
Y se pregunta el
porqué de los enigmas sin solución. Y recuerda que, desde tiempos ancestrales,
hasta en la más absoluta oscuridad se colaban a veces también algunas esquirlas
de luz. Abre los ojos con temor y dificultad y le atenaza esa nada tan
característica que sólo por su nombre consigue llegar a ser apenas algo.
No
tiene nombre porque es ausencia pura, pero siempre acecha ahí, agazapada; y te
desafía. Al cabo de un tiempo, uno logra calmarse lo suficiente y consigue
distinguir algo de entre sus cosas; la mesa llena de libros, cuadernos, lápices
y mil sombras, la puerta entreabierta (emblema de todos los terrores de la
niñez), el espejo roto (mostrando una versión tenebrosa y difuminada de las
tinieblas, que al mismo tiempo aterra y seduce), un cuadro torcido en la pared,
la misma pared resquebrajada...
Entonces parece
que no nos queda otra opción que preguntar el porqué de todo, que prejuzgar,
que indagar, profundizar, husmear... y no siempre es acertado. En la oscuridad
no hay que husmear, y mucho menos en la noche. Tampoco hay que huir de ella. Ni
eludirla. Simplemente está ahí. Y hay momentos en que nos enseña su lado
oculto. Ése que tiene matices más brillantes que la propia luz.
La oscuridad posee
ese sabor tácito e imborrable que no tiene nombre, pero que es dulce, mágico y
delicioso. La oscuridad saca a la luz todo aquello perdido, huido u olvidado de
nosotros mismos. Nos ayuda a afrontar nuestros miedos más íntimos y profundos
para que luego, ya de día, podamos superarlos y vencerlos...
Juanma - 13 -
Diciembre - 2015
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