El reloj del campanario de alguna iglesia dio las
doce de la medianoche. Las calles estaban desiertas y el silencio era
sepulcral, casi fantasmagórico. Una densa niebla había caído al anochecer
tornando la ciudad en una bella postal londinense. Pese a que era Nochebuena, a
esa hora la mayoría de la gente permanecía en sus casas ingiriendo cantidades
inverosímiles de alcohol, alimentos, abrazos y cursilerías varias. Otra tanta,
menos cada año, acudía a la llamada de parroquias como la que acababa de tañer
sus campanas para asistir a la tediosa misa del gallo. En un callejón solitario
y casi a oscuras cercano a aquella iglesia, una figura envuelta en raídas
mantas rebuscaba entre los cubos de basura. Era el contraste entre la opulencia
y derroche de algunos en aquellas fiestas y la miseria e indigencia de otros.
Pero para aquel pobre mendigo andrajoso, aquella noche significaba también un
motivo de celebración. No porque le gustara la Navidad, a la que despreciaba
con todo su alma, sino porque aquella noche los cubos de basura rebosaban de
sobras de manjares exquisitos y postres deliciosos que la gente desechaba de
sus mesas tras el atracón navideño.
Acababa
de encontrar un pequeño tesoro en forma de tarta de queso cuando otra figura
encapuchada apareció en la entrada del callejón. El anciano mendigo le dirigió
una mirada hostil. Aquél era su territorio, aquéllos sus cubos y todo lo que
contenían, sus pertenencias. Pero como era Nochebuena, decidió que podría
compartir parte de su botín con aquel otro pobre hombre. Siempre que sus
intenciones fuesen buenas y no viniera con intención de buscar pelea o querer
apropiarse del callejón. Había muchos como aquél en la ciudad. Cuando se acercó
y estuvo a una distancia suficiente como para poder distinguir algo de entre
las sombras siniestras, comprobó que no era una capucha lo que cubría la cabeza
del extraño, sino un gorro rojo. Aquel personaje que se acercaba era un puto
Papá Noel. ¡Cómo odiaba a aquellos malditos gordos asquerosos que estaban por
todas partes y a todas horas aquellos días! ¡Con sus ridículos trajes rojos, su
hipócrita sonrisa y su jodido Ho Ho Ho!
—¡Ho Ho
Ho! —Exclamó el recién llegado como si le hubiera leído el pensamiento— ¡Feliz
Navidad!
—¡Feliz
Navidad una mierda! —Masculló el viejo— ¡Cómo se nota que no pasas hambre,
gordo cabrón! Esa barriga no la has conseguido comiendo verdura…
—¡Tranquilo amigo, tengamos la fiesta en paz!¡No sé a qué viene tanta
hostilidad! Sólo me he acercado a saludar y ver si querría aceptar un humilde
regalo de Papá Noel. ¡Es Navidad!
El
mendigo siguió mirándole con recelo y hostilidad, pero su corazón se ablandó un
poco cuando vio que aquel hombre le ofrecía un paquete envuelto en papel de
regalo y con un lazo blanco alrededor que acababa de sacar del enorme saco gris
que portaba a la espalda.
—No
quiero nada. No necesito nada salvo encontrar algo de comida cada día para
poder seguir viviendo.
—Un
pequeño obsequio no le va a hacer ningún daño. No es justo que todos esos niños
que disponen de todas las comodidades del mundo en sus hermosas casas tengan
docenas de regalos y la gente que más lo necesita se quede sin nada.
—No sé…
—el pobre anciano seguía titubeando indeciso, pero ya sentía cierta curiosidad
ante lo que pudiera contener aquella misteriosa caja.
—No tengo
toda la noche… —añadió Papá Noel.
—Tal vez…
—empezó a ceder
por fin ante la insistencia.
—¡Vamos, cójalo!¡Es suyo! —le apremió el
amable y jovial bonachón. Estiró la mano acercando el paquete al vagabundo.
Éste alargó a su vez la suya con cuidado. Seguía sin confiar demasiado en aquel
tipo. Nadie ofrecía obsequios a los viejos, los pobres y los indigentes. ¡Pero
caramba, a caballo regalado no había que buscarle caries! Aferró el paquete con
la mano derecha.
Todo
sucedió en un relámpago. El pobre diablo ni siquiera se enteró de qué había
sucedido. Un instante antes tenía aquello en la mano. Después un resplandor
surgió de la nada surcando la noche y las tinieblas del callejón. Y ahora su
mano derecha estaba en el suelo, aferrando aún el regalo, cercenada de su
muñeca. Del muñón le brotaba ahora un espeso chorro de sangre que salpicaba las
mantas y su rostro. Papá Noel sujetaba un enorme machete que había sacado con
la otra mano de un bolsillo oculto bajo el engañoso traje y reía a carcajadas.
—¡Ho Ho
Ho!¡Ho Ho Ho!¡Ho Ho Ho!
—¿Pero
qué demonios…? —el mendigo miraba confundido en todas direcciones;
primero a su mano, después al muñón y seguidamente a su agresor.
—Así que
gordo cabrón, ¿eh? Así
que lo único que deseabas era seguir viviendo, ¿eh? —Le preguntó mientras que,
con una lengua sibilante, lamía la sangre que goteaba del cuchillo— Lo siento,
deseo no concedido. Eso tenías que habérselo pedido a los Reyes Magos.
El pobre
vagabundo ni siquiera pensó en salir corriendo. Tampoco le hubiera dado
tiempo. Papá Noel se acercó a él y con el afilado machete le abrió en canal
desde la ingle hasta el esternón. Los intestinos se abrieron paso hacia el
exterior, desparramándose como un ovillo de sucias y oscuras lombrices por el
suelo.
—¡Feliz
Navidad! —le canturreó al oído mientras le rebanaba la garganta y, cerrando los
ojos, abría la boca sobre la herida abierta y succionaba con deleite la sangre
tibia que brotaba de ella, deleitándose con aquel salado sabor a hierro que
abría las puertas de su alma y su percepción de par en par, transportándolo a
perdidas y recónditas regiones del subconsciente que no era capaz de visitar en
ningún otro momento de su vida cotidiana. Se dejó llevar por un éxtasis
inimaginable.
Aquella
época del año era la mejor para su misión. Había cientos de aquellos personajes
disfrazados por todas partes y podía pasar desapercibido haciéndose pasar por
uno de ellos. Conocía de memoria las cuatro frases amables que tenía que decir
a la gente con la que se cruzase. Sabía comportarse como era debido en según
qué situaciones. Podía ser tan altruista, cariñoso y entrañable como un
puñetero ángel del cielo. Y en la quieta y silenciosa madrugada, viejos
solitarios como aquél, prostitutas haciendo la calle o algún que otro borracho
perdido de vuelta a casa, resultaban un objetivo tan sencillo como apetitoso.
Por supuesto, los niños y jovencitas eran su plato preferido y perdición, pero
casi siempre iban acompañados de adultos. Aunque alguno también se dejaba
camelar y caía en sus redes de vez en cuando. Le resultaba gracioso recordar
cuando su madre le asustaba de pequeño con aquel cuento de que si se portaba
mal se lo llevaría el hombre del saco. Ahora el portador del saco era él.
—¡Ho Ho Ho!
Siempre
repetía el mismo ritual. Cuando se había saciado de sangre, su licor navideño
favorito por excelencia, les cortaba la cabeza y las echaba a su saco lleno de
regalos. Cuando terminaba su cacería nocturna regresaba a su casa, muy alejada
de la ciudad, gente curiosa e indiscreciones, y allí abría las cabezas para
vaciarlas (¡los sesos en salsa y una copa de buen vino tinto le volvían loco!)
y disecarlas a continuación. En la parte trasera de la casa, en una pequeña
parcela que había aislado rodeándola de un alto y grueso muro de piedra, crecía
un pequeño bosque de abetos. Sus preciosos árboles de Navidad. Cada año colgaba sus
trofeos disecados de uno de ellos. Recordaba con particular cariño y entusiasmo
el año 2007. De las ramas de aquel árbol colgaban veintisiete hermosas cabezas.
El reloj del campanario de alguna iglesia dio
la una de la madrugada. Le gustaba el canto de las campanas en el silencio de
la noche. Terminó de lamer los restos de sangre que se habían coagulado
alrededor del tajo de la garganta y se dispuso a cercenar la cabeza. Quedaba
mucho trabajo por hacer y una larga noche de paz y amor por delante. Pero antes
debía cambiarse la barba. Siempre le pasaba lo mismo. Se olvidaba de quitársela
para beber y la dejaba toda pringada de sangre…
Juanma - 15 - Diciembre - 2014
Juanma - 15 - Diciembre - 2014
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