondo, en el asiento más alejado del decrépito andén. El olor a madera vieja, al paso del tiempo, a los perfumes de la gente mecidos por el viento, eran olores que a él siempre le embriagaban y le contaban pequeñas, o grandes, historias. Sin embargo este era su último viaje, y como todo final, ya no importaban esos pequeños, o grandes, detalles. 

Era la última vez que pisaba el viejo y agrietado suelo de la estación; aquella estación donde muchos zapatos dejaron con sus huellas, seguramente, alguna historia semejante a la suya, pero él no lo sabía. Quizá por la esperanza, tal vez por el miedo. Notó los pasos de ella. No los escuchó, los notó caminando por los pasillos de su alma. Los pasos de aquella mujer que tanto había amado, que aún amaba, y que seguiría siempre amando.

Un destello cruzó fugaz por sus recuerdos, tan breve como el olvido. Sólo un instante. Recordó aquellas piernas esbeltas entrelazadas con las suyas, su sonrisa vestida de alegría y sus dientes blancos desnudos sólo para él. Recordó su brazo perdiendo la noción del tiempo y la circulación por abrazarla mientras dormía, recordó cómo sus dedos caminaban por un hermoso paisaje lleno de montañas y valles, acariciando cada pliegue y cada rincón. Todo esto, y muchas cosas más, vinieron a su mente, solitario y perdido en el silencio del andén. Y supo que ella estaba allí.

Parpadeó levantando una ligera brisa con el vuelo de sus pestañas. Giró la cabeza con cuidado hacia la derecha, pero se percató de que todos sus sentidos, por una vez, le habían fallado: ella no estaba. ¿Dónde se había metido? Lo único que faltaba es que ese malestar, aquel suplicio del alma, se alargara por más tiempo.

No estaba a su lado, sino del otro lado, justo en el otro andén. Su cuerpo, esculpido en la atmósfera, dibujado en el aire, daba la sensación de ser una silueta intocable, una estatua imperturbable. Allí estaba ella, con las piernas como dos anclas sumergidas y ancladas en el océano del pavimento, con los blancos dientes escondidos tras su boca sellada como un cofre lleno de tesoros secretos. Fue un momento, un tic-tac, apenas un aleteo, y contempló de nuevo la eternidad y el infinito. Pero ese instante terminó. Porque como bien sabía Alicia, en el país de la maravillas para siempre a veces no es más que un segundo.

Ella abrió la boca y dijo algo: "Yo también te soñé. Pero en mi sueño estabas a este lado". Pero desde aquella distancia él no consiguió escucharla. Tic-tac. Aparecieron de repente los trenes. Tic-tac. Y de nuevo la vio, que no la oyó, decir algo: "No te subas". Pero el ruido de los motores silenció la frase. Los trenes se cruzaron, y por otro instante, dudó si a aquella aparición, si a ese holograma, si a aquel fantasma, lo había atropellado el vagón del otro lado. Sabía que su mente pensaba muy despacio a la hora de encajar las piezas de cualquier puzzle. Ni siquiera tuvo tiempo de mover ninguna y se subió en silencio a su vagón, con destino a quién sabe dónde. Sólo sabía que su tren partía hacia el Sur y que el de ella viajaba hacia el Norte. 

Se resignó, creyendo que entendió. Sabiendo que perdió. Aquellos dos trenes, y sus respectivos vagones, nunca más iban a compartir estación. Y ellos tampoco iban a compartir ni un retazo de recuerdo más sobre dos vías. Y cada día vivido junto a ella, todos los meses, todos los años, se le hicieron diminutos, casi nada, cuando miró hacia atrás por la ventanilla. Después, oscuridad. Miedo. En algún momento, iba a llegar a otra estación. Más al Sur, cuando la vida se le escapaba a toda velocidad hacia el Norte.

Juanma - 12 - Febrero - 2014

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