“¿No
es cierto que todo sueño, aún el más confuso, es una visión extraordinaria que,
incluso sin pensar que nos la haya podido mandar Dios, podemos verla como un
gran desgarrón que se abre en el misterioso velo que con mil pliegues cubre
nuestro interior?”
(
Novalis )
Zoeida
Era una ciudad
inimaginable, hermosa como pocas. Como ninguna, si nos permiten las ciudades
invisibles. Serena, majestuosa, de cuento de hadas. A su alrededor, una
majestuosa y colosal muralla de hielo la protegía y daba esplendor. Qué
hechizo, magia o invento impedía que el hielo se derritiera, era un misterio
para todos. Desde la lejanía, quizás por las condiciones de difusión de la luz,
tal vez por el efecto óptico de ésta, un matiz azulado proporcionaba a la
muralla un color y aspecto celestiales.
Su contemplación más que gustar o
fascinar, embelesaba los sentidos. De puertas para adentro, la ciudad era aún más fascinante
y conmovedora. Los palacios y catedrales, de altas torres y cúpulas, brillaban
con luz propia. Unos eran de dorados, otros nacarados, algunos más brillaban
con todos los colores del arco iris; aquí adornados con diamantes, allá con
esmeraldas, y en casi ninguno faltaba el oro en grandes cantidades. Algunas
mansiones y edificios más pudientes habían sido construidos con delicado
cristal, zafiros o rubíes. Todas las calles y avenidas, amplias pero retorcidas
como un ovillo, estaban adornadas por filas de árboles enormes, dantescos, que
se perdían en la altura, allá donde no alcanzaba la vista humana, como
queriendo hacer cosquillas con sus copas más altas en las plantas de los
imponentes pies del cielo. En primavera, el colorido de sus flores daba, si
cabe, aún más alegría y fastuosidad a la ciudad.
Por ella paseaban, en perfecta armonía y
convivencia, hombres y animales. Los niños jugaban con fieras de aspecto
peligroso igual que con sus mascotas, las mujeres montaban a lomos de hermosos
corceles y unicornios y los ancianos acariciaban con la misma ternura a perros
y lobos. Surcando los cielos águilas, halcones y otras mil aves multicolor
animaban con su variedad y melodías las siempre diferentes, aunque siempre
hermosas, auroras zoedianas. Pintorescos y divertidos bufones y payasos
entretenían y animaban a los más pequeños en las numerosas plazas y mercados de
la ciudad. En el centro de cada plaza se situaba un estanque de aguas templadas
y serenas, adornando con sus reflejos cristalinos las casas de alrededor.
Dentro de ellos flotaban y vivían plantas acuáticas, nenúfares y peces
tropicales de todas las especies y colores imaginables.
Pero, quizá,
lo que más llamaba la atención de tan singular paraje era el lago. Un hermoso
lago de aguas serenas y diáfanas, habitado y animado por focas y delfines que,
con su gracia e inteligencia, copaban el cariño y simpatía de todos, a la vez
que hacían las delicias de niños… y quizás no tan niños. El lago se encontraba
situado al pie de la Gran Montaña; una montaña inmemorial que se erguía
imponente frente a la majestuosidad del paisaje, desafiando al firmamento como
una diosa inmortal, con la cima cubierta de nieves eternas a modo de bufanda.
La montaña marcaba el centro mismo de la ciudad; a su alrededor se expandían las
calles y avenidas, como anillos brillantes, círculos concéntricos que, como
ondas refulgentes, se perdían en la distancia, allá donde la hermosa muralla
glacial asomaba con orgullo su grandeza.
Eo soñaba con Zoeida todas las noches. En su recién estrenada
adolescencia, la ciudad de los sueños de su niñez se había vuelto más nítida,
más cristalina, casi real. Estaba convencido de su existencia, pues llevaba
soñando con ella toda su vida. Al menos toda la vida que recordaba. Noche tras
noche, mes a mes, año tras año. Y eso tenía que significar algo; una visión,
una premonición, tal vez un aviso. Pero no sabía dónde buscarla.
Eo era
huérfano. Sus padres habían muerto calcinados cuando el bosque ardió e incendió
su casa. Era muy pequeño entonces; un niño vivo, curioso, inquieto. Puede que
eso le hubiera salvado la vida, pues la mañana del desastre había salido,
alegre y juguetón, tras unas ardillas traviesas que, salto tras salto, le
habían conducido lejos, hacia el corazón del bosque, hasta la orilla del lecho
de un gran río.
Cuando
regresó, bien alto ya en su camino el sol de mediodía, ya era tarde. De la
parte del bosque que había conocido y sido su hogar tan sólo quedaban árboles
carbonizados, desnudos como osamentas, animales muertos y cenizas humeantes. De
su casa ya no quedaba ni rastro.
Eo era
pequeño, pero compendió lo sucedido y lloró. Lloró amargamente porque sabía que
toda la vida que había conocido anteriormente había acabado y que si hubieran
estado en Zoeida aquello no habría sucedido.
¿Cuántas
veces le había hablado a su padre de aquella ciudad, cuántas veces la había
descrito emocionado ante su madre, cuántas veces había tratado de convencerlos
de que debían buscarla e ir a vivir allí?
No lo
recordaba. No sabía contar bien, pero tantas como estrellas en el cielo, pensó.
Sus padres se limitaban a sonreír y decirle que aquél lugar no existía, que era
sólo fruto de su imaginación y que su hogar estaba allí, en aquel bosque. Pero
él en su fuero interno sabía que era real, tenía que existir; él contemplaba
Zoeida todas las noches. Sabía ya incluso de memoria sus calles y avenidas,
tabernas y foros, templos y plazas…
Eo no tenía
hermanos ni conocía de la existencia de ningún otro pariente cercano, así que
después del incendio, una familia de granjeros que vivía en las lindes del
bosque, le acogió. Pero ya nada volvería a ser como antes del desastre.
Aquellos nuevos padres nunca le demostraron cariño. Para él eran unos
desconocidos. No le dispensaban el mismo trato, no le ofrecían los mismos
favores… ni siquiera la ropa y la comida eran las mismas que las de sus
hermanastros. Le hacían trabajar duro, más duro que a ellos, recogiendo leña,
acarreando agua o pieles, echando de comer a los animales, limpiando los
graneros… Con frecuencia, cuando hacía algo mal o rompía sin querer algún
objeto de valor, era castigado, azotado sin compasión y privado de la escasa
libertad de que disponía; todo aquello ante la burla y risas de aquellos
impuestos nuevos hermanos. Aquella nunca fue una verdadera familia para él y
tuvo que vivir la misma situación durante largos años de pesadilla. Sólo el
sueño de Zoeida le devolvía la sonrisa, le mantenía despierto, le proporcionaba
fuerzas para seguir viviendo.
Una madrugada
despertó con la imagen de Zoeida grabada todavía hondamente en su memoria. Y
decidió que había llegado el día, la hora y el momento de ponerse en marcha, de
dar vida a su sueño, de buscar su nueva casa. Su verdadero hogar.
No estaba
dispuesto a soportar aquel infierno ni un solo día más. Una mañana se levantó
con cuidado y en silencio antes de despuntar el alba, antes de que el resto de
la familia se pusiera en pie y, metiendo en una pequeña mochila toda la comida
que pudo y sus ropas más queridas, escapó.
Eo había sufrido
ese cambio que todos los muchachos sufren en la adolescencia. Su voz se había
tornado más grave, sus músculos más marcados y fuertes, y una ligera sombra, de
pelusa más que barba, le cubría con ternura el rostro. El cabello le caía en
largos mechones rubios a ambos lados de la cara y descansaba descuidadamente en
sus hombros camino de la espalda. Se había visto obligado a cambiar sus ropas
cuando su cuerpo había decidido estirarse y crecer. Llevaba ya dos años vagando
en solitario, dos años desde que emprendiera su solitaria fuga.
Dos años
buscando. Había preguntado por aquí y por allá, a granjeros, peregrinos y
campesinos por la ciudad de sus sueños. Pero nadie había oído nunca hablar de
Zoeida. Sus pasos le habían conducido de manera atormentada a decenas de
aldeas, pueblos y pequeñas ciudades. Pero Zoeida era un enigma para todo el
mundo. Se había sentado a menudo sobre una roca en los acantilados, frente al
mar, a mirar hacia lo lejos, hacia el horizonte, pensando en aquellos países
lejanos al otro lado de las aguas, donde quizás se levantara la ciudad de hielo. Por las tardes bajaba a los
puertos a preguntar a los marineros y pescadores que regresaban de tierras y
mares lejanos, de largos viajes y batallas o en busca de pesca o especias. Pero
ni el más anciano de todos ellos tenía el más mínimo conocimiento de la
existencia de tal lugar.
Pero todos los reveses y decepciones no mermaban su
ilusión y la certeza de que sus esfuerzos se verían recompensados algún día.
Lejos de ello, cada nueva negativa acrecentaba su valor, sus ganas, su
decisión. Se había embarcado en una cruzada de lo que sólo podía imaginar dos
desenlaces posibles; el triunfo o la muerte. Pero la palabra derrota no
figuraba en ninguna de las páginas de su diccionario, y menos aún dentro de su
vocabulario. Dedicaría su vida entera a la búsqueda de Zoeida, hasta el fin de
sus días, hasta el postrero hálito de vida. En sus pensamientos no había cabida
para ninguna otra cosa.
Triunfar o
morir.
El mundo tal
como él lo imaginaba, no guardaba sitio para los cobardes, para los fracasados,
para los perdedores. Los acontecimientos de su niñez habían marcado toda su
vida y ahora no era el momento de echarse atrás. Encontraría Zoeida aunque
fuese agonizando y aunque fuera tan sólo
para honrar la trágica muerte de sus padres.
Con esa palabra en la mente, en su alma, en el corazón,
transcurrieron los meses. Y con el paso y la acumulación de éstos, el devenir
de los años. La esperanza no decrecía, pero sí la vida, las fuerzas y el tiempo
que le quedaba por delante.
No se conformó
con preguntar. Trabajó, ahorró todas las monedas que pudo, embarcó y viajó por
todo el mundo conocido. País por país, ciudad tras ciudad, paso a paso;
infatigable. Pero el resultado no variaba con el cambio de paisaje. La
respuesta era siempre la misma en todas partes, en cualquier lugar. Zoeida, si
existía, debía ser una ciudad de leyenda, de sueño infantil, de cuento de
hadas. Eo no lo aceptaba de buen grado y seguía viajando, navegando y
preguntando. En algún lugar tenía que levantarse Zoeida, esperándole. Y él
pensaba acudir a su llamada, a su confianza, a si fiel espera.
Pero con el
transcurso de los años pasó su juventud y quedó atrás su madurez, sumergiéndose
en la acechante y siempre esquivada vejez. Y por falta de fuerzas, que no de
ganas, abandonó la búsqueda y volvió a su país natal a quemar sus últimas
jornadas, a escribir el epílogo del libro de su vida.
Escogió como
última morada una escondida cueva olvidada, perdida en los recovecos de una
gran montaña, al pie de un extenso lago. Estaba a punto de expirar cuando un
muchacho que pasaba por allí lo encontró tirado abandonándose al abrazo de la
muerte. El anciano lo contempló con una sonrisa y lo acogió como un regalo de
la providencia, un envío de los dioses.
Así fue como
Eo narró su desdichada historia a Tengel para que no cayera en el olvido, para
que toda su búsqueda, esperanza y sufrimiento no hubieran sido en vano y para
que otros, después de él, supieran de Zoeida y ¡quién sabe! si alguno de ellos
tal vez pudiera encontrarla.
Nada más expirar Eo, Tengel acudió a una aldea cercana en
busca de un pico y una pala y, allí mismo, en el interior de la cueva que había
escogido como lugar de descanso y lecho de muerte, el muchacho cavó una fosa y
le dio sepultura. Rezó por él amargamente, con los ojos anegados en lágrimas.
Tras el
entierro, Tengel salió de la cueva, dejó a un
lado las herramientas y se sentó solemnemente sobre una roca. Allí permaneció
quieto y en silencio, con el rostro sereno muchas horas, con el pensamiento y
la mirada vagando lejos, en el vacío, quizás en Zoeida.
Después de una
larga espera, a punto de caer la noche, se levantó como un resorte, con
resolución, como si acabara de tener una brillante idea; miró hacia la cumbre
de la montaña y después hacia el lago, recogió del suelo el pico y la pala y,
con una enigmática sonrisa en los labios, comenzó a cavar en aquel mismo lugar.
Transcurrieron
las jornadas y allí seguía Tengel, entregado a su trabajo, sin desfallecer, con obstinación y
firmeza. Poco a poco comenzaron a llegar curiosos que le habían observado
trabajar. Todos le preguntaban lo mismo; la causa de su esfuerzo firme,
decidido y solitario. Y él, sin abandonar su cálida sonrisa, respondía a todos
lo mismo.
Zoeida.
Así fue como contó a los lugareños y viajeros que se
acercaban hasta allí la triste historia de Eo. Y así fue como muchos se unieron
a él en una empresa sin precedentes. Comenzaron a cavar, a extraer tierra, a
preparar el terreno, a allanar los caminos, a traer materiales. Cada día iban
llegando gentes nuevas de todos los lugares del mundo, gentes que habían
conocido la noticia y querían sumarse y unir sus fuerzas en aquella maravillosa
empresa, aquella deliciosa quimera que comenzaba a tener visos de realidad y
que mantenía unida y feliz a aquella ingente masa de campesinos, granjeros,
pescadores y comerciantes transformados ahora en incansables obreros.
De países
lejanos comenzaron a llegar materias primas así como metales preciosos; oro,
plata, diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, topacio, ámbar, amatista y
delicado cristal. Lo que en un principio había parecido una utopía, un
imposible, se fue tornando poco a poco en un sueño realizable, una futura
realidad. Arquitectos y delineantes dibujaron los planos para que los obreros
pusieran los cimientos y alrededor de aquella montaña comenzaran a levantarse
las cristalinas casas y espléndidos edificios que fueron dando forma a los
perfiles de una impresionante ciudad.
La tarea llevó
años, lustros y décadas. Fue una obra faraónica, inimaginable para quien no
contemplara a aquella ingente cantidad de obreros trabajando como poseídos en
pos de un sueño común. Conforme los barrios iban quedando terminados en un
sinuoso ovillo de calles, canales y avenidas, fueron también llegando árboles y
plantas, no conocidos por aquellos lares, de países del otro lado del mar. Y al
mismo tiempo que la ciudad seguía su lenta pero incansable construcción, los
mismos obreros comenzaron a adquirir viviendas para instalarse y comenzar a
habitar la ciudad, trayendo consigo también a sus familias para que fueran
dando alegría y vida al lugar. Las aves exóticas, las fieras amaestradas, los
peces tropicales y las focas y delfines fueron los últimos en llegar.
La ciudad quedó levantada. Imponente y majestuosa como no
se conocía otra en ningún otro confín de todo el mundo conocido. Tan sólo un
detalle restaba para hacer realidad por completo el sueño de Eo; la hermosa
muralla de hielo.
Pero si bien
todo lo demás había sido posible gracias al esfuerzo, la colaboración, las
ganas, el deseo y la ilusión, nadie sabía cómo hacer posible aquel último
detalle. Se celebraron extensas reuniones y consejos en los que se discutía
acaloradamente sobre las fórmulas que podían utilizarse, pero nadie sabía
ofrecer una solución válida, una respuesta factible… o tan sólo una
alternativa. Aunque complicado, era posible traer grandes masas de hielo e
icebergs de los lejanos países del norte, se podían tallar los bloques y
construir la muralla, pero no se podía desafiar a las leyes de la naturaleza,
no se podía soñar con que fuera a permanecer allí erguida desafiando al sol y
al viento, sin derretirse con el tibio latigazo del calor ni fundirse con el
implacable paso del tiempo.
Al no
encontrar una opción mejor, decidieron poner en marcha este último proyecto; si
bien no era posible conseguir que el hielo permaneciera inalterable y no se
fundiera, si bien no podía prosperar el deseo de todos de que el sueño fuese eterno,
pues al fin y al cabo toda aquella obra mastodóntica no había sido más que eso,
un hermoso sueño, sí podían conseguir, en cambio, levantar la muralla y ponerla
en pie aunque fuese tan sólo por unas horas o días y, dedicar así, tal y como
la imaginó, la obra completa a la memoria de Eo.
Grandes barcos
zarparon en dirección al norte, hacia los lejanos países y mares helados, en
busca de icebergs y grandes masas de hielo. Pocos meses después comenzaron a
regresar los primeros de ellos a puerto. Y todos los habitantes se unieron de
nuevo en la tarea y empeño de tallar, esculpir, dar forma y levantar aquellos
bloques alrededor de la ciudad de ensueño.
Y un par de
años más tarde, la ciudad quedó al fin en pie, levantada, erguida orgullosa con
grandeza y maestría, espléndida y reluciente como un sueño, brillante como una
estrella.
Sólo que ahora ya no era un sueño.
Y nadie pudo
explicarlo después. O más bien sería correcto que nadie supo explicarlo jamás,
pues el misterio y el enigma siguen aún ahí…pero el caso es que el hielo no
sólo no se fundió, sino que fue ganando en firmeza y consistencia con el paso
del tiempo, adquiriendo aquel tono azulado que todos habían imaginado y
vislumbrado en sus sueños, tal y como Eo lo había descrito.
Cada vez que
llegaba el verano y las largas jornadas de sofocante calor parecían poner en
peligro la vida de la muralla, como por mandato divino llegaban las nieves y el
frío, que en circunstancias normales no tenían cabida y lugar en aquella época,
restituyendo las mermas y pérdidas que el sol hubiera podido ocasionar. Ninguno
lo comentaba en voz alta, pero todos pensaban que era el espíritu de Eo el que
estaba detrás de todo aquel misterio, velando su obra, protegiendo con cariño
aquello que su imaginación y toda una vida de viajes y empeño habían forjado
plantando la semilla que tiempo después, gracias a Tengel germinaría.
A todo esto,
habían pasado muchas décadas y el joven Tengel se había convertido en un
apacible y feliz anciano que andaba siempre rodeado de una legión de hijos y
maravillosos nietos. Cuando éstos le preguntaban cómo había podido hacerse
realidad lo que para ellos era ya toda una inexplicable leyenda, Tengel sólo
podía sonreír y contestar:
“Hay algunos
sueños tan hermosos, tan llenos de vida, magia y significado que no pueden
morir y evaporarse al despertar, tienen que seguir avanzando, como las olas del
mar hacia su orilla, hasta que consigan hacerse realidad.”
En los últimos
años, Tengel subía todos los días a la cueva de la montaña y se sentaba allí,
frente a la tumba de Eo, sonriente y radiante de dicha y felicidad,
contemplando el epitafio que ahora rezaba sobre un hermoso mausoleo del color
del lapislázuli.
“A Eo, verdadero
constructor de Zoeida.
De todos sus habitantes que jamás dejarán
morir el lugar que imaginaste para ellos.”
Y el anciano
murmuraba en silencio para sus adentros:
“Sí, tú la
imaginaste, tú dibujaste los planos, tú allanaste el terreno, tú preparaste los
cimientos. Incluso sin quererlo, encontraste la montaña y el lago. Yo tan sólo
tenía que poner en marcha el resto.”
Poco tiempo
después, unos niños que jugando pasaban por casualidad cerca de allí, lo
encontraron apoyado en una roca, frente a la tumba de Eo. Había dejado de
respirar. Pero la cándida sonrisa y la feliz mirada de Tengel seguían muy
vivas. Estaban cerca, muy cerca; allí mismo. En el lugar del que ya jamás se
irían.
Zoeida. La
ciudad azul.
Juanma Nova García – 10 – Septiembre – 2012
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