I
—¡Cariño, entra en
casa! ¡Se está haciendo de noche!
El niño al que van dirigidas aquellas
palabras está en el jardín que hay en la parte trasera de la casa. Se encuentra
agachado y parece jugar a algo. O con algo. Solo tiene cinco años. Es alto,
delgado y desgarbado. “Igual que su padre”, piensa su madre desde la ventana de
la cocina mientras vigila sus movimientos con gesto de preocupación y, tal vez,
tristeza. Una tristeza antigua que apenas se ve, pero se nota. Mientras piensa
en su hijo, termina de fregar los platos de la cena. Es consciente de que tendrá
que esperar hasta que termine lo que sea que está haciendo. Porque sabe que
nunca deja algo a medias. Es tímido, huraño e irascible, y eso le preocupa. Le
quiere más que a su propia vida, por más que aquello sea tan tópico que ya
suene ridículo. Pero es así. Y sabe que él también la quiere a ella con locura.
Pero hay algo que no funciona del todo bien dentro de su cabeza. Y eso la
inquieta. El niño mira con atención el interior de una caja de zapatos. Dentro
hay un escarabajo y una cucaracha. Los azuza con un palo de madera para que
peleen entre ellos. Como si estuvieran en un ring. Le gustan mucho los combates
de boxeo. Sobre todo cuando alguno de los púgiles es derribado por el otro y
cae al suelo inconsciente. Y si tiene el rostro destrozado y lleno de sangre,
mejor. Los adversarios que ha elegido hoy son estúpidos y no pelean. El
saltamontes del día anterior era bastante mejor. Se está aburriendo mucho, y no
le gusta nada aburrirse. Finalmente, se da por vencido. Con una piedra machaca
a los dos contrincantes hasta que en el fondo de la caja sólo queda un amasijo
de fluidos, sangre y exoesqueletos donde no puede distinguirse ni una sola parte del cuerpo
del escarabajo del cuerpo de la cucaracha. Cierra la caja con su tapa y la
guarda con cuidado en el hueco de un árbol del jardín.
—¡Cariño, por favor, entra ya en casa!
El niño se da la vuelta y sonríe a su
madre saludándola con una mano. Aquello es lo que a ella le hiela la sangre. Es
capaz de esbozar la más inocente, maravillosa y tierna de las sonrisas y, un solo
instante después, obsequiarte con una mirada cargada de ira, odio y crueldad.
Aquellos ojos fríos, sin sentimientos, perdidos en un mundo lejano, o tal vez
tan sólo interior, que parecen mirar en una sola dirección y no ver nada más de todo el fascinante mundo que le rodea.
Siente miedo. Le da pánico pensar que aquello que no está en paz dentro de su mente, termine haciéndole daño. No a ella, sino a él mismo.
Cuando por fin entra en casa, ella suspira y se relaja. Le da un beso en la
mejilla. Le revuelve el pelo con ternura.
—¿Qué hacías? —le pregunta.
—Jugaba —responde él aburrido, como si
acaso aquel punto no estuviera ya lo suficientemente claro y tuviese que perder
el tiempo explicándolo.
—¿No te aburre jugar siempre solo?
—Pero si no jugaba solo…
—¡Ah, es verdad! Tu amigo… ¿Cómo se llama?
Espera un momento a ver si lo recuerdo…
—Peter. Se llama Peter, madre.
—Cierto hijo, siempre lo olvido —Sabe que
los niños pequeños a veces juegan y hablan con amigos imaginarios. Pero suelen
ser niños de dos o tres años a lo sumo. Con cinco años los niños juegan con
chicos de su edad. Y, por regla general, suelen ser de carne y hueso. Su hijo
juega solo en el jardín y, aunque él ignora que ella lo sabe, mata pequeños
animales con una crueldad que la aterra. Mientras tanto, mantiene largas
conversaciones con Peter, el supuesto amigo que no está y nunca ha estado allí.
Es alguien que vive solo en su imaginación. Por lo demás, no se relaciona con
nadie. No tiene amigos allí y tampoco en el colegio. Su profesora y el director
ya la han puesto al corriente de su extraño comportamiento en ocasiones, de su
falta de empatía y compañerismo, de su personalidad retraída… y de una gran
inteligencia que guarda en estado latente.
Ella lo sabe, pero no piensa llevarlo a un
colegio especial. Ya se encargará, como pueda, de que su hijo crezca como un
niño normal. Quizá solo necesite tiempo y todo vuelva a su cauce. Tal vez la
culpa sea en parte suya por haberlo sobreprotegido demasiado. Es lo único que
tiene en el mundo. Su primogénito murió al nacer por unas complicaciones
respiratorias. Su marido la abandonó nada más decirle que se había quedado
embarazada del segundo. Aunque mejor eso que las continuas vejaciones y palizas
a que la sometía cuando llegaba a casa borracho. Y, en los últimos tiempos de
su vida en común, también sin estarlo. Cuando nació aquel segundo bebé, se
abrazó a él con tal fuerza que ni un huracán hubiera podido arrebatárselo de
los brazos. Desde entonces, no se había separado un solo instante de él. Y
ahora pensaba, por primera vez, que era posible que tantos cariños, cuidados y
atenciones hubieran podido malcriarlo.
Más bien había pensado aquello, por
primera vez, una noche un par de semanas atrás. Se estaba duchando y, al cerrar
el grifo y descorrer las cortinas para coger la toalla y secarse, se encontró a
su hijo allí plantado, en medio del cuarto de baño, de pie y con un dedo en la
boca, observando su cuerpo desnudo con una mirada mezcla de curiosidad,
fascinación y sorpresa. Se quedó mirando con fijeza hacia aquel punto donde una
pequeña mata de vello oscuro crecía entre sus piernas, antes de que pudiera
taparse. Pocos días después, encontró una muñeca en la habitación de él. Supuso
que la habría encontrado por ahí. O incluso quitado a alguna de las niñas de su
clase. La había desnudado y, con un rotulador, había pintado de negro sus
partes íntimas emulando el vello púbico que había visto en ella. En la frente
de la muñeca había escrito la palabra “Madre”. Aquellos dos sucesos le habían
hecho ver una realidad que hasta entonces ignoraba. O había querido ignorar.
Algo no marchaba demasiado bien dentro de la cabeza de su hijo. Desde entonces,
siempre cerraba la puerta del baño cuando estaba dentro. Ni siquiera habían
hablado del tema. Aquella noche, cuando ella se cubrió con la toalla, él dio
media vuelta y regresó a su habitación sin decir una sola palabra.
II
—Cariño, ¿estás
bien?
Su madre siempre preocupándose por él. Le
gusta y le disgusta a un mismo tiempo. Le sucede lo mismo con el verano. Le
encanta y le saca de quicio. Está dentro del agua dándose un baño. Han ido a la
playa por primera vez desde que era pequeño. El agua está templada tirando a
fría, una temperatura ideal. Ella odia el mar. Más bien, odia bañarse en el
mar. Dice que no soporta la sal pegándose a su piel. La comprende. Tiene una
piel tersa y maravillosa. Así que se queda tumbada sobre una toalla en la arena
tomando el sol. Es guapa. Muy guapa. Tan guapa como siempre. O más. Le gusta la
suavidad y el color de esa piel que no quiere estropear con la sal, el olor de
su pelo, el brillo de sus ojos, la forma de sus curvas…
Acaba de cumplir trece años. Esta breve
escapada a la costa es el regalo de su madre. Por la noche salen a cenar a un
restaurante al aire libre. Acepta a regañadientes. No le gusta cenar fuera de
casa. No le gusta estar rodeado de gente. No le gustan sus risas, su hipocresía
y sus aparentes vidas maravillosas. Una chica de su misma edad le dirige una
tímida sonrisa desde una mesa cercana. Es bonita. Pero no le gusta su sonrisa
ni aquella manera de coquetear con él. Le hace un gesto obsceno con el dedo
corazón. La chica se ruboriza y baja la mirada avergonzada y ofendida. Cuando
acaban de cenar le pide a su madre si puede dar a solas un paseo por la playa.
Le apetece ver el mar bajo la luz de la luna. A ella no le hace demasiada
gracia dejarlo a solas ni un momento. Pero ya es casi un hombre y no puede
negarle aquello.
Mientras pasea por la orilla, hundiendo
sus pies descalzos en la suave y fina arena, sus pensamientos giran alrededor
de su cabeza y algunas imágenes inconexas, fugaces como flashes, desfilan por
su mente: la chica que le ha sonreído durante la cena, una vaca decapitada
vagando sin rumbo por un camino de tierra, una araña corriendo voraz hacia una
mosca presa en su tela, un corazón latiendo servido en un plato, la chica de la
cena de nuevo, esta vez ensangrentada de pies a cabeza, su madre desnuda… En
esos momentos, el desfile de imágenes se detiene y su cabeza vuelve a quedar en
paz y silencio. Porque esas diapositivas mentales vienen acompañadas de un
zumbido insoportable que penetra desde sus sienes hasta el interior de su cerebro.
Este trastorno, o lo que sea, le sucede desde niño. Desde que tiene uso de
razón. Pero cada vez le ocurre más a menudo. Y nunca le ha contado nada a su madre.
Ni siquiera que cuando visualiza la imagen de ella desnuda, sufre una fuerte
erección.
Un maullido a sus pies le devuelve a la
realidad. Un gatito de pocos meses se ha acercado hasta él. Sin querer,
abstraído en su mundo interior, ha abandonado la playa y se encuentra en la
parte de atrás de uno de los restaurantes de la zona. Hay algunos cubos de
basura. El pequeño felino debe de estar buscando restos de comida. Pero no
llega aún a subirse a los altos cubos. Y además, están cerrados. Se agacha y lo
coge entre sus brazos con delicadeza. El minino maúlla reconfortado. Mira con
cariño los ojos de aquel humano que lo abraza con ternura. Será lo último que
vea. Un instante después su cuello cruje al ser descoyuntado. Su cabeza se
separa de su cuerpo y la sangre brota como un geiser. La sonrisa de aquel
humano se ha tornado grotesca, desencajada, demencial. En su mirada siniestra
brilla la fiebre de la locura.
III
“¿Cariño, estás
bien?”
Despierta asustado, jadeando, con el
corazón dando brincos dentro de su pecho y aquellas palabras retumbando en su
cabeza. ¿Aquello ha sido una pesadilla? ¿O más bien ha sido una premonición?
Tal vez una visión, una manera de decirle cómo debe hacer las cosas. ¡Sí, eso
ha sido! ¡Ahora lo ve todo con prístina claridad en su mente!
Ya ha cumplido dieciséis años. Es casi un
hombre y, sin embargo, su madre lo sigue llamando “cariño”. “Cariño por aquí,
cariño por allá”. De pequeño le gustaba. Incluso en su adolescencia le
resultaba divertido. Pero ahora… Se lo ha comentado en repetidas ocasiones. Ella
dice que es y será siempre su niño, su querido niño, y que le llama así porque
le quiere tanto… Pero él le repite una y otra vez que no le gusta que se lo
diga, que tiene un nombre. Nombre y apellidos. Pero no hay manera. Siempre
vuelve a llamarle…
Cariño, cariño, cariño, cariño, cariño,
cariño, cariño, cariño, cariño…
Siempre preocupada por él. Siempre
diciéndole cómo y cuándo hacer las cosas. Que si ya no sonríe tanto como antes,
que si ya no habla tanto antes, que si ya no come tanto como antes. Cada dos
por tres llevándolo al médico. Que si su aspecto es demasiado pálido, que parece
excesivamente delgado, que está siempre molesto o preocupado, o distraído. A
todas horas haciéndole tomar montones de pastillas inservibles para montones de
enfermedades que no tiene. Él es como es. Y va siendo hora de hacerle entender
que ya es un hombre, que debe mostrarle también un respeto, que no quiere que
le vuelca a llamar…
“¿Cariño?”
La maldita y dulce voz de ella resonando
en la caverna de su mente. No es sólo fuera, también le roba la intimidad
interior.
Se levanta. Sale de su habitación y baja
las escaleras hasta la planta de abajo. Con cuidado de no hacer ningún ruido.
Su madre tiene el sueño muy ligero. Demasiado. Es capaz de escuchar el vuelo de
una mosca en mitad de la noche. Se dirige a la cocina. Abre un cajón y saca un
enorme cuchillo de carnicero. La luz de la luna entra por la ventana y se
refleja en la hoja de acero arrancando un fugaz destello que ilumina su rostro.
Se mira en el cuchillo. Ve su imagen en él. Sonríe. Al cuchillo, a la noche, a
la luna… Y a su madre.
IV
—¿Qué se siente,
cariño?
El loro al que está abriendo el abdomen
con un bisturí para vaciarle las entrañas, no puede responder. Y no porque no
supiera hablar. Había aprendido a decir un buen puñado de palabras, entre ellas
“cariño”. De tanto oírsela a su dueño, había pasado a repetirla a todas horas.
Pero ahora está muerto.
Procede al vaciado del animal de manera
pulcra y meticulosa, con la precisión de un cirujano. Su amor-odio por los
animales viene de muy pequeño. De cuando hacia pelear insectos, invertebrados y
otros pequeños animales en su vieja caja de zapatos convertida en ring de
boxeo. Más tarde fueron ardillas, gatos o perros. Le encantaba el sonido de sus
huesos al crujir. Sobre todo, cuando les partía el cuello o la columna
vertebral. Su última gran afición es la taxidermia. Y le encanta practicarla
sobre todo con aves. Las caza o las compra. Después de tenerlas por compañeras
durante un tiempo, las diseca. Tiene una buena colección de ellas; búhos,
lechuzas, halcones, cuervos, urracas, palomas… El loro ha sido su última
adquisición. Y ahora es también su último trabajo. En el sótano de casa alberga
su espléndida colección. Se siente muy orgulloso de ella.
Unas toses ahogadas al otro lado de la
habitación le desconcentran y hace una mala incisión en la carne del animal.
Aquello le pone furioso. No soporta que le interrumpan por nada del mundo
cuando está trabajando. Se vuelve hacia la cama que hay tras él. Tendida en
ella, hay una chica desnuda. Tiene una mano amputada y metida dentro de la
boca. El muñón está cauterizado. La otra mano y los pies están atados a los
postes de la cama. La extremidad hundida casi en su garganta hace que la
muchacha tenga arcadas y apenas pueda respirar. Deja en la mesa al animal y sus
útiles de trabajo. Se levanta y acerca hasta la cama con gesto furioso. Y, al
mismo tiempo, esbozando una encantadora sonrisa. El rostro de la chica es una
máscara de terror. Cuando lo ve acercarse, sus ojos están a punto de salirse de
las cuencas. Tiene el cuerpo cubierto de heridas y moratones. Le faltan los dos
pezones y la sangre reseca que ha manado de ellos cubre sus grandes pechos como
lava derramada por las laderas de un volcán. Le ha quemado el vello púbico con
un soplete antes de violarla. No lo soporta desde que se lo viera a su madre
desnuda de pequeño.
—¡Me dijiste que ibas a estar callada! —le
recrimina— ¡No puedo concentrarme en el trabajo si haces ruido! ¡Y mi madre
está durmiendo arriba… la vas a despertar! —Le introduce la mano cercenada aún
más al fondo de la garganta, apretando con todas sus fuerzas. La chica se
debate, intenta respirar, patalea. Él sonríe y la besa con suavidad en la
frente. Cuando cesan los últimos estertores, le extrae la mano y la lanza hacia
un lado. Se vuelve hacia el loro.
—Me temo que vas a tener que esperar un
ratito más —Coge el bisturí de la mesa y
empieza a abrir el abdomen de la muchacha. Últimamente se ha aficionado
también a la disección de seres humanos. Especialmente del género femenino. Y
le gusta abrir los cuerpos cuando aún están calientes…
V
Hay un enorme y
profundo lago a tan sólo un centenar de metros de la parte trasera de la casa.
Allí se deshace de la mayoría de las chicas violadas, torturadas, asesinadas y
descuartizadas. Lleva los cuerpos, o los restos de ellos, en el maletero de su
coche hasta un bote con remos que tiene amarrado en el embarcadero. Siempre lo
hace de madrugada, al abrigo de la luz y miradas curiosas. Rema hasta el centro
del lago y allí lanza los cadáveres, lastrados con pesadas piedras para que se
hundan, por la borda. En aquella zona, el lago tiene más de doscientos metros
de profundidad. Los grandes y feroces peces que habitan aquellas aguas seguro
que se encargan de eliminar cualquier rastro de carne y vísceras. También de
cualquier otro tipo de prueba que haya podido quedar en los cuerpos, aunque
suele ser muy meticuloso en ese aspecto. Los huesos descansarán para toda la
eternidad en el fondo del lago, lejos de poder ser vistos o hallados por nadie.
Ni siquiera los submarinistas que a veces se dejan caer por allí se sumergen
tan profundo. Es un método mucho más eficaz que enterrarlos bajo tierra, donde
por algún descuido o casualidad puedan ser descubiertos.
Aunque él no cree ser el responsable de la
muerte de ninguna de esas chicas. Siempre las encuentra ya muertas y sin ningún
recuerdo de lo sucedido. Hay una especie de vacío y oscuridad en su mente desde
el momento en que las conoce hasta que las encuentra sin vida. ¿Amnesia? Es
algo tan doloroso para él que piensa que quizá sea una reacción de su cerebro
para no causarle más sufrimiento. Como si decidiera borrar de su memoria
ciertas escenas terribles que podrían traumatizarle. Porque, en el fondo de su
mente, sabe lo que está ocurriendo. Es su madre la que se deshace de todas
aquellas muchachas. Siempre lo ha querido solo para ella. Jamás soportó la idea
de compartirlo con alguien más. Cada vez que intentaba entablar una relación
con alguna chica, los celos de ella no podían aceptar la situación.
—¡Cariño, esa ramera no te conviene!
—Solía decirle cada vez que le presentaba a alguna. Y tenía una ligera idea de
lo que sucedía después. Le echaba alguna droga en la comida o bebida y, cuando
él estaba sedado e inconsciente, las asesinaba para apartarlas de él. Era tal
el odio que le producían, que en algunos casos se ensañaba con ella de manera
espantosa y cruel; descuartizándolas, sacándoles las vísceras, violándolas con
algún objeto contundente… Después él las encontraba y no le quedaba más remedio
que limpiar todo el estropicio y deshacerse de los cuerpos en el lago. Porque
aunque repudiara y condenara de manera tajante el comportamiento de su madre,
la quería más que a su vida. Pese a sus diferentes puntos de vista y
desencuentros, pese a sus continuas peleas y discusiones, pese a que le
siguiera llamando “cariño”, era su deber protegerla. No podía consentir que la
policía tuviera conocimiento de nada de aquello. Tenía que ocultarlo y cuidar
de su madre, era su obligación como hijo único y ejemplar.
Volvió a la casa. Tenía que revisar toda
la escena del crimen para limpiar cualquier rastro de sangre, cabello o ropa.
No recibían apenas visita alguna. Pero, de vez en cuando, sí que paraba alguien
a alojarse en el pequeño motel que su madre y él regentaban y que estaba al
lado de la casa. La carretera interestatal no pasaba por allí, por eso solo
algún viajero perdido o despistado daba con sus huesos en aquel lugar. Pero
siempre había que tener el máximo cuidado y precaución por si alguno de
aquellos visitantes era demasiado curioso. Podía ver cosas que no debía. Aunque
a la casa jamás subía nadie, no estaba de más ser precavido. Cuando se cercioró
de que no quedaba ninguna huella o resto de lo sucedido, volvió a su trabajo en
el sótano de la casa.
Pese a que su gran pasión seguía siendo la
taxidermia, una nueva afición ocupaba últimamente gran parte de su tiempo. Y
como era algo relacionado con lo anterior, también se le daba de maravilla.
Estaba confeccionando un vestido de piel humana para su madre. Aquellas
muchachas ya estaban muertas… y desperdiciar aquel material tan delicado y
maravilloso que ya no podrían lucir, hubiera sido una lástima. Así que
despellejaba a las muchachas con sumo cuidado para secar y guardar la piel.
Muchas de las pieles estaban tan desgarradas e inservibles por la violencia que
tenía que desecharlas. De otras sólo podía rescatar algunos pequeños retales. Y
muchas partes también se le rompían, así que tenía que coserlas con fragmentos
de otras para unirlas entre sí. Era un trabajo delicado y meticuloso, pero le
encantaba. Sentía especial predilección por la piel humana desde que se había
enamorado de la de su madre. La de ella estaba ahora vieja y marchita, así que
había pensado que sería estupendo regalarle un nuevo y precioso vestido de piel
humana. Estaba convencido de que le gustaría mucho. Y no podría reprocharle
nada. Total, a aquellas chicas las asesinaba ella…
VI
Es una lluviosa
noche de otoño. Su madre y él están en la habitación de arriba. Ella duerme
sentada en una silla. Él está a punto de bajar de cenar. En esos momentos, el
ruido del motor y las luces de un coche llaman su atención. Se asoma con
cuidado a la ventana. Un automóvil acaba de aparcar delante del motel. Se
apagan las luces y del interior del vehículo sale una joven rubia. Parece muy
guapa. Corre a refugiarse de la lluvia al cuarto de recepción del motel.
—Madre, tenemos un nuevo huésped. Tengo
que bajar a atenderla…
—¿Atenderla? ¿Acaso es otra de esas sucias
rameras que tanto te gustan?
—Madre, es una clienta. Está abajo
esperando…
—¡Dile que está cerrado! ¡No queremos
furcias baratas en nuestra casa!
—No está en nuestra casa. El motel está
abierto a todo el mundo. Tengo que ir…
—¡Está bien! ¡Pero ten mucho cuidado con
ella, cariño!
—¡¡No me vuelvas a llamar así!! —Estalla
por fin en un rugido. Se vuelve y mira con furia a su madre.
Sale corriendo de la habitación y baja a toda prisa las escaleras. Está
harto de su madre. No va a consentir que se entrometa entre esa linda muchacha
y él. Es sólo un huésped pero… ¿quién sabe? Quizá pueda entablar conversación
con ella. Puede invitarla a cenar con él… ¡Sí, eso hará! Le ofrecerá tomar un
aperitivo con él, abajo en el motel. Y le explicará su afición a la taxidermia.
Seguro que le entusiasma. Tal vez consigan hacerse amigos. Y después le dará la
habitación número 1, justo al lado de la recepción. Para no perderla de vista.
Pero tendrá que vigilar de cerca a su madre. Esta vez se andará con cuidado.
Con mucho cuidado… Se detiene y se vuelve a mirar atrás. Hacia las escaleras y
el piso de arriba. Hacia su madre.
—¡Me llamo Norman, madre! ¡Norman
Bates!
(Con todo mi cariño al maestro Alfred Hitchcock.)
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