domingo, 14 de junio de 2015

LA NIÑA QUE NO HABLA

La niña que no habla tiene apenas siete años. Le gusta jugar al escondite con sus amigas en las tardes de primavera. Cuenta hasta diez y se da la vuelta recorriendo todo el parque con la mirada, imaginando detrás de qué árbol o seto se pueden haber escondido. Siempre las encuentra a todas, menos a una. A la última la deja salir de su escondrijo y le regala tiempo para que llegue a la pared y salve a todas sus compañeras. Ellas no saben que se deja ganar. Porque le gusta volver a contar hasta diez. Le gusta buscar, más que esconderse.

Después cae la tarde noche sobre el parque y su madre la llama a casa. Se despide de sus amigas y, una a una, se van marchando de vuelta a sus hogares. Es uno de los momentos tristes del día. Ya en casa, se sienta en la cocina mientras mamá prepara la cena. Mira la televisión. Un señor mayor habla de cosas de mayores que ella no entiende. No entiende ni le interesan. Se levanta y se asoma a la ventana. En el cielo aún queda algo de luz. Hay unas cuantas nubes dispersas. Le gusta mirarlas e imaginar cosas con los extraños dibujos que a veces forman: una flor, la pipa donde fuma papá, una mariposa. A veces son solo nubes con forma de otras nubes. Aquella noche no le sugieren nada nuevo. Apenas ve en ellas cosas que ya ha visto. Su madre dice algo. Vuelve la cabeza, pero se da cuenta de que no habla con ella. Se vuelve a sentar a la mesa. Su hermanito entra con la cara y la ropa pringadas de chocolate. Acaba de cumplir tres años. Siempre se pringa de chocolate. Y de barro en la calle. Sonríe al verlo relamiéndose los labios.

Se sientan todos a la mesa para cenar. Menos su hermanito que siempre cena aparte. Coge el cuchillo y el tenedor sin demasiadas ganas. Hay pescado para cenar. Y el pescado no le gusta mucho. No, mucho no. El pescado no le gusta nada. Pero siempre se lo come porque mamá pasa mucho tiempo cocinándolo. Mamá siempre está haciendo cosas. Y si no come, se enfada. Y no le gusta verla enfadada. Ni enfadada ni triste. Papá y mamá están hablando de cosas de mayores. Hablan mucho durante la cena. Y viendo la televisión. Bueno, hablan mucho todo el rato. Siempre de cosas de mayores. Cosas que ni entiende ni le interesan. Se escucha un ruido de cristales rotos. Su hermano ha debido romper algo en el salón. Para variar. Es travieso como un duende. Vuelve a sonreír.

Poco después mamá la llama. Es hora de bañarse. Se mete en la bañera mientras se va llenando. El agua va subiendo poco a poco. Primero le tapa las rodillas, luego el ombligo, hasta que llega a su pecho. Mamá se acerca para cerrar el grifo. El agua está estupenda. Ni muy fría ni muy caliente. Le gusta mucho bañarse. Jugar con la espuma. Y con su hermano. Se mete también en la bañera. En el otro extremo. Cuando está dentro estira las piernas y toca las de ella. Entonces empiezan a darse patadas y a salpicar de agua todo el suelo y a reírse. Hasta que mamá vuelve y les regaña. Se callan y se quedan quietos. Pero se observan de reojo aviesamente, con una mirada cómplice que pareciera esconder un millón de secretos. Mamá les lava la cabeza. Después les peina y cepilla el pelo. Sale de la bañera goteando y toda llena de espuma. Se cobija dentro de su toalla y se seca. 

La niña que no habla va a su habitación. Allí se pone su pijama rosa de algodón. Se queda un ratito mirando los dibujos de Disney que lleva estampados: Mickey, Donald, Goofy, Minnie... Le gusta ese pijama. Es suave y calentito. No le gusta el otro de color blanco y verde. No tiene dibujos. Tampoco le gusta el amarillo. El amarillo pica. Papá y mamá están hablando en el pasillo. No pone mucho interés en lo que dicen, Ya sabe que casi siempre hablan de tonterías sin sentido. Poco después mamá viene para meterla en la cama y darle un beso de buenas noches. Le tapa con la manta y el edredón hasta el cuello. Como si estuvieran en el Polo Norte. Pero ella nunca se queja. Sabe que lo hace porque la quiere mucho, porque no quiere que coja frío. Espera hasta que ella se marcha para sacar los brazos fuera. Si no lo hace siente que se ahoga. Por la pequeña rendija de la puerta que mamá siempre deja abierta, entra un poco de luz desde el salón. El haz de luz ilumina su colección de muñecas que hay en la estantería. Pero no a todas. Algunas de sus favoritas han quedado a oscuras en la sombra y tal vez tengan miedo. Piensa que mañana las cambiara de sitio. Siempre lo piensa. Pero siempre se le olvida. Mañana no. Mañana lo recordará y las colocará en otro sitio en cuanto se levante. 

Al final cierra los ojos. Con los ojos cerrados siempre ve cosas. Si los cierra muy fuerte, el negro se vuelve un poco gris, o rosa. Y ve pequeñas luces y estrellitas de colores. La conversación de fondo de sus padres le da sosiego y la tranquiliza, pese a que hablan de cosas triviales que a ella ni fu ni fa. Casi sin quererlo, sin saber exactamente cómo ni cuándo, se queda profundamente dormida. Sueña con un tiovivo y su hemanito y ella montando en él. Sueña con que el aula de su colegio tiene árboles y flores entre los pupitres y que su profesora es a veces mamá y a veces no. También sueña con un anciano de larga barba blanca y muchas arrugas que la asusta cuando vuelve de la escuela camino a casa. Despierta asustada. Siempre despierta asustada cuando sueña con aquel viejo que no conoce de nada. Ha debido de pasar mucho tiempo desde que se durmiera. La casa está a oscuras y en silencio.

Aparta la manta de encima y se levanta. Sale al pasillo y camina hasta al baño para hacer pis. Al volver a su habitación y meterse de nuevo en la cama, se da cuenta de que se ha dejado la luz del pasillo encendida, pero no tiene ganas de volver a levantarse y la deja así. Muy despacio, sin saber de nuevo cómo ni cuándo, vuelve a viajar al país de los sueños. Esta vez no recuerda si sueña o no. Cuando vuelve a abrir los ojos ya es de día y el sol entra radiante por la ventana iluminando con alegría todas sus muñecas. Ahora ya no tienen miedo, así que de nuevo olvida cambiarlas de sitio. De día todo se ve diferente. Incluso los monstruos parecen amables y simpáticos. Cree recordar algo de un anciano en su sueño, pero no sabe qué. Finalmente, ese pequeño recuerdo se desvanece con la brisa de la mañana que entra por la ventana.

Desayuna su Cola Cao con cereales viendo los dibujos animados de la tele. Su hermanito se vuelca el vaso encima y se mancha de cacao toda la ropa. Ella se ríe, pese a que sabe que a mamá no le va a hacer ninguna gracia. En los dibujos, el Coyote persigue al Correcaminos. Una vez más, no consigue atraparlo. Al final cae por un precipicio y se estrella contra el suelo. Vuelve a reír. Su hermanito también ríe con ella, pese a que ni está mirando la tele. Es hora de ir al cole. Coge la cartera. Como de costumbre, pesa lo que los mayores llaman una tonelada. Camina por la calle de la mano de mamá. Se va encontrando con algunos de sus compañeros y amigas de clase. Se van saludando entre tímidas sonrisas.

La niña que no habla tiene ganas de que el día se escabulla rápido, de que vuelva a llegar otra vez la tarde. Quiere volver a jugar al escondite con sus amigas. Aunque siempre pierda. Le gusta buscar, no esconderse. En el colegio se aburre. Intuye cosas para las que no tiene nombre. Sabe que cada vez está más lejos de algo. No sabe lo que es y eso le asusta. También sabe que está muy cerca de otro algo. Pero tampoco consigue saber qué es y se siente mal por ello. Los niños y niñas de su clase sí hablan, pero no escuchan. Parecen muñecos de trapo en sus pupitres. Como esos maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa. Un recuerdo fugaz empieza a rondar su cabeza, como una peonza dando vueltas a su alrededor. Sabe que acaba de aprender algo, pero aún no sabe qué. Y sabe que ese recuerdo seguirá ahí para siempre, aunque ya se haya desvanecido.

Juanma - 14 - Junio - 2015                                                          

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