A veces bastan dos
minutos de desidia para inyectar una dosis de "melargodeaquí" en el
torrente sanguíneo de las venas y echarte a la carretera como Jack Kerouac. O
cuando aparece ese ruido ensordecedor que preludia el inminente desastre y que,
inoportunamente, surge cada vez que uno quiere cicatrizarse en otra parte. Como
una canción de acordes blasfemos sin estribillo que solo alcanza el estatus de
murmullo antes de suicidarse. Largarse a tierra de nadie: como una revelación,
como un orgasmo. A veces hasta se podría dejar de estar allí para siempre y
abandonar el cuerpo como en un viaje astral en uno de esos sofás desgastados de
piel sintética, como una cáscara a punto de quebrarse, con los pantalones
remendados y la melodía del tintineo de cuatro monedas sueltas en el bolsillo.
Ese tic inesperado que sobreviene de repente, la sonrisa torcida, las pestañas
largas como lianas y el porvenir como un cristal hecho añicos. El paisaje
quedando atrás como si fuese un espejismo. O un sueño. Porque de las fantasías
diurnas en la carretera no hay manera de despertar. Los sueños recurrentes para
un chico en peligro son sueños de peligro. Visiones de languidez, de desamparo,
de enfermedad. Pesadillas en pantalla grande y a todo color. ¿Cómo si no te
reclaman tus fantasmas? No hace falta hacerse demasiado viejo para comprender
que casi todo el mundo al final termina disparando contra sus propios miedos y
complejos.
Es la cercanía y
lejanía de todas partes a la vez. Y, en la mayoría de las ocasiones, no se echa
de menos la voz afónica, ni los neones de la ciudad, ni tan siquiera el olor a
humo y a aceite y a tristeza que revolotea entre las luces, ni las risitas
nerviosas que blasfemamos en el mismo lugar de todas las madrugadas, donde ya,
por mucho que se quiera, no se vuelve nunca a ser uno mismo. El vodka a
raudales y los bares de mala muerte y su muchedumbre perdida que cada noche
huye de algo distinto para encontrase siempre con lo mismo. En esos avatares de
la existencia, no se extrañan tampoco las dudas ni las certezas, ni las manos
grandes de pulso dudoso sosteniendo las cartas, el mechero, el palo de billar o
las lágrimas en un rincón solitario. Las manos de un animal asustado con ganas
de salir corriendo, de empuñar una navaja y destripar esos sofás de resaca y
borrachera, arañando la realidad que molesta hasta que la sangre se queda
atrapada entre los huecos de las uñas. Sondeando la alevosía del pensamiento,
renegando de querer volver ya de ningún sitio, y menos de aquellos lugares con
espejo que vomitan imágenes de tu pasado como inquietantes reflejos de un pobre
diablo enfermo de recuerdos. Volver a acercarte a ellos es como el absurdo
caminar de vuelta de un cangrejo borracho en una pecera de arena. Y otras
veces, sencillamente, damas y caballeros, ni siquiera volvemos la esquina mientras algo tuyo se
queda atrás, en la tierra de la nieve sin sonido, en el firmamento sin
estrellas, en el vacío sideral mecido por las luces del olvido. Será algo
parecido a estar haciéndote mayor sin haberte dado apenas cuenta.
Parece tan difícil
que resulta endiabladamente sencillo. Bastan tan solo esos dos minutos de
desidia para que la realidad se convierta en una enfermedad inaguantable o una
letanía afligida. Ciento veinte segundos de reloj y una pequeña cucharada de
fuerza de voluntad. Los ojos en blanco, una electricidad poderosa sacudiéndote
la espalda y los nudillos, espasmos de vértigo agarrándote por detrás de las
empalizadas del alma... y, en un visto y no visto, ya no estás. Te habían dicho
que "siempre" era mucho tiempo. Hasta que comprendes que siempre es
tan solo un abrir y cerrar de ojos. ¿En qué difiere aquello que nuca fue de
aquello que nunca será?
Juanma - 31 -
Enero - 2016
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