domingo, 13 de diciembre de 2015

ZOEIDA

“¿No es cierto que todo sueño, aún el más confuso, es una visión extraordinaria que, incluso sin pensar que nos la haya podido mandar Dios, podemos verla como un gran desgarrón que se abre en el misterioso velo que con mil pliegues cubre nuestro interior?”
 ( Novalis )




 Zoeida
     Era una ciudad inimaginable, hermosa como pocas. Como ninguna, si nos permiten las ciudades invisibles. Serena, majestuosa, de cuento de hadas. A su alrededor, una majestuosa y colosal muralla de hielo la protegía y daba esplendor. Qué hechizo, magia o invento impedía que el hielo se derritiera, era un misterio para todos. Desde la lejanía, quizás por las condiciones de difusión de la luz, tal vez por el efecto óptico de ésta, un matiz azulado proporcionaba a la muralla un color y aspecto celestiales.
      Su contemplación más que gustar o fascinar, embelesaba los sentidos. De puertas para adentro, la ciudad era aún más fascinante y conmovedora. Los palacios y catedrales, de altas torres y cúpulas, brillaban con luz propia. Unos eran de dorados, otros nacarados, algunos más brillaban con todos los colores del arco iris; aquí adornados con diamantes, allá con esmeraldas, y en casi ninguno faltaba el oro en grandes cantidades. Algunas mansiones y edificios más pudientes habían sido construidos con delicado cristal, zafiros o rubíes. Todas las calles y avenidas, amplias pero retorcidas como un ovillo, estaban adornadas por filas de árboles enormes, dantescos, que se perdían en la altura, allá donde no alcanzaba la vista humana, como queriendo hacer cosquillas con sus copas más altas en las plantas de los imponentes pies del cielo. En primavera, el colorido de sus flores daba, si cabe, aún más alegría y fastuosidad a la ciudad.
       Por ella paseaban, en perfecta armonía y convivencia, hombres y animales. Los niños jugaban con fieras de aspecto peligroso igual que con sus mascotas, las mujeres montaban a lomos de hermosos corceles y unicornios y los ancianos acariciaban con la misma ternura a perros y lobos. Surcando los cielos águilas, halcones y otras mil aves multicolor animaban con su variedad y melodías las siempre diferentes, aunque siempre hermosas, auroras zoedianas. Pintorescos y divertidos bufones y payasos entretenían y animaban a los más pequeños en las numerosas plazas y mercados de la ciudad. En el centro de cada plaza se situaba un estanque de aguas templadas y serenas, adornando con sus reflejos cristalinos las casas de alrededor. Dentro de ellos flotaban y vivían plantas acuáticas, nenúfares y peces tropicales de todas las especies y colores imaginables.
      Pero, quizá, lo que más llamaba la atención de tan singular paraje era el lago. Un hermoso lago de aguas serenas y diáfanas, habitado y animado por focas y delfines que, con su gracia e inteligencia, copaban el cariño y simpatía de todos, a la vez que hacían las delicias de niños… y quizás no tan niños. El lago se encontraba situado al pie de la Gran Montaña; una montaña inmemorial que se erguía imponente frente a la majestuosidad del paisaje, desafiando al firmamento como una diosa inmortal, con la cima cubierta de nieves eternas a modo de bufanda. La montaña marcaba el centro mismo de la ciudad; a su alrededor se expandían las calles y avenidas, como anillos brillantes, círculos concéntricos que, como ondas refulgentes, se perdían en la distancia, allá donde la hermosa muralla glacial asomaba con orgullo su grandeza.



Eo soñaba con Zoeida todas las noches. En su recién estrenada adolescencia, la ciudad de los sueños de su niñez se había vuelto más nítida, más cristalina, casi real. Estaba convencido de su existencia, pues llevaba soñando con ella toda su vida. Al menos toda la vida que recordaba. Noche tras noche, mes a mes, año tras año. Y eso tenía que significar algo; una visión, una premonición, tal vez un aviso. Pero no sabía dónde buscarla.

      Eo era huérfano. Sus padres habían muerto calcinados cuando el bosque ardió e incendió su casa. Era muy pequeño entonces; un niño vivo, curioso, inquieto. Puede que eso le hubiera salvado la vida, pues la mañana del desastre había salido, alegre y juguetón, tras unas ardillas traviesas que, salto tras salto, le habían conducido lejos, hacia el corazón del bosque, hasta la orilla del lecho de un gran río.
      Cuando regresó, bien alto ya en su camino el sol de mediodía, ya era tarde. De la parte del bosque que había conocido y sido su hogar tan sólo quedaban árboles carbonizados, desnudos como osamentas, animales muertos y cenizas humeantes. De su casa ya no quedaba ni rastro.
      Eo era pequeño, pero compendió lo sucedido y lloró. Lloró amargamente porque sabía que toda la vida que había conocido anteriormente había acabado y que si hubieran estado en Zoeida aquello no habría sucedido.
      ¿Cuántas veces le había hablado a su padre de aquella ciudad, cuántas veces la había descrito emocionado ante su madre, cuántas veces había tratado de convencerlos de que debían buscarla e ir a vivir allí?
      No lo recordaba. No sabía contar bien, pero tantas como estrellas en el cielo, pensó. Sus padres se limitaban a sonreír y decirle que aquél lugar no existía, que era sólo fruto de su imaginación y que su hogar estaba allí, en aquel bosque. Pero él en su fuero interno sabía que era real, tenía que existir; él contemplaba Zoeida todas las noches. Sabía ya incluso de memoria sus calles y avenidas, tabernas y foros, templos y plazas…
      Eo no tenía hermanos ni conocía de la existencia de ningún otro pariente cercano, así que después del incendio, una familia de granjeros que vivía en las lindes del bosque, le acogió. Pero ya nada volvería a ser como antes del desastre. Aquellos nuevos padres nunca le demostraron cariño. Para él eran unos desconocidos. No le dispensaban el mismo trato, no le ofrecían los mismos favores… ni siquiera la ropa y la comida eran las mismas que las de sus hermanastros. Le hacían trabajar duro, más duro que a ellos, recogiendo leña, acarreando agua o pieles, echando de comer a los animales, limpiando los graneros… Con frecuencia, cuando hacía algo mal o rompía sin querer algún objeto de valor, era castigado, azotado sin compasión y privado de la escasa libertad de que disponía; todo aquello ante la burla y risas de aquellos impuestos nuevos hermanos. Aquella nunca fue una verdadera familia para él y tuvo que vivir la misma situación durante largos años de pesadilla. Sólo el sueño de Zoeida le devolvía la sonrisa, le mantenía despierto, le proporcionaba fuerzas para seguir viviendo.
      Una madrugada despertó con la imagen de Zoeida grabada todavía hondamente en su memoria. Y decidió que había llegado el día, la hora y el momento de ponerse en marcha, de dar vida a su sueño, de buscar su nueva casa. Su verdadero hogar.
      No estaba dispuesto a soportar aquel infierno ni un solo día más. Una mañana se levantó con cuidado y en silencio antes de despuntar el alba, antes de que el resto de la familia se pusiera en pie y, metiendo en una pequeña mochila toda la comida que pudo y sus ropas más queridas, escapó.



 Eo había sufrido ese cambio que todos los muchachos sufren en la adolescencia. Su voz se había tornado más grave, sus músculos más marcados y fuertes, y una ligera sombra, de pelusa más que barba, le cubría con ternura el rostro. El cabello le caía en largos mechones rubios a ambos lados de la cara y descansaba descuidadamente en sus hombros camino de la espalda. Se había visto obligado a cambiar sus ropas cuando su cuerpo había decidido estirarse y crecer. Llevaba ya dos años vagando en solitario, dos años desde que emprendiera su solitaria fuga.
      Dos años buscando. Había preguntado por aquí y por allá, a granjeros, peregrinos y campesinos por la ciudad de sus sueños. Pero nadie había oído nunca hablar de Zoeida. Sus pasos le habían conducido de manera atormentada a decenas de aldeas, pueblos y pequeñas ciudades. Pero Zoeida era un enigma para todo el mundo. Se había sentado a menudo sobre una roca en los acantilados, frente al mar, a mirar hacia lo lejos, hacia el horizonte, pensando en aquellos países lejanos al otro lado de las aguas, donde quizás se levantara la  ciudad de hielo. Por las tardes bajaba a los puertos a preguntar a los marineros y pescadores que regresaban de tierras y mares lejanos, de largos viajes y batallas o en busca de pesca o especias. Pero ni el más anciano de todos ellos tenía el más mínimo conocimiento de la existencia de tal lugar.
     Pero todos los reveses y decepciones no mermaban su ilusión y la certeza de que sus esfuerzos se verían recompensados algún día. Lejos de ello, cada nueva negativa acrecentaba su valor, sus ganas, su decisión. Se había embarcado en una cruzada de lo que sólo podía imaginar dos desenlaces posibles; el triunfo o la muerte. Pero la palabra derrota no figuraba en ninguna de las páginas de su diccionario, y menos aún dentro de su vocabulario. Dedicaría su vida entera a la búsqueda de Zoeida, hasta el fin de sus días, hasta el postrero hálito de vida. En sus pensamientos no había cabida para ninguna otra cosa.
     Triunfar o morir.
     El mundo tal como él lo imaginaba, no guardaba sitio para los cobardes, para los fracasados, para los perdedores. Los acontecimientos de su niñez habían marcado toda su vida y ahora no era el momento de echarse atrás. Encontraría Zoeida aunque fuese agonizando y aunque  fuera tan sólo para honrar la trágica muerte de sus padres.



Con esa palabra en la mente, en su alma, en el corazón, transcurrieron los meses. Y con el paso y la acumulación de éstos, el devenir de los años. La esperanza no decrecía, pero sí la vida, las fuerzas y el tiempo que le quedaba por delante.
     No se conformó con preguntar. Trabajó, ahorró todas las monedas que pudo, embarcó y viajó por todo el mundo conocido. País por país, ciudad tras ciudad, paso a paso; infatigable. Pero el resultado no variaba con el cambio de paisaje. La respuesta era siempre la misma en todas partes, en cualquier lugar. Zoeida, si existía, debía ser una ciudad de leyenda, de sueño infantil, de cuento de hadas. Eo no lo aceptaba de buen grado y seguía viajando, navegando y preguntando. En algún lugar tenía que levantarse Zoeida, esperándole. Y él pensaba acudir a su llamada, a su confianza, a si fiel espera.
     Pero con el transcurso de los años pasó su juventud y quedó atrás su madurez, sumergiéndose en la acechante y siempre esquivada vejez. Y por falta de fuerzas, que no de ganas, abandonó la búsqueda y volvió a su país natal a quemar sus últimas jornadas, a escribir el epílogo del libro de su vida.
     Escogió como última morada una escondida cueva olvidada, perdida en los recovecos de una gran montaña, al pie de un extenso lago. Estaba a punto de expirar cuando un muchacho que pasaba por allí lo encontró tirado abandonándose al abrazo de la muerte. El anciano lo contempló con una sonrisa y lo acogió como un regalo de la providencia, un envío de los dioses.
     Así fue como Eo narró su desdichada historia a Tengel para que no cayera en el olvido, para que toda su búsqueda, esperanza y sufrimiento no hubieran sido en vano y para que otros, después de él, supieran de Zoeida y ¡quién sabe! si alguno de ellos tal vez pudiera encontrarla.



Nada más expirar Eo, Tengel acudió a una aldea cercana en busca de un pico y una pala y, allí mismo, en el interior de la cueva que había escogido como lugar de descanso y lecho de muerte, el muchacho cavó una fosa y le dio sepultura. Rezó por él amargamente, con los ojos anegados en lágrimas.
     Tras el entierro, Tengel salió de la cueva, dejó a un  lado las herramientas y se sentó solemnemente sobre una roca. Allí permaneció quieto y en silencio, con el rostro sereno muchas horas, con el pensamiento y la mirada vagando lejos, en el vacío, quizás en Zoeida.
     Después de una larga espera, a punto de caer la noche, se levantó como un resorte, con resolución, como si acabara de tener una brillante idea; miró hacia la cumbre de la montaña y después hacia el lago, recogió del suelo el pico y la pala y, con una enigmática sonrisa en los labios, comenzó a cavar en aquel mismo lugar.
     Transcurrieron las jornadas y allí seguía Tengel, entregado a su  trabajo, sin desfallecer, con obstinación y firmeza. Poco a poco comenzaron a llegar curiosos que le habían observado trabajar. Todos le preguntaban lo mismo; la causa de su esfuerzo firme, decidido y solitario. Y él, sin abandonar su cálida sonrisa, respondía a todos lo mismo.
     Zoeida.



Así fue como contó a los lugareños y viajeros que se acercaban hasta allí la triste historia de Eo. Y así fue como muchos se unieron a él en una empresa sin precedentes. Comenzaron a cavar, a extraer tierra, a preparar el terreno, a allanar los caminos, a traer materiales. Cada día iban llegando gentes nuevas de todos los lugares del mundo, gentes que habían conocido la noticia y querían sumarse y unir sus fuerzas en aquella maravillosa empresa, aquella deliciosa quimera que comenzaba a tener visos de realidad y que mantenía unida y feliz a aquella ingente masa de campesinos, granjeros, pescadores y comerciantes transformados ahora en incansables obreros.
     De países lejanos comenzaron a llegar materias primas así como metales preciosos; oro, plata, diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, topacio, ámbar, amatista y delicado cristal. Lo que en un principio había parecido una utopía, un imposible, se fue tornando poco a poco en un sueño realizable, una futura realidad. Arquitectos y delineantes dibujaron los planos para que los obreros pusieran los cimientos y alrededor de aquella montaña comenzaran a levantarse las cristalinas casas y espléndidos edificios que fueron dando forma a los perfiles de una impresionante ciudad.
     La tarea llevó años, lustros y décadas. Fue una obra faraónica, inimaginable para quien no contemplara a aquella ingente cantidad de obreros trabajando como poseídos en pos de un sueño común. Conforme los barrios iban quedando terminados en un sinuoso ovillo de calles, canales y avenidas, fueron también llegando árboles y plantas, no conocidos por aquellos lares, de países del otro lado del mar. Y al mismo tiempo que la ciudad seguía su lenta pero incansable construcción, los mismos obreros comenzaron a adquirir viviendas para instalarse y comenzar a habitar la ciudad, trayendo consigo también a sus familias para que fueran dando alegría y vida al lugar. Las aves exóticas, las fieras amaestradas, los peces tropicales y las focas y delfines fueron los últimos en llegar.
La ciudad quedó levantada. Imponente y majestuosa como no se conocía otra en ningún otro confín de todo el mundo conocido. Tan sólo un detalle restaba para hacer realidad por completo el sueño de Eo; la hermosa muralla de hielo.
     Pero si bien todo lo demás había sido posible gracias al esfuerzo, la colaboración, las ganas, el deseo y la ilusión, nadie sabía cómo hacer posible aquel último detalle. Se celebraron extensas reuniones y consejos en los que se discutía acaloradamente sobre las fórmulas que podían utilizarse, pero nadie sabía ofrecer una solución válida, una respuesta factible… o tan sólo una alternativa. Aunque complicado, era posible traer grandes masas de hielo e icebergs de los lejanos países del norte, se podían tallar los bloques y construir la muralla, pero no se podía desafiar a las leyes de la naturaleza, no se podía soñar con que fuera a permanecer allí erguida desafiando al sol y al viento, sin derretirse con el tibio latigazo del calor ni fundirse con el implacable paso del tiempo.
     Al no encontrar una opción mejor, decidieron poner en marcha este último proyecto; si bien no era posible conseguir que el hielo permaneciera inalterable y no se fundiera, si bien no podía prosperar el deseo de todos de que el sueño fuese eterno, pues al fin y al cabo toda aquella obra mastodóntica no había sido más que eso, un hermoso sueño, sí podían conseguir, en cambio, levantar la muralla y ponerla en pie aunque fuese tan sólo por unas horas o días y, dedicar así, tal y como la imaginó, la obra completa a la memoria de Eo.
     Grandes barcos zarparon en dirección al norte, hacia los lejanos países y mares helados, en busca de icebergs y grandes masas de hielo. Pocos meses después comenzaron a regresar los primeros de ellos a puerto. Y todos los habitantes se unieron de nuevo en la tarea y empeño de tallar, esculpir, dar forma y levantar aquellos bloques alrededor de la ciudad de ensueño.
     Y un par de años más tarde, la ciudad quedó al fin en pie, levantada, erguida orgullosa con grandeza y maestría, espléndida y reluciente como un sueño, brillante como una estrella.


Sólo que ahora ya no era un sueño.
     Y nadie pudo explicarlo después. O más bien sería correcto que nadie supo explicarlo jamás, pues el misterio y el enigma siguen aún ahí…pero el caso es que el hielo no sólo no se fundió, sino que fue ganando en firmeza y consistencia con el paso del tiempo, adquiriendo aquel tono azulado que todos habían imaginado y vislumbrado en sus sueños, tal y como Eo lo había descrito.
     Cada vez que llegaba el verano y las largas jornadas de sofocante calor parecían poner en peligro la vida de la muralla, como por mandato divino llegaban las nieves y el frío, que en circunstancias normales no tenían cabida y lugar en aquella época, restituyendo las mermas y pérdidas que el sol hubiera podido ocasionar. Ninguno lo comentaba en voz alta, pero todos pensaban que era el espíritu de Eo el que estaba detrás de todo aquel misterio, velando su obra, protegiendo con cariño aquello que su imaginación y toda una vida de viajes y empeño habían forjado plantando la semilla que tiempo después, gracias a Tengel germinaría.
     A todo esto, habían pasado muchas décadas y el joven Tengel se había convertido en un apacible y feliz anciano que andaba siempre rodeado de una legión de hijos y maravillosos nietos. Cuando éstos le preguntaban cómo había podido hacerse realidad lo que para ellos era ya toda una inexplicable leyenda, Tengel sólo podía sonreír y contestar:
     “Hay algunos sueños tan hermosos, tan llenos de vida, magia y significado que no pueden morir y evaporarse al despertar, tienen que seguir avanzando, como las olas del mar hacia su orilla, hasta que consigan hacerse realidad.”
     En los últimos años, Tengel subía todos los días a la cueva de la montaña y se sentaba allí, frente a la tumba de Eo, sonriente y radiante de dicha y felicidad, contemplando el epitafio que ahora rezaba sobre un hermoso mausoleo del color del lapislázuli.
     “A Eo,  verdadero  constructor  de Zoeida.
De todos sus habitantes que jamás dejarán
morir el lugar que imaginaste para ellos.”
     Y el anciano murmuraba en silencio para sus adentros:
     “Sí, tú la imaginaste, tú dibujaste los planos, tú allanaste el terreno, tú preparaste los cimientos. Incluso sin quererlo, encontraste la montaña y el lago. Yo tan sólo tenía que poner en marcha el resto.”
     Poco tiempo después, unos niños que jugando pasaban por casualidad cerca de allí, lo encontraron apoyado en una roca, frente a la tumba de Eo. Había dejado de respirar. Pero la cándida sonrisa y la feliz mirada de Tengel seguían muy vivas. Estaban cerca, muy cerca; allí mismo. En el lugar del que ya jamás se irían.
     Zoeida. La ciudad azul.


 Juanma Nova García – 10 – Septiembre – 2012   



          

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