"Excelente el vino, querido anfitrión. Tengo que
reconocerlo.
Me sucede
con el vino lo mismo que con la sangre. Después de tantos siglos de probar
incontables tragos de cada, pocas veces encuentro alguno nuevo que me
estremezca de emoción. Mi paladar se ha vuelto delicado. Y exquisito.
Quería
hablarle de mis orígenes. No de mi despertar como ser humano. De la vida y obra
de Vlad Tepes ya se relata bastante en los libros de historia. Aunque no todo
es cierto. Y hay muchas cosas que se han tergiversado. Pero lo que quería
contarle es el origen de mi vida como vampiro.
Muy poca
gente a lo largo de la historia se ha preguntado por este detalle. ¿Acaso a
nadie le interesa cómo, cuándo y quién me convirtió? ¿Cómo fueron aquellos
primeros tiempos? ¿Qué fue de mi padrino o si vive todavía? ¿Quién fue mi
primera víctima? ¿No les parecen de importancia tales aspectos?
¿Verdad
que sí, amigo? Por supuesto.
Aunque
también es cierto que, para comprender cómo me convertí, es necesario hablar un
poco de mis tiempos de humano. Sólo lo necesario. La realidad es que nadie me
convirtió en contra de mi voluntad. Fui yo el que eligió ser transformado. Se
ha hablado y escrito mucho sobre ciertas costumbres extrañas de mi juventud.
Sí, he de confesarlo. Sentía placer con la práctica de ciertas perversiones y
torturas sobre mis enemigos. Y cuando probé la sangre por primera vez… ¡No
puede imaginar el deleite que embriagó todo mi ser! ¡Jamás cosa alguna me había
extasiado tanto! No lo pude evitar. Se convirtió en un deseo irrefrenable. Una
pasión inimaginable se apoderaba de mí cuando contemplaba el líquido vital de
la existencia. ¡No podía resistirme! Y ya no conseguí detenerme. Era como una
droga. Y cuando no la tomaba, tenía lo que ustedes llaman síndrome de
abstinencia, ¿no es así?
Como ya habrá deducido por algunos pequeños detalles de nuestra conversación, el cine es uno de los inventos de sus congéneres que más me fascinan. Por supuesto, dentro de todo ese amplio submundo, también he degustado muchas de esas películas del género que ustedes denominan gore. ¡Ay, qué tiernos son ustedes en ocasiones! Si hubieran pasado un par de noches en los mejores tiempos de mi castillo, esas filmaciones les hubieran parecido más propias de Walt Disney.
Pero regresemos a nuestra historia. No era
ningún secreto en mi querida patria la existencia de unos seres ancestrales
mitad humanos, mitad demonios. Las criaturas de la noche, las llamaban los
gitanos de las aldeas. Desde muchos siglos atrás, formaban parte de la cultura
y el folclore popular de mí país. Todo el mundo conocía su existencia. Aunque
nadie quería hablar abiertamente de ello. Se consideraba de mal agüero. La
superstición era muy fuerte por aquel entonces entre los lugareños. Se temía
que, al nombrarlos o hablar de ellos, se les diera pie a venir o entrar en sus
vidas. Como una invitación. Eso no era del todo cierto. Pero el tema era tabú y
se esquivaba mencionarlo.
Sin
embargo, yo me había decidido a contactar con alguna de aquellas criaturas.
Estaba dispuesto a llegar hasta ellas. Se hablaba de que conocían el secreto de
la inmortalidad. Y de que se alimentaban exclusivamente de sangre. Cualquiera
de aquellas dos razones por separado ya era para mí más que suficiente. Las dos
juntas eran algo, más que irresistible, vital.
Claro que
tenía miedo, Víctor. No se conocía demasiado de aquellos seres, pero sí se
sabía que eran salvajes, indómitos, imprevisibles… No podía estar seguro de
salir con vida de contactar con alguno de ellos. Lo más probable es que incluso
las posibilidades fuesen mínimas. Debía de intentar ser convincente en la
exposición de mis argumentos. Debía de andar con mucha cautela. Y debía ir
solo. Así que, mi querido amigo, tenía miedo. Sentía pavor, pánico, terror. El
mismísimo príncipe de Valaquia, el azote y horror de sus enemigos y sus propios
amigos, vecinos y congéneres, aquel ser inmundo con piel humana que era capaz
de las más sangrientas y crueles atrocidades, también era capaz de sentir
temor. Había seres más poderosos y terroríficos que él sobre la faz de la
tierra. Y él quería ser como ellos. Uno de ellos.
Conseguir
mi propósito no fue tarea sencilla. Me costó meses. No se nos puede encontrar si
no queremos. Somos nosotros los que encontramos o nos dejamos ver si así lo
deseamos. Primero debía saber dónde hallarlos, cuál era su hogar o escondite si
es que lo tenían, o sus lugares de paso si eran nómadas. Me contaron de un clan
de gitanos de las montañas que conocían su paradero. Y hacia allí me encaminé.
Me costó encontrarlos aún a ellos, tan recóndito e inaccesible era el lugar. Y
el encuentro no fue demasiado amigable, que digamos. No eran gente hospitalaria
y dada a entablar ningún tipo de vínculo con extranjeros. Para ellos, cualquiera
que no perteneciera a su raza lo era.
Pero
también sabían quién era yo. Hasta en lugares tan remotos habían llegado mis
hazañas. Lo quisieran o no, yo también era su príncipe. No sabían si alguna
guarnición de mis soldados se hallaba oculta en las inmediaciones. Podía
reducir a cenizas a toda su familia con sólo chasquear los dedos. Es más, podía
disfrutar empalando a algunos de sus niños, comiéndome crudas sus vísceras,
haciéndome un traje con su piel. Tampoco eran desconocedores de que era yo el
que protegía las fronteras de nuestro reino de los invasores bárbaros e impíos,
de las hordas de infieles musulmanes que intentaban asolar la cristiandad. Los
gitanos tienen sus propios y extraños dioses, pero también son fieles devotos
de Cristo.
Con
cierto temor, desprecio y desdén, pero accedieron a hablarme de los vampiros.
Me contaron que conocían un sitio, un enorme círculo de cuevas horadadas en lo
más inaccesible de los Cárpatos, donde habitaban algunos de ellos. Les pregunté
cómo sabían de su existencia y, aun así, seguían con vida. Sabían protegerse de
ellos. Había ciertos remedios, protecciones, defensas… Y también conocían armas
que podían hacerles daño. No eran infalibles, pero solían ser fiables. Ellos
les evitaban y, los vampiros, hacían lo propio con ellos. Tenían una especie de
trato de no agresión. Se ignoraban mutuamente. Había alimento de sobra para
todos en la inmensidad de los valles y montañas.
Hicieron
una especie de conjuro para ofrecerme protección. Me obsequiaron con un collar
de flores de ajo y un recipiente de agua bendita. He de aclarar que el ajo no
sirve de ayuda contra nosotros, tan sólo nos molesta su olor. No más que el del
azahar o el sándalo. Y el agua bendita tampoco es de mucha ayuda contra
nosotros. Quema un poco, nada más. Tampoco los crucifijos nos devuelven a
nuestra tumba. Nos repugna su visión y la evitamos, como sucede con cualquier
otra reliquia o adorno cristiano. Somos criaturas que han renegado de Dios; nos
repudia y, a su vez, le repudiamos. No obstante, con toda esa mísera
parafernalia no se termina con la vida de un vampiro. Aunque sí les puede hacer
apartarse. Retroceder unos metros. Darte unos valiosos momentos para intentar
escapar o, como yo pretendía, conseguir hablar con ellos. Pese a todas las
precauciones, mis anfitriones me aseguraron que la misión en la que me
embarcaba era un suicidio, que no tenía salvación posible. Que una vez me adentrara
en sus dominios, no dispondría de ayuda exterior… y que el nombre de Vlad
Tepes, nada les diría a aquellas criaturas ni me serviría de salvoconducto para
atravesar protegido sus fronteras.
Eso ya lo
sabía, pero no había vuelta atrás…
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