Resuenan en el atardecer los tenues pasos del otoño como tambores del vacío. Un nuevo otoño que se viste de hojas
secas esparcidas por los parques donde la presencia es la tristeza. Ella está recién levantada. Se despereza y abre sus ojos al paisaje que la ventana de su balcón le presta. Un
paisaje que la envuelve en un cielo malva, rojo y naranja con aromas de humedad y el trino de unos pajarillos que ya cantan, que un nuevo día danzan a la vida. Su respiración es lenta y pausada.
Inspira y espira la fragancia que desde lejos le ofrece el océano, ese antiguo océano que aún conserva toda su juventud. Se levanta, se viste y un té la seduce y despierta sus
sentidos... y se va, desciende escaleras abajo hasta esas calles donde aún la
esencia humana no se deja oler, no se deja sentir, no se deja ver... Camina en silencio, solitaria y con un andar pausado deleitándose con la belleza del amanecer que parece hablar sólo para ella. “Tal vez este frío crepúsculo
desembarque con la tibia esperanza de que mis años de desiertos sumidos en ráfagas
inquebrantables de sirocos sean por fin eclipsados para jamás volver a ser ese alma desnuda que vaga con
las pesadas cadenas del ayer. Tal vez esta vez la libertad no se halle lejos, sumergida
en algún pozo oscuro donde yo tendré que aventurarme y cerrar las grietas de mi espíritu para
hallar la felicidad”. Eso se decía a sí misma; a veces con un susurro, otras en pensamientos. Pero dónde estaba ese pozo o lo que fuera que necesitaba, no lo sabía. El eterno gris de las aceras
la despistaba. La hacía flaquear y desfallecer en el continuo balanceo de todo su alrededor.
Pero ella seguía, con su ímpetu vertical, con su decisión a cuestas, con sus alas de ceniza buscando... buscando alguien con quien
compartir las últimas estaciones de su existencia. De repente, vio algo. Se detuvo. Era una
margarita que no sabía de dónde podía haber salido para rendirse a sus pies. La cogió. Sus pétalos
eran blancos con un cierto toque de amarillo. Así como la mañana que ascendía
hasta esa ínsula que ella habitaba. Y se fijó de nuevo en el océano, ese océano lejano de tan cercano que le hacía sentir un cierto rubor. Escuchaba su gemir, sus náufragos,
su latido interior con el vaivén que la brisa confería a la palidez de su rostro. "Una
margarita", se dijo en voz alta. Que sucedería si la deshojara, si la despojara de cada pétalo arrancado al ritmo de sus deseos. "No", se respondió a sí misma. La
pondría en un vaso con agua para imantar lo poco que le quedaba de vida hacia ella. Retrocedió con la margarita en sus cansadas manos. Cuando llegó a
su casa hizo lo que tenía en mente y así pasaron horas y horas. Al fin un destello
nació de la flor, un destello que la embriagó en la incertidumbre de la
extrañeza. “Solas las dos, con nuestras venas cortadas a seguir la rutina de la
vida por un error. Ahora tú me miras y me miras, giras en torno a mi muerte.
Pero yo también te observo. Desentraño los secretos de tus ojos y sólo veo una infinita tristeza que
te impide ser pensamiento hermoso y libre del mañana”. Y la margarita tras estas palabras se fue deslizando hasta caer del vaso sobre el frío mármol de la muerte. Ella se quedó mirándola largo rato
y una lágrima resbaló por los surcos de su rostro. Comprendió que tal vez los caminos de la alegría eran demasiado cortos y que su existencia debía restaurarla desquitándose de cada
dolencia de antaño...
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