En los días en que
el rocío de la creación aún estaba húmedo sobre la tierra, Elphín era señor de
los nueve reinos de Rieland, y de los cinco mares que los circundaban. Al
despertarse un día en Celydon, su principal fortaleza, contempló las agrestes
colinas rebosantes de toda clase de vida y decidió reunir a sus hombres para
organizar una cacería.
La próspera zona del reino en la que Elphín
solía cazar era conocida como Lloerg Fyn. Se puso en marcha hacia ella de
inmediato con una considerable hueste de hombres de confianza y cabalgaron
buena parte de la mañana, hasta cuando el sol comenzaba a imponerse a las
brumas de la mañana para reinar otro día más sobre el mundo.
Desmontaron para
descansar y almorzaron en una gruta y, antes de que el astro rey calentara, se
adentraron en la espesura de los bosques de Lloerg Fyn, donde soltaron a los
perros. Elphín hizo sonar su cuerno de caza, reunió a sus huestes y, como era
el jinete más rápido, salió al galope detrás de sus canes.
Siguió a la primera presa que atisbó y, al
poco tiempo, sus compañeros lo perdieron de vista y quedaron rezagados en la
espesura. Mientras seguía los gritos de su jauría, escuchó a lo lejos los
ladridos de otra, muy diferente de la suya, que parecía dirigirse hacia él y
cuyo estruendo pavoroso helaba el aire. Cabalgó hasta un claro que se abría
cerca, un terreno amplio y llano donde encontró a sus perros agazapados y
lívidos de terror junto a unos arbustos, mientras la otra jauría corría detrás
de un magnífico venado. Y he aquí que, mientras él observaba, los extraños
mastines alcanzaron al animal derribándolo al suelo.
Se acercó sin desmontar y notó entonces un
extraño y peculiar olor que envolvía como una manta a los animales. De todos
los perros de caza del mundo que había conocido, jamás había encontrado alguno
como aquellos; el pelaje que los cubría era de un blanco reluciente y puro,
casi albino, y el de sus orejas, rojo como sangre fresca, brillaba con igual
pureza que el de sus cuerpos. Elphín cabalgó hasta los extraños animales y los
dispersó, dejando a sus perros la pieza cobrada por los otros.
Mientras sus hombres cargaban el enorme
ciervo y él daba de comer a sus canes, apareció de repente ante él un jinete
montado en un hermoso e imponente caballo negro, con un cuerno de caza colgado
al cuello y camisa, calzas y botas grises por todo atuendo. Se acercó y habló:
—Señor, sé quién sois, pero no os saludo.
—Tal vez vuestro rango no lo requiera
—contestó Elphín.
—¡Los dioses son mis testigos! —exclamó el
jinete— No es mi dignidad o la obligación del rango las que me lo impiden.
—¿Qué otra cosa entonces, señor?¡Decídmelo
pues!
—Puedo y quiero —replicó el desconocido con
voz hosca— ¡Juro por los dioses del cielo y de la tierra que es por vuestra
propia ignorancia y descortesía!
—¿Qué falta de cortesía para con vos habéis
visto en mí? —preguntó Elphín, al que no se le ocurría ninguna.
—No he visto jamás mayor desconsideración en
ningún hombre —replicó el extraño—, que espantar a la jauría que ha cobrado una
pieza y lanzar a la propia sobre ella. ¡Qué deshonra! Eso demuestra una
deplorable falta de respeto. No obstante, no me vengaré de vos, aunque bien
podría. Pero haré que un bardo os satirice en todos los rincones de vuestros
reinos por un valor al que mil ciervos no competirían en precio.
—Señor –le rogó Elphín compungido—. Si he
cometido una equivocación, os pido disculpas y desearía que hiciéramos las
paces.
—¿En qué términos?
—Aquellos que vuestro rango, cualquiera que
sea, requiera.
—Conocedme, pues. Soy rey elegido y coronado
del reino del que procedo.
—¡Qué prosperéis con grandeza! —le deseó
Elphín— ¿Qué reino es ése, mi señor? Yo mismo soy rey de todas las tierras que
conozco.
—Ese reino es Arawn —respondió con
solemnidad el jinete—. Soy Anawn de Arawn.
Elphín se quedó mudo de asombro al oír ese
nombre, ya que traía mala suerte conversar con alguien de las tierras oscuras…
y más aún con el misterioso Rey Druida. Pero como se había comprometido a pagar
su deuda, no tenía otra elección que mantener su palabra si no quería provocar
mayor deshonor y desgracia sobre su reino y su propia persona.
—Decidme pues, ¡Oh Rey!, si así lo queréis,
cómo puedo enmendar mi desagravio y recuperar vuestra estima y obedeceré de
buen grado.
—Escuchádme, Rey Elphín; así la recuperaréis
—explicó Anawn—. Un hombre cuyo reino limita con el mío me declara la guerra
continuamente. Es Gudwyn, un noble traidor de Arawn.
“Si me liberáis de su acoso —continuó—, lo
cual para un gran rey como vos no debería resultar difícil, el daño será
reparado, la deuda saldada y vos y vuestros descendientes seguiréis viviendo en
paz conmigo y manteniendo el honor que se os supone.
El Rey Oscuro pronunció unas misteriosas y
arcanas palabras en un idioma desconocido y Elphín tomó la apariencia de Anawn,
de modo que hubiera sido imposible diferenciarlos.
—Como podéis comprobar, ahora tenéis mi
forma y aspecto; por lo tanto, id a mi reino, ocupad mi lugar y gobernad como
más conveniente creáis hasta que, a partir de mañana, se cumpla justo un año.
Transcurrido ese tiempo volveremos a encontrarnos en este mismo lugar.
—¿Y cómo reconoceré al enemigo del que me
habláis? —preguntó Elphín.
—Gudwyn y yo estamos comprometidos por un
juramento a encontrarnos dentro de un año, esta misma noche, en el vado del río
que separa nuestras tierras. Tú estarás en mi lugar, y si le asestas un único
golpe mortal, no sobrevivirá. Pero por mucho que te suplique que le golpees de
nuevo y le remates, no lo hagas; ni siquiera le escuches. Yo he luchado muchas veces
contra él y después de rematarlo, por algún extraño conjuro, siempre reaparecía
ileso y sin un rasguño a la mañana siguiente.
—Muy bien —concedió Elphín—, haré lo que
pedís. Pero, ¿qué le sucederá a mi reino durante mi ausencia?
Anawn pronunció de nuevo aquellas palabras
antiguas y oscuras y pasó e tomar el aspecto de Elphín.
—Ningún hombre o mujer de tu reino notará el
cambio —aseguró—. Yo ocuparé tu lugar, al igual que tú lo harás con el mío.
Y de esta forma se pusieron en marcha. Elphín
cabalgó a las profundidades del reino de Anawn y llegó varios días después a su
castillo, con los más hermosos torreones, almenas, salones, patios y
dormitorios que hubiera visto jamás. Los sirvientes salieron a recibirlo y le
ayudaron a quitarse el traje de caza; a continuación lo vistieron con las más
preciadas sedas y le condujeron hasta un gran salón, al que entró también una
compañía de soldados, la más espléndida y mejor formada guardia que hubiera
imaginado. La reina estaba allí, la mujer más hermosa de todas las de su época,
como bien cantaban en sus canciones los bardos, ataviada con una túnica de
terciopelo azul con bordados de oro y una larga melena de rizos y bucles rubios
que brillaba como la luz del sol sobre el trigo dorado.
La reina ocupó su lugar a la diestra de él y
se pusieron a conversar. A Elphín le pareció la más encantadora, dulce,
considerada, amable y complaciente de las compañeras. Su corazón se deshacía
por ella, y deseó con todo su pensamiento llegar a tener algún día una reina
para él la mitad de noble y hermosa que aquella. Pasaron la cena en agradable
conversación, entre buenos manjares y exquisito vino, bellas canciones y
entretenimientos de toda clase.
Cuando llegó la hora de dormir, ambos se
fueron al lecho. Sin embargo, tan pronto como estuvieron acostados, Elphín se
volvió de cara a la pared dando la espalda a la reina. Así sucedió cada noche
desde entonces en el transcurso del año siguiente. Cada mañana volvía a reinar
el afecto y la ternura entre ellos, pero no importaba. Pese a la amabilidad que
pudiera existir en las palabras que se dirigían durante el día, no hubo ni una
sola noche diferente de la primera.
Elphín pasó aquel año entre celebraciones y
cacerías al tiempo que gobernaba el reino de Arawn equitativamente, con
sabiduría y justicia, hasta que llegó la noche, recordada muy bien incluso por
el más humilde habitante del reino, en que debía tener lugar el duelo con
Gudwyn. Se preparó pues para asistir al encuentro, al sitio acordado,
acompañado por los nobles de su reino.
Cuando llegaron al vado, apareció un jinete
que gritó:
—¡Caballeros, prestad atención! Este es un
encuentro entre dos caballeros, y entre sus dos cuerpos tan sólo. Cada uno de
ellos reclama las tierras del otro, por lo tanto, apartémonos y dejemos que
diriman entre ellos sus diferencias.
Los dos jinetes cabalgaron al encuentro sin
apartar el uno la mirada del otro ni un sólo instante. Elphín arrojó su lanza y
la clavó en medio del emblema del escudo de Gudwyn, partiéndolo en dos y provocando
que cayera hacia atrás, sujetando aún su lanza sobre la grupa del caballo,
yendo a dar con sus huesos en tierra, con una profunda herida en el pecho, allí
donde la lanza había seccionado el escudo.
—¡Gran Señor! —gritó Gudwyn— No conozco
ninguna razón por la que deseéis hacerme sufrir. Ya que me habéis herido de
muerte, os suplico por todos los dioses que pongáis fin a mi sufrimiento.
—Señor —respondió Elphín recordando el aviso
de Anawn—, lamento tener que hacer esto. Encontrad a otro hombre que os mate,
pues yo no lo haré.
—Leales caballeros —suplicó Gudwyn a sus
señores—, sacadme de aquí. Mi muerte es segura ahora y ya no podré
proporcionaros más mi apoyo.
Elphín, que para todos los presentes era
Anawn, se volvió hacia los nobles caballeros y exclamó:
—¡Súbditos míos, poneos de acuerdo ahora y
decidid quién me debe lealtad!
—¡Rey Anawn! —exclamaron todos, tanto del
bando propio como del ajeno— ¡Todos os la debemos, ya que no hay más rey ahora
que vos en Arawn!
Y entonces le rindieron homenaje, le juraron
obediencia y pleitesía, y Anawn tomó posesión de todas las tierras en litigio.
Al mediodía de la mañana siguiente los dos reinos ya estaban en su poder, así
que se puso en marcha para cumplir su cita con el otro rey, que aguardaba su
llegada. Y ambos se alegraron de volverse a ver.
—¡Qué los dioses os recompensen por vuestra
amistad hacia mí! —exclamó alegre el verdadero Anawn— ¡Me he enterado de
vuestro éxito!
—Sí —replicó Elphín—, cuando lleguéis a
vuestro hogar podréis comprobar que vuestros dominios han crecido.
—Escuchadme pues —dijo Anawn—. En
agradecimiento, cualquier cosa que hayáis deseado de mi reino será vuestra.
Entonces Anawn pronunció las ya conocidas
palabras mágicas y se produjo de nuevo la transformación, recuperando cada rey
su apariencia verdadera, tras lo cual ambos regresaron de nuevo a sus
respectivos reinos. Cuando Anawn llegó a su castillo, se sintió muy feliz y
complacido de volver a encontrarse de nuevo entre los suyos. Sobre todo de
volver a tener entre los brazos a su amada reina, a la que tanto había echado
de menos en el último año. En cambio, los soldados y sirvientes, que no habían
sentido su falta ni vieron nada extraño en su presencia allí, le trataron como
de costumbre.
Pasó el día disfrutando de su compañía y
conversación. Después de la cena y las diversiones, cuando llegó el momento de
irse a dormir, la reina y él se acomodaron en su lecho. Al principio el rey le
habló, luego la acarició cariñosamente, y después hicieron el amor. Ella, que
hacía ya un año que no conocía tal cosa, se dijo para sí:
“¡Palabra de honor, que diferente esta noche
de cómo se ha comportado durante el último año!”
Y pensó en ello durante toda la noche. Y
seguía pensando cuando Anawn despertó y le habló. Al no obtener respuesta de
ella, la interpeló de nuevo, y a continuación una tercera vez. Finalmente, le
preguntó:
—Mujer, ¿por qué no me contestas?
—Te diré la verdad —respondió volviéndose
hacia él—. No había hablado nada durante un año en estas mismas circunstancias.
—¡Mi señora! Yo creía que habíamos hablado
continuamente, como siempre.
—¡Qué me muera de vergüenza —replicó la
reina—, si durante este último año, desde el momento en que nos metíamos entre
las sábanas, ha habido cariño o conversación entre nosotros; ni tan siquiera me
mirabas a la cara! ¡Mucho menos cualquier otra cosa!
“Dioses del cielo y de la tierra, pensó
Anawn, qué hombre tan extraordinario he encontrado como amigo. Una amistad tan
fuerte e inquebrantable merece ser recompensada”.
Y le explicó a su esposa todo lo que había
sucedido en el último año.
—Confieso —explicó ella cuando él hubo
terminado—, que en lo que respecta a luchar contra la tentación y mantenerme
fiel a ti, encontraste un magnífico aliado.
Entretanto Elphín llegó a su propio reino y
empezó a hacer preguntas entre sus nobles y siervos para sondear lo acontecido
durante el último año sin que ellos sospecharan nada.
—Rey y señor —le dijeron—, vuestro criterio
no pudo ser mejor, nunca os habíais mostrado tan amable y comprensivo, y jamás
tan dispuesto a utilizar vuestros bienes en favor del pueblo. A decir verdad,
nunca habíais gobernado con tanta justicia como el pasado año. Por
consiguiente, os damos las gracias de todo corazón.
—¡No me deis las gracias a mí! —replicó el
rey— Dádselas más bien al hombre que ha realizado todas esas acciones en mi
lugar –observó que lo miraban boquiabiertos y procedió a relatarles la
historia. Todos se asombraron de su lealtad y castidad.
Porque Elphín, a pesar de ser un rey apuesto
y aun joven, no tenía reina. Recordó a la hermosa dama que había sido su
supuesta esposa en Arawn y suspiró por ella, dando largos paseos nocturnos por
las solitarias colinas que circundaban su palacio.
Una noche, a la hora del crepúsculo, se
encontraba de pie sobre un montículo de piedra contemplando parte de la
inmensidad de sus dominios, cuando ante él apareció un anciano que le dijo:
—Es característico de este lugar que quien
se siente sobre este promontorio, sufrirá en breve un profundo cambio en su
vida; o bien recibirá una herida terrible y morirá, o bien presenciará un
maravilloso prodigio.
—La verdad es que en mi presente estado,
poco me importa vivir o morir, pero bien que podría animarme algo el contemplar
una visión maravillosa. Por lo tanto, aquí seguiré posado y que acontezca lo
que deba ser.
Elphín siguió sentado mientras el anciano
desaparecía tras el recodo de un camino. De pronto contempló a una mujer
montando una magnífica yegua blanca, pálida como la luna cuando se alza sobre
los campos en la época de la cosecha. Iba engalanada con telas y sedas bordadas
en plata y oro y cabalgaba hacia él con paso lento y firme.
El rey bajó de su improvisado trono para ir
a su encuentro, pero cuando llegó al camino que discurría al pie de la colina,
ella se había alejado. La persiguió tan deprisa como sus pies podían llevarle,
pero cuanto más intentaba darle alcance más se distanciaba ella. Por fin
abandonó la persecución y regresó a sus aposentos.
No obstante, pensó en aquella visión toda la
noche y concluyó:
“Mañana por la noche, me sentaré de nuevo en
el mismo sitio y llevaré conmigo el caballo más veloz de todo el reino”.
Así lo hizo. Y una vez más observó a la
doncella que se acercaba. Elphín saltó sobre la silla de su corcel y lo espoleó
para salir a su encuentro. Sin embargo, a pesar de que ella mantenía a su
espléndida montura al paso, y él marchaba al trote, cuando llegó al pie de la
colina, ella se hallaba ya demasiado lejos. El caballo del rey salió como un
rayo al galope tras su estela pero, aunque volaba veloz como un huracán
furioso, no le sirvió de nada; cuanto más rápido la perseguía, más era la distancia
que se interponía entre ellos.
Elphín se maravilló de aquel extraordinario
suceso y dijo:
—Por los dioses que es inútil perseguir a la
dama. No sé de ningún caballo que sea más rápido que éste y ni siquiera ha
conseguido acercarse un poco más de lo que estaba al principio —y su corazón se
sintió tan desdichado que gritó invadido por un gran dolor mezclado con rabia:
—¡Doncella, por el bien del hombre al que
améis, esperadme!
La mujer se detuvo y volvió hacia él. Cuando
llegó a su lado, retiró el velo de seda que le cubría el rostro. Y he aquí que
se encontró con la mujer más bella y hermosa que hubiera contemplado cualquier
mortal de sus nueve reinos. Más bella que una primavera entera sembrada de
flores, que la primera nevada del invierno, que el cielo estrellado de una
noche de verano, que los colores ocres del otoño.
—Os esperaré de buen grado —comentó
risueña—: y hubiera sido mejor para vuestro caballo si lo hubieseis pedido
antes.
—Señora —dijo él amablemente—, ¿de dónde
venís? Y decidme, si podéis hacerlo, la naturaleza de vuestro viaje.
—Mi señor —añadió la dama en tono
respetuoso—, viajo en una misión secreta y me alegro de encontraros.
—Sed bienvenida entonces —saludó Elphín,
mientras pensaba que la belleza junta de todas las hermosas damas que había
conocido, eran insignificantes comparada con aquella musa de ensueño.
—¿Cuál es entonces, si me permitís
preguntarlo, el motivo de esa misión?
—Por supuesto que podéis; el motivo de mi
búsqueda no era otro que vos.
Elphín sintió que el corazón le daba un
vuelco en el pecho.
—Esa resulta ser una excelente búsqueda
desde mi punto de vista pero, ¿quién sois?
—Mi nombre es Rhiannon; soy hermana de Anawn
de Arawn.
El rey no daba crédito a lo que escuchaba.
—No sabía que mi buen amigo Anawn tuviera
una hermana.
—Ahora lo sabéis —contestó la muchacha—.
Además de un buen rey, y de un maravilloso hermano, es un loable amigo para
aquellos que se lo demuestran. Aquí estoy para vos, y si me rechazáis, jamás
amaré a nadie más.
Elphín seguía sin poder creer lo que estaba
sucediendo, pero se dejó llevar por la fuerza de aquel maravilloso prodigio y
el encanto de la doncella.
—Hermosa criatura, si pudiera escoger entre
todas las mujeres de este mundo y de cualquier otro, mi dama siempre seríais
vos.
La muchacha sonrió, y brilló tal felicidad
en sus ojos que Elphín tuvo que entrecerrar los suyos para no quedar cegado.
—Muy bien, mi señor —dijo Rhiannon—. Venid
pues al castillo de mi hermano donde va a celebrarse una gran fiesta, y pedid
allí mi mano.
—Con mucho gusto lo haré —concluyó Elphín
inclinándose ante su señora.
Y así fue como el Señor de los nueve reinos
de Rieland y los cinco mares que los circundaban, contrajo matrimonio con la
hermana de su buen amigo, Anawn de Arawn, y pudo tener, al fin, su propia
reina; Rhiannon, la Reina Druida, con la que compartió un reinado próspero y
feliz.
Juanma – 16
Diciembre - 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario